LAS MANOS DEL MACHU PICCHU – Emelina Galarza Fernández

Por Emelina Galarza Fernández

Desde aquel viaje Abigail se arrastraba por la vida. Según contaría años más tarde su hija Carmencita, unas manos invisibles venidas del Machu Picchu sobaron a su madre de arriba abajo hasta adormecer su natural hiperactividad y hacer desaparecer la sonrisa perenne de sus ojos.

Tercera de las cuatro hermanas de un matriarcado de sobadoras y rezahuesos, Abigail se rebeló contra su destino y se negó a seguir la tradición familiar. Combatió desde su independencia innegociable los prejuicios religiosos y los fanatismos ancestrales, a los que hacía culpables de la postración y el retraso atávico de los pueblos indígenas y del suyo propio.

Quemó las etapas de una intensa vida con avidez y determinación. A los treinta y tres años se había convertido en una reputada científica. Instituciones gubernamentales y universidades de toda América Latina se disputaban su presencia en seminarios, conferencias y congresos.

Aquel octubre voló desde su Caracas natal hasta Lima, invitada por la Universidad Nacional del Callao para dar una charla en la que destriparía la creciente influencia del negacionismo populista en los pantanosos mundos de las redes sociales. También tenía el firme propósito de dar rienda suelta a su otra pasión: recorrer sola y sólo con su mochila (su mochila morada, su único “amuleto”) destinos que desde pequeña anotaba en su libreta “Imprescindibles: lugares para visitar”, y tachar Machu Picchu.

Partió hacia allí en un viaje sin sobresaltos y lleno de belleza. En la consigna del hotel quedó la maleta con su disfraz de académica, incluido el ordenador. En la mochila morada, lo imprescindible: un par de mudas, anorak plegable, gorra, repelente de insectos y Kit básico de primeros auxilios. Abigail se jactaba también de ser la mejor haciendo el equipaje.

Entumecida después de tres trenes y un autobús, enfiló desde la ciudadela del Machu Picchu el “Camino de los Incas” para subir el Huayna Picchu. Convino en dar la razón a quienes habían votado aquel lugar como la quinta de las siete nuevas maravillas del mundo, aún habiendo huido de allí como alma que lleva al diablo: en la roca funeraria un escalofrío, que la recorrió de cabeza a pies, la dejó helada hasta los huesos; de nada sirvió su ropa de abrigo.

De vuelta a casa, su abuela Carmen, otrora mujer robusta, fuerte, de pelo negro azabache, fue determinante:

−Abigail, te lo pido por favor. Si pudiera levantarme te lo pediría hasta de rodillas. Lo creas o no, un espíritu se ha apoderado de ti. Debes darle lo que te pide o morirás −su abuela le suplicaba una vez más−. Hazme caso, tienes que entenderlo.

−Mamita −suspiró agotada−. Y yo te pido que no insistas. Nada quisiera menos que faltarte al respeto. Pero ya sabes desde siempre lo que pienso sobre esas brujerías.

−No puedes negarme este último deseo. No puedes dejar que me muera sabiéndote poseída −suplicó de nuevo la abuela Carmen con un hilo de voz.

Cansada de buscar respuestas a sus repentinos males entre especialistas y hospitales no pudo ni tuvo el coraje suficiente para incumplir con su abuela moribunda. Concertó la cita con un tal Rigoberto, renombrado chamán marialioncero experto en terapias de regresión y venido de la Montaña de Sorte, donde reinaba María Lionza con su corte.

Aparcó delante de la lujosa villa situada en primera línea de playa bañada con la cálida espuma del mar Caribe. Torció el gesto: bien sabía que aquella abundancia era un privilegio negado a la inmensa mayoría del pueblo venezolano. Franqueó la inmensa puerta de madera mecida por el viento salado y abierta de par en par.

La recibieron una mesa de oscuro ébano sobre la que había numerosas velas de distintos tamaños en tonalidades blancas, un atrapasueños de cristales de colores colgantes y, remarcando el vestíbulo, una estatua de María Lionza sobre una fuente de botijos de agua que manaba suavemente. La imagen la transportó a los odiados rituales de su niñez, al último al que asistió: en medio del ruido de tambores y palabras ininteligibles gritadas por personas que exhalaban humo de puros de hojarasca, la abuela la había colocado semidesnuda en el centro de un círculo de flores y velas para que le echaran agua por la cabeza y curarle el asma. Abigail achacó su curación a los nebulizadores, lo que motivó otra de las fuertes discusiones con su tozuda abuela.

 

Suspiró hondamente para conjurarse contra el potente impulso de darse la vuelta, de no ceder al deseo de su moribunda abuela de visitar al chamán y romper su promesa. Avanzó arrastrando los pies por el parqué crujiente. Persiguió la fragancia de incienso, ignoró varias estancias de escaso y armónico mobiliario hasta llegar a una habitación en penumbra:  un hombre delgado y moreno, sentado en posición de loto entre cojines grandes, almohadas, velas encendidas y abalorios de culto espiritista, parecía no esperarla.

Abigail intuyó en qué lugar debía acomodarse. Estaba más inquieta y nerviosa de lo que era capaz de reconocerse, más que en ninguna otra ocasión de su existencia, incluidas las durísimas pruebas académicas.

El chamán abrió unos ojos negros y brillantes que parecían albergar la calma del universo en una noche sin luna.

−Bienvenida, Abigail. ¿Preparada?

Tres, dos, uno… Chasqueó los dedos.

−¿Qué ves? –la voz de Rigoberto sonó clara sin estar ya en el campo de visión de Abigail.

−Estoy rodeada de la belleza del paisaje andino. A media distancia hay una cruz sobre un montículo. Me acerco. Son cadáveres. Decenas de cadáveres. Cadáveres de niños, de niñas, de mujeres y hombres. Son indígenas originarios.

Un hedor putrefacto revolvió el estómago de Abigail mientras ascendía por el montículo. El chamán apaciguó las arcadas que la joven estaba sufriendo haciéndole llegar con suaves soplidos el humo de incienso que, sobre la mesa que los separaba, buscaba el techo.

−En la cima hay una niña muy pequeña, de no más de tres años y tiene la cruz clavada en el pecho. La sangre le resbala hasta los pies. Aún respira. Tiene poca vida y mucho miedo. Llego hasta ella. ¡Soy yo! La cojo en brazos y la acuno. Deja de temblar de frío y terror. Muere.

Uno, dos, tres… Volvió a chasquear los dedos.

Salió de la casa maldiciendo al engañabobos de Rigoberto que seguro había hecho fortuna gracias al dolor de personas incultas que acudían a chamanes de medio pelo, santeros de oscuros sortilegios. Maldiciendo al chamán y con una cinta de casete en la mochila morada.

Entró con sigilo para no despertar a la anciana, pero en cuanto traspasó el umbral, su abuela se incorporó pesadamente y la miró:  su ajado rostro se transformó en una bellísima y calmada sonrisa.

−Ya puedo volver a ver tu aura rosada y tu alma en paz −alargó sus manos invitando a Abigail a sentarse a su lado. Fue la última vez.

El duelo pasó al compás del tiempo, un duelo manso de ausencias y presencias que vagaban a su antojo por su memoria, la memoria de aquella poderosa mujer que había marcado tanto su existencia.

−Mamá, he escuchado una cinta con una grabación muy extraña –la increpó su hija, vivo e inquietante retrato de su bisabuela de la que heredó hasta el nombre.

Había encontrado, seguramente no sin rebuscar, en el baúl de la abuela Carmen su antigua mochila morada con aquella cinta de la sesión ritual que tanto había aborrecido y que nunca quiso escuchar.

−Ya ni me acordaba. Cosas de tu bisabuela. Murió convencida de que el tipo al que visité, previo chantaje emocional por su parte, me ayudó a desposeerme de un espíritu que decía se había apoderado de mí en Machu Picchu –contó la madre. −Y, por favor, no empecemos otra vez. Voy tarde y si pierdo el vuelo a Nueva York, no llegaría para dar la conferencia. Y es vital que me escuchen en la ONU…

−No has escuchado la cinta, ¿verdad? ­–interrumpió Carmencita sin miramientos−. ¿Cómo eres capaz de negar lo evidente? Presumes de ser una investigadora de prestigio, pero no eres capaz de abrir tu mente ni un milímetro, ni una milésima de segundo, ni una leve duda por pequeña que sea a otra realidad, seguramente más estremecedora y compleja que tus algoritmos.

−Estaba enferma de tristeza, Carmen, no poseída. Perderla ha sido el golpe más duro de mi vida –contestó Abigail con firme ternura y ojos acuosos–.­ A pesar de nuestras diferencias, ella lo era todo para mí, tal y como me ocurre contigo.

Carmencita, siguiendo la estela de su bisabuela, no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad.

−Abigail, no es eso lo que pasó. He corroborado algunos datos –la hija llamaba a su madre por el nombre de pila cuando quería alejarse del vínculo emocional.

−Si yo hago enormes esfuerzos por siquiera entender y respetar tus nublados mundos espirituales, te ruego por Dios, sí, por Dios, que hagas lo propio conmigo. No quieras conducirme por caminos que me niego a transitar -zanjó saliendo por la puerta que cerró tras de sí.

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