COMBUSTIÓN PROGRAMADA – Myriam Consuelo García Carromero
Por Myriam Consuelo GArcía Carromero
Luz Quebrada
Corría la primavera del cono sur en los paisajes ocres aluminio y cobrizo ferroso del gran desierto de Atacama. La carretera encajada entre paredes de roca parecía un túnel infinito hacia la línea del horizonte. La compañía de las grandes torres de alta tensión era lo único que nos conectaba al mundo habitado. No había poblaciones, ni bombas de gasolina, ni comercios en las veredas. Sólo la nada.
Al salir de aquella carretera enjaulada se abrió ante nosotros una planicie que terminaba en unas sombras de montañas que sostenían barcos empujados por nubes.
Asistíamos a la Fata Morgana. Era la premonición fantasmal del tsunami que se avecinaba.
Pedimos al conductor de la camioneta que acelerara o perdíamos el avión. Era viernes y el aeropuerto de aquella ciudad minera se ponía imposible. Si perdíamos el vuelo corríamos el riesgo de tener que pasar un aburridísimo fin de semana en la ciudad de los moteles por horas para desfogue de los ejércitos de mano de obra que aquella tierra mineral exigía para ser explotada.
Llegamos por los pelos y mis compañeros me pusieron al día sobre la protesta que iba a tener lugar en Santiago a raíz de la subida del billete de metro. Treinta pesos era el monto en discusión, y sonaba a título de spaghetti western con música de Ennio Morricone.
Las dos horas de vuelo se pasaron sin sentir discutiendo sobre los últimos sucesos políticos. De repente el tigre del continente se convertía en un gatito herido con más cuitas que un adolescente frente al espejo.
En el aeropuerto de llegada encontramos gente tirada con sus equipajes por todos los pasillos esperando algún transporte que los llevaran a sus hoteles o casas. No había metro, ochenta estaciones incendiadas en una noche, y los taxis no transitaban por la zona occidental de la ciudad por los graves altercados que se extendían como las llamas por calles y comercios.
Agradecí no haber pedido a nadie que me recogiera en el aeropuerto y pregunté a la central de taxis si podían acercarme a mi casa. Me respondieron afirmativamente, mi casa estaba fuera del área de conflicto, vivía en el barrio alto.
Al llegar a mi refugio me asomé a la terraza para ver que la gran ciudad había entrado en ignición. Los edificios más emblemáticos resaltaban en la noche estrellada soltando llamaradas para unirse con la luna triste que nos contemplaba con desolación.
La madrugada fue una locura de intercambio de mensajes para compartir con nuestros seres queridos el terror que estábamos pasando.
Me dormí con pesadillas de humo y destrucción, caminando en sueños por senderos de cenizas que nos llevaban a minas de galería que se hundían en la tierra de la que sólo sobresalían unos respiraderos ridículamente pequeños para mantener a tanta gente viva.
Me desperté con el sol alto y una información alarmante en la pantalla del celular: toque de queda en todo el país. El resto del equipo que no pudo tomar el avión se quedaba en la ciudad del norte hasta nuevo aviso.
Toque de queda evocaba tiempos de guerra y arrinconados en la historia.
BARRIO ALTO
En la televisión vi las escenas de las estaciones del metro quemadas, los comercios calcinados, las calles con barricadas y los carros de los milicos patrullando. Era una pesadilla, volvían los años duros.
Casi todas las cadenas eran condescendientes con los autores de esa destrucción gratuita. Esa unanimidad era sorprendente. La desigualdad, quía, la maldita desigualdad.
Por otro lado, la realidad nos golpeaba con detalles mucho más cercanos. Las personas que cuidaban mi edificio no habían podido volver a sus casas esa noche porque el relevo nunca llegó debido al toque de queda. Les bajé comida y bebida, y les pregunté si necesitaban algo más.
Lo agradecieron de forma sincera. Poco a poco otros vecinos bajaron también a llevar comida y conversación a nuestros cuidadores enjaulados.
En el lobby del edificio nos fuimos enterando de lo que había sucedido. Era el estallido, lo llamaban, y la culpa la tenía un señor que ya se había muerto y treinta años de democracia.
La famosa educación, origen de paros y destrucción de cientos de institutos y escuelas, les había enseñado sus derechos, pero olvidó un millón de cosas.
Era imposible comprarse una casa, un coche, llevar a los niños a colegios buenos y pasar las vacaciones en Aruba cacareaban. Las grandes familias además de ser unos avaros tenían la edad de la Royal King List porque llevaban centurias explotando a la inexistente clase media, la primera ahora después de generaciones de mano de obra no cualificada.
Uno de los más alborotadores propuso dar una cacerolada, desconocedor de que fue la clase acomodada de hacía más de cincuenta años la que inició ese tipo de protestas. Salió tan campante con su Mercedes armado con una cacerola de estupenda factura a pitar por las calles desiertas al toque rítmico de la cazuela.
Los vecinos se animaron y le acompañaron desde los balcones sincronizándose de forma perfecta. Otros coches se unieron al bolo musical, inundando las calles con ese pitido que bien podría haber pasado por él de fanático de la Champion en noche de final, si no fuera por los carros militares que recorrían la ciudad llamando al cumplimiento del toque de queda con la voz aflautada de los reclutas.
Un vecino encontró una aplicación de móvil que daba cacerolazos sin tener que estropear el menaje familiar ni forzar músculos ya trabajados en los gimnasios del barrio alto.
Al resto de los concurrentes les pareció una idea estupenda, y se retiraron a sus casas a protestar en remoto por el ultraje cometido a sus derechos.
Todos olvidaron a los trabajadores del edificio que miraban espantados a la troupe de revolucionarios de moqueta que habían surgido en una noche intensa en emisiones de CO2 por combustión de bienes no recuperables.
EN EL LÍMITE
Pasaban los días, las semanas, incluso los meses y nos acostumbramos a vivir con la rutina del toque de queda que culminaba con el sol bien alto.
Yo misma creé mi pauta, buscando la normalidad perdida, que consistía en caminar todos los días a la oficina, cerca de la zona de conflicto, pero evitando las manifestaciones, los gases lacrimógenos y los pirómanos benzina en mano.
Hundida como iba en mis pensamientos no advertí la masa estancada de gente a los pies del símbolo contrarrevolucionario del consumo, un gran centro comercial de aspecto fálico. La policía impedía el acceso de la horda de manifestantes al edificio que además estaba protegido por un cerco de acero terminado en alambres y púas. Miles de pintadas ensuciaban sus paredes. El símbolo del progreso occidental convertido en muro de las lamentaciones de la neo-revolución.
Escuché tambores de batucada y el fragor del zorrillo aproximándose, el carro lanza gases. Coches blindados rodeaban la plaza para evitar el acceso a la misma pero los manifestantes llenaban todos los espacios como un ejército de hormigas.
De repente choqué con el chaleco antibalas de uno de los policías que me gritó algo que no entendí. Situada en mitad de la plaza, observé un flanco que creí no cubierto, pero al avanzar confirmé que ya se había taponado. Estaba atrapada, no podía avanzar ni retroceder.
Unas muchachas, casi niñas, se subieron a los coches blindados, prácticamente desnudas de cintura para arriba, con sus cuerpos pintados con imágenes de sangre, violaciones y torturas. Los policías no hicieron nada para bajarlas de los carros mientras mantenían una inmovilidad tensa evitando prender la llama de la contenida explosión.
Una vez arriba, las niñas se organizaron como si se tratara de una coreografía y empezaron a cantar al ritmo de los tambores: ´El estado es un macho violador´. La canción que conocía de las redes sociales, ahora la escenificaban delante de mí un coro de adolescentes.
Mientras cantaban de forma fiera y amenazante, se tocaban sus órganos sexuales y luego apuntaban con el dedo a los policías llamándoles machos violadores.
Los agentes, embutidos en armaduras de fibra, eran efigies inertes. Las crías que no habían podido subir a los carros se acercaban ahora osadas hasta ellos para tocarles e insultarles en un claro intento de confrontación.
Sólo se escuchaba el ronroneo de los pájaros que, posados en los árboles de la plaza, miraban hipnotizados aquella salvaje actuación.
Nadie advirtió la llegada de varios carros de milicos que venían de la escuela de cadetes. Un rumor metálico nos avisó cuando ya habían tomado posiciones creando un segundo anillo alrededor de los coches blindados de la policía.
Abrieron las partes traseras de los carros y decenas de reclutas apuntaron sus armas al cuerpo de baile de las adolescentes y al resto de las personas atrapadas en aquella plaza.
El ruido de amartillar las armas sacó a la masa de su estado hipnótico y miraron despavoridos hacia el origen ineludible del ruido. Estábamos rodeados de jóvenes imberbes que nos amenazaban con el ojo de sus armas insolentes.
El que parecía que mandaba en esta nueva coreografía, habló a gritos con el altavoz en la boca: ¡Dispérsense y vuelvan a sus casas, el toque de queda ha comenzado!
Una de las escolares se acercó a los reclutas y sacándoles la lengua con gesto obsceno les gritó: ¡el Ejercito es un macho violador!
Un milico, casi un niño, sin inmutarse, disparó. El estampido se oyó como un aullido rompiendo la calma falsamente mantenida, desatando una orgía de gritos, carreras y más disparos al aire.
La niña había sido herida y sus compañeros gritaban ¡Asesinos! mientras pedían justicia. ‘All cops are bastards´ era coreada ahora por las cantantes.
Noté el aroma del gas y el empuje del agua de los carros que nos impelían a salir de la plaza por un corredor creado por las fuerzas armadas. La policía arrastraba hacia esa salida a los heridos que caían en el suelo aplastados por las pisadas de toda aquella turba enjaulada.
Un uniformado me empujó mientras veía a otros dos sacar a dos adolescentes heridas. El caos, el humo, la destrucción recorrían la plaza, y algunos rezagados tomaban imágenes con una cámara GoPro colocada en sus cabezas.
Los medios de comunicación sacaron la noticia con imágenes de dron donde se veían centenares de puntitos meciéndose como un campo de trigo coronado por una espesa nube de gas, aplastado por el chorro del agua a presión.
DESUBICACIÓN
En casa, en el barrio alto, me hundí en un vaso tamaño cardenal de tequila.
Habían matado a una niña y el número de heridos entre civiles, policías y milicos superaban las cien personas. Si no fuera por mi brazo vendado y el olor a humo que salía de dentro de mí hubiera creído que había sido sólo una pesadilla.
Una guitarra sonó, bien templada, y una voz empezó a entonar ‘El derecho a vivir en paz’. Era mi vecino de enfrente que muchas noches me había regalado con estupendos temas mientras practicaba en la terraza.
Me quedé escuchando la música aislándome de todo lo que ocurría alrededor. El dolor brotó con cada acorde de aquella canción. Recordé los versos de Jara: Son cinco minutos, la vida es eterna, son cinco minutos. Por menos de cinco segundos, cinco irreflexivos segundos, el mundo en él que creía explotó.
Sin darme cuenta yo también empecé a cantar, pero algo que nacía de mis raíces, ciega y con los ojos arrasados: ¡Libertad, libertad, sin ira, libertad! ¡Guárdate tu miedo y tu ira!
Mi vecino de terraza me preguntó qué cantaba y le dije que era una canción vieja de un pueblo que en su momento se sobrepuso a la ira para conquistar la libertad.
Creo que no me entendió. Al rato estaba dándole a la cacerola desde su celular sujetando una piscola con la otra mano.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024