LOS HUIDOS DE SANTA ANA – Noelia Rodríguez de Celis

Por Noelia Rodríguez de Celis

A sus noventa años, la frágil memoria de Raquel, ocasionalmente se escapaba de su letargo senil y se asomaba a algún momento de su dura infancia como hija de un oficinista de la Compañía Ferroviaria considerado un traidor.

Sentada en la aséptica butaca que ocupaba los interminables días en la residencia en la que vivía desde que dejó de reconocer a su familia, tenía la mirada perdida en su interior, mientras una de sus cuidadoras le hacía delicadamente la manicura.

Sus miopes ojos, pasaban de la alegría a la melancolía, acompañados de una débil sonrisa que tornaba a una expresión de amargura según los acontecimientos recreados en su memoria.

No recordaba el nombre de sus hijos, mucho menos el de sus nietos. El de su difunto marido iba y venía. Pero recordaba con total nitidez aquella noche de desconcierto que precipitaría la época más oscura de su vida y la de su familia.

Tenía 7 años, y como todas las tardes, jugaba con su hermano mientras su madre preparaba la cena. Su padre acababa de llegar de la estación y leía el noticiario descansando en su sillón.

Alguien comenzó a aporrear con intensidad la puerta. Su padre se puso rígido de un respingo dejando caer el periódico. La cara de terror de su madre inquietó tanto a los niños que fueron a refugiarse a sus faldas, mientras su padre se acercaba cauteloso a la puerta. Escuchó entonces el susurro de su compañero Abel:

  • Antonio, abre ¡Rápido!
  • ¿Qué ocurre? – Le preguntó Antonio asustado al ver la cara desencajada de su compañero tirando de su brazo hacia el interior.
  • Vienen a por nosotros – Su mirada le confirmaba sin palabras lo que ya temían.
  • ¿Por qué? No tenemos nada que ver con esa cuadrilla y sus panfletos subversivos.
  • Da igual Antonio, les han pillado, y ahora van a por todos los que creen que son sus colaboradores. Nos han metido en el mismo saco. Tenemos que irnos, es cuestión de tiempo que lleguen y nos arresten. No van a preguntar y lo sabes.
  • No puedo dejar a mi familia… ¿Cómo van a sobrevivir sin mi jornal? – El desasosiego invadía a Antonio hasta la desesperación.
  • Por favor, cariño, tu vida vale más, haz caso a Abel – le imploró su mujer – será cuestión de días hasta que se calmen las cosas – mirando al cielo se lamentaba – ¿Cuantas veces te lo dije Antonio?, no puedes ser tan confiado… ¡Un día te van a buscar un problema! – Se le resquebrajó la voz y salió hacia la cocina a toda prisa.
  • Fermina…- se lamentaba ante el reproche de su mujer.

La mirada acuosa de Antonio se posó sobre su hija, acariciándole su pelo ensortijado, con la ternura más intensa que podía, sabiendo que posiblemente nunca más vería esa cara de ángel.

  • Nunca dejes de sonreír, mi pequeño ruiseñor. Cuida de tu madre mientras esté fuera. Te prometo que volveré pronto.
  • Lo sé papá – Y le llenó de besos las manos y la cara para que no se olvidara nunca de cuanto le quería.

Miró a su hijo con tristeza puesto que siempre fue un niño débil y asustadizo, como él. No sabía cómo insuflarle el valor que a él mismo le faltaba.

  • Toni, sé fuerte. Ahora tú eres el hombre de la casa ¿me oyes?

El chiquillo no pudo pronunciar palabra, se aferró al cuerpo de su padre, apretando los labios fuertemente para contener el llanto.

  • Antonio date prisa – le acuciaba Abel.
  • ¿Dónde vamos? – miraba perdido a su alrededor aferrándose a su abrigo como si fuera un escudo protector.
  • Mi cuñado tiene un pajar en el Rollo de Santa Ana, nos esconderemos allí, hasta que todo se calme. No podemos demorarnos más. Tienen nuestros nombres. ¡Vámonos!

Volvió de la cocina Fermina con los ojos enrojecidos, pero sin dejar vislumbrar una lágrima, con un paquete de papel de estraza bien amarrado por una cuerda.

  • Aquí os he metido comida. Os llevaré más en cuanto pueda.
  • ¡Mujer, por nuestros hijos!, no os pongáis en peligro. Espera a tener noticias.

Fermina asintió levemente con la cabeza y los ojos cerrados. Su marido le dio un dulce beso en la frente y se marchó a paso ligero junto a Abel y el paquete con aroma a chorizo bajo el brazo, en medio de la fría oscuridad, atravesando, entre las sombras, el barrio ferroviario de la sal.

En medio de ese humilde salón, con la mesa a medio poner y tristemente alumbrados por los candiles, se abrazaban los niños llorosos a esa mujer de armadura forjada de fortaleza y coraje, a pesar de su cuerpecillo menudo y ágil como una ardilla.

  • Vuestro padre es un buen hombre, querido por sus compañeros, alguno más por interés…- mascullaba con rabia – Todo esto solo es un malentendido y volverá pronto.

 

 

Raquelina era una niña risueña y optimista “¡Un día menos para ver a papá!” le decía cada mañana al despertar a su hermano, quien se iba apagando como la velita de su mesilla. Pero los días se hacían interminables, que se convirtieron en semanas, meses… la desesperanza iba haciendo mella en su tierno corazón.

Angustiada por la falta de noticias y de ingresos, Fermina, de la mano de sus hijos se presentó envalentonada en la Compañía Ferroviaria ante Don Benigno, el capataz, suplicando clemencia.

  • Su marido es un traidor y la compañía se debe al interés de la nación. Así que más vale que no vuelva a presentarse aquí Fermina – Se defendió muy digno.
  • ¡Mi marido no es ningún traidor, y usted lo sabe Don Benigno! – “qué ironía de nombre”, pensó endiablada – Su único pecado ha sido su ingenuidad, de la que se han aprovechado esos rebeldes. ¡No puede dejarle tirado ahora!
  • Puedo y lo haré. ¡Fuera de aquí y no vuelva mujer! – le retaba el capataz con mirada de dóberman – porque me veré en la obligación de denunciarla y no querrá que se compliquen más las cosas para estos rapaces ¿verdad?

Fermina apretó la mano de sus hijos, y con toda la altanería que pudo sacar, se dio media vuelta, y a paso firme y ligero, conteniendo sus lágrimas, dejó plantado a ese miserable, con la mente ya en busca de otra solución.

Raquelina lloraba en silencio. La sola idea de perder también a su madre le estremecía, y asió su mano con más fuerza. Toni atenazado por el miedo, se dejaba llevar como un junco por el viento.

  • Niños – consiguió decir firme – el mundo es cruel como veis, pero tenemos que seguir luchando. Vuestro padre se está sacrificando por nosotros, y tendremos que hacer lo mismo.

Los niños asumieron la amarga sentencia con la entereza que sus debilitados cuerpecillos les permitió.

Fermina le había entregado a Antonio las reservas de embutidos y carnes curadas que había en la despensa, por lo que alimentaba a sus hijos a base de gachas, arroz, patatas, y la caridad de sus vecinos. Ella de amargura y desesperanza. Por lo que el hambre y las señales físicas en que éste se manifiesta, se hacía cada vez más visible.

 

A Raquelina le encantaba ir a la escuela donde aprendía a leer y a escribir con gran esmero, pero también tenía una habilidad especial para la costura. Doña Matilde se desvivía por sus alumnas, haciendo que se olvidaran de los horrores del exterior.

  • Fermina, por favor, recapacite. Raquel es una niña muy despierta, le gusta aprender, no puede negarle el conocimiento…- le suplicaba la maestra.
  • El conocimiento no da de comer. Mientras mi marido esté desaparecido, necesitamos dinero, así que los niños tendrán que trabajar – contestó tajante Fermina, llevándose a una resignada niña que se despedía de su maestra con su más dulce sonrisa.

En su plan de supervivencia, Fermina había recorrido la ciudad buscando trabajo a sus hijos. A Toni le consiguió un puesto de ebanista en un taller de un familiar lejano, que, con cierto reparo, le aceptó como aprendiz. Con diez años aún no tenía fuerza, pero era mañoso. Aprendería el oficio y mantendría la mente ocupada.

Raquelina entró en un taller de costura, frente a Casa Botines que albergaba una gran tienda de telas, por lo que el taller de Don Gervasi, tenía un gran porvenir en tan estratégica ubicación.

Mientras tanto, Fermina abrazó el arriesgado mundo del estraperlo. Era lista, y su picaresca le facilitó algún contacto que le proveía de legumbres, que, por unos cuantos reales, vendía con toda la cautela posible. De esta manera sobrevivían a duras penas.

 

En tanto en cuanto Antonio llevaba ya la friolera de dieciocho meses en aquel pajar, con los músculos entumecidos, sin apenas moverse y malcomiendo. La maldita úlcera había empeorado. Aunque peor estaba su ánimo.

Los mensajes que llegaban no eran nada alentadores. Varios de sus compañeros entre ellos, Abel y él, estaban en la lista negra y la Compañía les había dado la espalda. A más de uno habían apresado y no volvieron a tener noticias de ninguno.

Una noche llegó un chivatazo. Había movimientos y los enemigos se estaban concentrando en la zona sur de la ciudad, por lo que tenían que aprovechar esa misma noche para escapar hacia el norte si querían sobrevivir. Flaqueando por la debilidad, en plena noche los huidos de Santa Ana pusieron rumbo a Asturias.

Atenazado por el frío, el saco de huesos en que se había convertido Antonio, atravesaba los montes en constante tensión. Había tenido tentaciones de abandonarse al albur de los osos y los lobos que acechaban a su paso. Pero al cerrar los ojos su familia venía a su mente como un ancla que le aferraba a la vida, ayudándole a dar un paso más. Hasta que otra fuerza más temible y potente le frenó en seco.

 

La noticia del arresto de Antonio tratando de atravesar los Picos de Europa le llegó a Fermina a las pocas semanas. En ese momento se encontraba preso en San Marcos, ese majestuoso edificio plateresco, que tanta crueldad entrañaba dentro. Una mezcla de odio, frustración y esperanza se debatían en su interior.

No les dejaron visitarle hasta días después, cuando le trasladaron a la cárcel provincial en la Era del Moro.

Un demacrado, famélico y agotado Antonio, no podía dejar de llorar de alegría al tener delante a su familia. Raquelina, que le podía más la alegría que el horror que le producía la imagen de su padre, le brindó su mejor sonrisa. Toni, roto por dentro, le mostraba esa aura de fortaleza que le prometió dos años atrás.

Fermina se tragaba su llanto. No estaba segura de a qué se tendría que enfrentar, ya que los rumores que recorrían el barrio eran poco alentadores. Se hablaba de un levantamiento contra el gobierno y su marido estaba atrapado en el lugar equivocado.

Antonio, les contó los sinsabores vividos edulcorados de aventura, así como la impotencia de no poder defenderse, de no poder ponerse en contacto con ellos. Tendrían que esperar a que le juzgaran, y volvería a casa. Volverían a estar juntos los cuatro.

Desde entonces, Raquelina pasaba sus mañanas cosiendo y cantando ansiosa por salir del taller para ir a la cárcel a llevarle comida a su padre. Ese rato era el mejor momento del día. “Cántame algo mi niña” le pedía y ella le cantaba alegrándole el corazón “Donde está la capa que te tapa, donde está el sombrero negro, donde está la mi morena que es lo que más quiero, zalamero…

 

Doña Raquel sentía un amor infinito por su padre y en sus últimos años de vida cada vez le sentía más cerca. Llevaba 80 años con un puñal clavado en su corazón cargado de crueldad, dolor, y desesperación…

  • ¿Dónde vas niña?
  • Voy a ver a mi padre, Antonio Álvarez, le traigo su comida como todos los días.
  • Pues ya puedes dar media vuelta. Ese traidor ha sido fusilado esta mañana.

 

Noelia Rodríguez de Celis

 

 

 

 

 

 

 

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