EL PORTAZO – Claudio Hernández Cueto

Por Claudio Hernández Cueto

Te odio.

Te odio desde hace tanto tiempo que ya mi mente confunde cuándo comenzó en mí este sentimiento y soy  incapaz de ordenar debidamente todos los acontecimientos desde que te conocí.

Lo que no cambia y de lo que no dudo, es que te odio, te odio profundamente y, suceda lo que suceda y pase el tiempo que pase, este sentimiento no desaparecerá, ni se atenuará.

Es un odio profundo, que surge desde mí como de un volcán el humo y la lava, imparable, destructor y ahora, tras tantos años, es un odio reflexivo, decidido, deseado y planificado.

En la vida conoces personas que te gustan y personas que no. Acaso puede que las califiques de buenas o malas pero, afortunadamente, hay realmente pocas personas malvadas. Aquellas que llegas a conocer las puedes contar con los dedos de una mano.  Aquellos que producen el mal con esa única finalidad, causar daño. Tú has sido una de ellas para mí. Creo que, por ahora, no hay ninguna más. Espero que seas la última.

 

Cuando nos conocimos no pensé ni por asomo que sucedería todo lo ocurrido, que serías como has sido. No podía imaginar la maldad que ocultabas. Al contrario. Eras atractivo, interesante, simpático. ¿Cómo no caer en tus brazos casi de inmediato? Tu altura, tus anchos hombros, tu profunda mirada, tu sonrisa, tu inteligencia y tu dulzura. Me miraste desde lejos en aquella reunión y lo sentí como si una gran ola del océano me hubiera alcanzado. Casi sin darme cuenta y en unos pocos minutos, charlábamos animadamente y compartíamos una copa. Detrás otra y otra más. Desde ese momento fue imposible separarnos. Salidas a cenar, al cine, algún pequeño viaje y mucho sexo en tu apartamento. Eras educado, dulce y atento. En poco tiempo fuiste un habitual en mi casa. Mis padres, sobre todo mi madre, estaban encantados contigo. Que si Román esto, que si Román lo otro, eras su continua conversación, siempre plagada de elogios. A nadie extrañó que en poco tiempo pensáramos en boda y la celebráramos debidamente, Ni pequeña, ni excesivamente numerosa. En un bonito jardín reservado para la ceremonia y el banquete una noche de final del verano de 2004. Yo me sentía flotar en tus brazos, vestida de blanco y bailando. Una embriaguez que se inició al conocerte.

Al regreso del viaje de novios, nos instalamos en una nueva casa en las afueras. Pequeña y agradable. Un adosado en una nueva urbanización, con un pequeño jardín y una piscinita. Celebrábamos cenas con los amigos; mis padres y otros familiares nos visitaban con cierta frecuencia y, sobre todo, me sentía inmensamente feliz a tu lado. Solo faltaban tus familiares que, como me explicaste al conocernos, eran escasos y vivían lejos. Tus padres habían muerto poco después de terminar tus estudios en un accidente de tráfico. Una tragedia de la que preferías no hablar. Me decías que yo era lo único que tenías y eso me emocionaba aún más.

 

Pronto llegó Ana, nuestra hija, un ángel rubito de ojos grises por la que sentíamos verdadera locura. Las horas que te dejaba libre tu exigente empresa que, a cambio de unos ingresos muy elevados, te absorbía mucho, las dedicabas esencialmente a estar en casa, jugar con Ana y cuidarme a mí. Todo era perfecto. Mi amiga Laura, compañera desde el colegio, solía decir a veces: “demasiado bonito para ser verdad”. Y era así, demasiado bonito y real. Por eso no estaba advertida del cambio que se avecinaba.

 

Durante unos meses comprobé con cierta sorpresa y preocupación que tu carácter y tu actitud se agriaban. “Debe ser por problemas del trabajo”, pensé. Por más que te pregunté, no llegaste a decir nunca nada que lo explicara. Lo que no era discutible es que estabas cambiando. Taciturno, silencioso, alejado de nosotras, solo atendiendo a tu portátil cuando estabas en casa.

 

Fue como un portazo en mi cara. Discutimos. Una de esas discusiones sin importancia que las parejas suelen tener y que se resuelven después con besos, dulzura y una noche de pasión. Había sucedido antes y así había sido. No en aquella ocasión. Estabas sentado ante el teclado, dándome la espalda. Yo, de pie, te hablaba y discutía. El tema de discusión no lo recuerdo, tan solo que era una estupidez, una nimiedad. En un instante te levantaste y, sin mirarme, te revolviste golpeándome con el dorso de tu mano. Como si un portazo me hubiera golpeado, sentí el dolor en mi mejilla y salí lanzada hacia atrás cayendo al suelo del pasillo.

–¡Harto, ya me tienes harto! –gritaste.

Me llevé una mano a la mejilla y sentí el sabor dulzón de la sangre que manaba de mi labio reventado. No sabía del todo que estaba sucediendo. Te callaste entonces y te inclinaste sobre mí para ayudarme a levantarme.

–¡Oh, dios mío!–te oí decir.

Me llevaste al salón y me aplicaste hielo en la zona amoratada y sangrante.

  • Cariño, perdóname, no sé qué me ha pasado – dijiste – ¿Ves lo que me has obligado a hacer? Ha sido por tu insistencia. Tengo mucha presión y me has llevado al límite. Perdóname, sabes que te quiero y que no deseaba lo que ha sucedido. ¿Me perdonas? No volverá a pasar.

Asentí con la cabeza. Me dolía tanto y me sentía tan aturdida y  confundida que no supe qué decir. Me quedé allí sentada, sujetando el hielo en mi mejilla y rodeada por tus brazos. La noche fue de pesadillas y los días siguientes de una tristeza inmensa. Me quedé en casa unos días, hasta que las huellas del golpe desaparecieron. No dejaba de darle vueltas a la cabeza. “Quizá fue culpa mía”, llegué a pensar.

Pasó ese episodio y regresaste a mí. Volviste a ser el de siempre, cariñoso, simpático, atento. Y así nos mantuvimos durante varios meses. Pero se repitió.

Una nueva discusión, más agria ahora por mi parte, y nuevos golpes surgieron de tus manos. Fueron varios en aquella ocasión. Debían haberme visto en urgencias, pero te ocupaste de curarme, de atenderme y nuevamente te dulcificaste. Hablamos largo y tendido sobre ello las semanas siguientes y me juraste que jamás volvería a suceder, que Ana y yo éramos lo más importante de tu vida. Te apoyaste en el hecho de haber sido ascendido en tu trabajo a subdirector de tu empresa, menos horas, más sueldo y más tranquilidad, pero más responsabilidades. Iremos a mejor, me asegurabas. Y quise creerte porque quería que nuestro matrimonio continuara y fuera feliz.

Ana crecía a ojos vistas y pasaron unos pocos años, hasta que volvió a ocurrir. En esa ocasión la discusión se originó porque pretendías enviar a Ana a un internado en Inglaterra y yo me negué. No razonaste conmigo, solo me golpeaste. Más duro, más prolongado que la vez anterior.

Empecé a sentir terror. Al oírte llegar a casa me encerraba en alguna habitación con la excusa de estar ocupada haciendo algo, aunque era solo para separarme de ti. No obstante, no conseguía nada si lo que deseabas era golpearme. Me perseguías por la casa y me arrastrabas tirando de mi ropa o de mi pelo, me golpeabas con las manos y los pies, a la vez que me insultabas repetidamente. Lo más doloroso era escuchar el llanto de Ana o sentir el miedo en su mirada. Eras un hijo de puta, un animal surgido de un pastel de bodas, alguien que, sin justificación, ni derecho algunos, actuaba como un gánster dedicado en exclusiva a machacarme, humillarme, insultarme.

Llegué a informarme sobre la posibilidad de denunciarte a la policía o de llamar al teléfono que anunciaban en prensa y televisión con frecuencia para obtener ayuda y huir de ti. Pero mi miedo hacia ti era enorme, sobre todo al pensar que pudieras dañar a Ana. Ya te consideraba capaz de cualquier cosa. Recé, lloré, maldije, pero nada de eso resolvería mi problema.

Yo, que jamás participé en un juego de azar, fui beneficiaria de una lotería vital. Una tarde sonó el timbre de casa. Al abrir encontré ante mí a dos policías locales, estuve a punto de abalanzarme en sus brazos y contarles el horror que vivía, pero me contuve un instante por temor. Entonces me comunicaron que se había acabado. Fue como si una maldición afectara a tu familia. Habías muerto mientras conducías hacia tu trabajo. Un enorme camión que no respetó un stop, te arrolló mortalmente. Los bomberos necesitaron más de una hora para extraer tus restos de entre los hierros retorcidos.

No sentí felicidad, solo justicia.

Pasado el impacto inicial, fui consciente de que ya no me golpearías más, no me humillarías más, no me violarías en ninguna otra ocasión. Se había acabado.

Ahora, unos días después de tu funeral, estoy de pie frente a la placa que recuerda dónde se encuentran tus cenizas. He venido con un fuerte destornillador para, haciendo palanca, arrancar esa plaquita dorada que ponen con el nombre y que no quede huella de ti. Para arrojarte mi odio y desprecio y para no regresar jamás. Yo tampoco volveré a ser ya aquella mujer que conociste, maldito hijo de puta, la mataste poco a poco. Quizá te estés riendo por ello desde el infierno, por eso, antes de irme y no regresar jamás, he escupido sobre el hueco que la placa ha dejado.

 

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