TORRES BLANCAS – Mª Pilar Lourdes García Paramio

Por Mª Pilar Lourdes García Paramio

Una pareja se abraza en el lugar donde aquel hombre me besó por primera vez. Evoco el momento, era nuestra segunda cita y me pilló tan desprevenida que no pude por menos que corresponder. Torres Blancas como testigo, un lugar perfecto para enamorar.

Una vez más experimento la atracción que este edificio siempre ha ejercido sobre mí. Ya, desde pequeña, cuando pasábamos cerca, me emocionaba al verlo y me confirmaba que mis ilusiones se cumplían, ¡por fin habíamos llegado a Madrid!

Por aquel entonces yo no sabía que pertenecía a una corriente arquitectónica llamada brutalismo; que su nombre, Torres Blancas, era una mezcla de mentira e ilusión pues es una única torre de color hormigón que aspiraba a ser la modernidad arquitectónica de finales de los 60. A mí eso no me importaba entonces, ni ahora tampoco; lo que me admira es su magnificencia, su rotundidad, su pretensión de ser árbol que en la ascensión hacia el cielo va desplegando sus ramas y sus hojas, y los hogares semicirculares, simulan ser nidos cuyos moradores van en busca de una luz y de un color que no siempre les concede el cielo de Madrid, tan a menudo contaminado. Es una historia de amor que ahora se funde con la mía.

No era un hombre cualquiera. Alto, delgado, moreno, de pelo rizado y maneras decididas pero cautas, con un pasado por descubrir y un futuro incierto que le hacían muy atractivo.

Lo vi por primera vez en un bar mientras yo saboreaba un chocolate con churros y él un café solo. El camarero, visiblemente adormilado, le sirvió el chocolate con churros y a mí el café solo. Hicieron broma con la confusión, se notaba que se conocían.

-Demasiado azúcar para mí -dijo entre serio y divertido.

-No te vendría mal para endulzar esa cara de acelga -respondió el camarero con sorna.

-No le hagas caso, mi vida es perfecta -apuntó mirándome.

No sé muy bien cómo, pero entre las miradas de uno y de otro, me integré en su conversación:

-Siempre hay algo que se puede mejorar -dije mal traduciendo la expresión “room for improvement”. Ya me había arrepentido de intervenir cuando replicó:

-Mejor dejar las cosas como están -e impidiendo que el camarero entrase al trapo, volví a dictar sentencia-.

-Demasiado profundo para estas horas de la mañana -sonreí, intentando sacar los pies del charco en el que sin querer me acababa de meter.

-Ya te ha “calao”-le guiñó un ojo el camarero.

Los tres nos sonreímos y ellos hablaron de cosas intrascendentes mientras yo, concentrada en mi desayuno, sentía sus miradas escrutadoras.

De repente, aquel hombre se puso de pie; se despidió educadamente y salió. Yo entretuve los diez minutos que restaban para ir al encuentro de mi amiga Sandra curioseando en Instagram y, finalmente, tuve que salir corriendo, no sin antes pedir la cuenta y ofrecerme a pagar el café de aquel hombre que yo creí se había ido sin pagar. El camarero me indicó que antes de irse había pagado todo; mientras le pedía que le transmitiese mi agradecimiento me dio un papel con la publicidad de una exposición y me recomendó: Vete a verla, merece la pena. Muy amablemente volví a darle las gracias, metí el papel en mi bolso y salí deprisa, llegaba tarde.

El encuentro con Sandra duró todo el día. Los nervios de si nos reconoceríamos se pasaron en cuanto ella cruzó la puerta del hotel. ¡Sí!, aquella mujer alta, con media melena, moderna e impecablemente vestida era Sandra. Nos saludamos con un abrazo de reencuentro que confirmó que todo iría bien, luego hablamos y hablamos, paseamos, comimos e incluso fuimos de compras; el paso de los años no había disminuido ni un ápice su interés por la moda, ni mi admiración por su extraordinaria facilidad para relatar su vida como si de una estrella de cine se tratará.

Al final de la tarde, y solo minutos antes de separarnos, me contó la verdadera razón de su viaje. Su exmarido, al que no veía desde hacía años, había recorrido el mundo haciendo extraordinarias fotos, que ahora se exhibían en una galería madrileña. Le había solicitado permiso para exponer una foto de su hija; al principio pensó negarse, ella ya no tenía nada que ver con ese hombre. Finalmente accedió, pero dos días después se arrepintió. Por eso vino a Madrid, con el objetivo de comprar la foto. Durante varios días seguidos fue a la galería, se plantó frente al retrato una y otra vez y escuchó y sintió la admiración de los visitantes por la belleza de la hija, la intensidad de la mirada, la maestría del fotógrafo, pero nadie se dio cuenta de que, “En los ojos de mi hija, se refleja una tercera persona y soy yo, su madre, a la que Sol mira entre divertida y sorprendida mientras intento huir de un perro que me perseguía por la playa”, me dijo.

-Te estarás preguntando si he visto a mi exmarido, pues no, para mí es un extraño una persona con la que no necesito interactuar, ya no hay vínculo. Hablé con la responsable de la galería, y con muy buenas palabras me informó, sin yo preguntar, de que esa foto, a pesar de ser la mejor de la exposición, no se vendía.

Sandra se quedó más tranquila sabiendo que no iría a parar a manos de ningún desconocido.

Dos días después, rebuscando en mi bolso encontré el papel que me había dado el camarero. Lo ojeé con curiosidad porque a modo de reclamo había dos fotos complementarias, en una se recortaba la silueta de una adolescente mirando una puesta de sol en el mar, y en la otra, esa misma persona, sobre el mismo fondo miraba a la cámara de forma retadora, provocando: “Inténtalo, saca lo mejor de mí”. Más que la foto me gustó la emoción que esa mirada me transmitía y pensé “ampliada, el impacto será brutal”. La exposición se acababa al día siguiente, estaba cerca de casa, cuando terminase de trabajar iría.

Llegué por los pelos. Nada más entrar por la puerta le vi, allí estaba el hombre del café solo. Yo sonreí y me fui directa a ver la foto de la adolescente, me quedé mirándola, pensando si mi yo adolescente habría tenido esa fuerza desafiante en la mirada si una cámara hubiese estado allí para captarlo. ¿Cuántos años tendría esa chica?, ¿miraría a menudo la foto?, ¿qué pensaría cuando se viese ahí, expuesta a miradas ajenas?

Se acercó:

-No se vende -me comunicó con cierta ironía.

-Mejor, no creo que pudiese adquirirla, gracias por invitarme al chocolate -dije.

-No hay de qué… están casi todas vendidas.

-Parecen bonitas -dije sin mucha convicción, pues quería agradar, pero no podía darlo por hecho sin haber visto el resto.

-Son espectaculares -replicó y se rio.

-¿Quién es ella? -pregunté-. Es muy guapa.

-Mi hija, se parece a su madre -respondió con un tono neutro en su voz.

-¿Cuántos años tenía?

-Quince.

-¿Y ahora?

-Diecisiete -miré con cara de no entender mucho, la ropa que llevaba parecía pasada de moda e iba a preguntar algo cuando me informó:

-Murió hace seis años -murmuró con dolor.

-Lo siento mucho -contesté educadamente.

-No pasada nada, no lo sabias.

Un silencio profundo reinó por unos instantes.

-Cuando termines, estamos ahí, vente –me dijo, señalando a un grupo de gente con copas en la mano.

Eran una panda de artistas divertidos, entre graciosos y excéntricos. Apenas abrí la boca, pero cuando nos despedíamos me pidió el número de móvil. Se lo di y me fui fantaseando con que me llamaría para quedar, pero yo, le diría que no.

Unos días más tarde me invitó a desayunar. Acepté sin titubear ni un segundo.

El sábado, mientras aquel hombre se tomaba un café solo y yo un chocolate con churros me enteré de que su viaje de vida había sido inverso al mío. De ejecutivo a fotógrafo vagabundo. Yo nunca había estado en la indigencia, pero sí varios años intentando sobrevivir como pintora fracasada, hasta que mandé mi CV a un estudio de arquitectura donde el único requisito era tener un título universitario y ganas de trabajar. Pasé la entrevista, me formé, trabajé mucho y poco a poco consolidé mi puesto. Él, entre otras cosas, me contó que su hija se mató en un accidente de esquí, dos años después de que la foto fuese tomada.

-Tras la muerte de mi hija, mi vida se desmoronó, primero vino el divorcio; después abandoné mi trabajo en un banco internacional y me refugié en mi cámara y en la fotografía, la pasión de mi vida -concluyó.

Siguió hablando y me explicó que viajó y viajó con su máquina por todo el mundo y volvió a viajar buscando de nuevo esa mirada que captó en aquel atardecer en la playa de la Concha, cuando eran felices.

Nunca la encontró. Era, obviamente, irrepetible porque era algo más que una mirada, era un vínculo que fluía entre padre e hija, un momento familiar muy íntimo y especial en el que el padre capta toda la luz que desprende su pequeña. Pero captó muchas otras miradas, de hombres, mujeres y niños, de ojos marrones, negros o verdes, de jóvenes, no tan jóvenes, no tan viejos y de viejos, de gente feliz y no tan feliz, de gente cansada, triste, pero también de almas alegres, divertidas y disfrutonas. Los escenarios eran de lo más variado, mercadillos callejeros, montañas desconocidas para el común de los mortales, barrios modernos de capitales importantes, lugares icónicos para viajeros habituales, pero el mar detrás, como marco, como fondo de una vida nunca volvió a estar ahí.

Cada miraba transmitía algo diferente: alegría, esperanza, paz, resignación, ilusión… pero todas retaban al fotógrafo a que extrajese la esencia del retratado, esa gente se estaba desnudando para permitir al cámara hacer su trabajo y hacerlo bien; lo cierto es que, tras escucharlas atentamente durante un minuto, dos…, los que fueran necesarios, ninguna imagen te dejaba indiferente.

A mí aquel hombre tampoco me dejó indiferente, por eso, cuando en nuestra segunda cita me besó como hacía mucho que nadie me besaba decidí que nada me importaba y me quedaría junto a él mientras me lo permitiese. Así, poco a poco nuestras vidas se fueron fundiendo y nuestros cuerpos entendiendo.

Meses después, Sandra me envió un whatsapp con la foto de su hija:

Esta es la foto de la que te hablé. Hace un par de meses recibí la copia expuesta en la galería. Lloré desconsoladamente pero después una paz intensa me arropó y la herida, que tanto tiempo estuvo supurando, se cerró y la cicatriz apenas duele ya. Hemos colgado la foto en el salón, tienes que venir a verla.

Cuando recibí este mensaje, mis sospechas se convirtieron en certezas y entendí, por qué en el estudio de aquel hombre, que ahora visito a menudo, repleto de máquinas de fotos, reveladoras, ampliadoras, libros, fotos, negativos, papeles, etc. en el que, según él, reina un caos ordenado, hay un gran hueco vacío en la pared principal.

-Es el sitio de Sol -me aclaró.

No volví a preguntar, pero entonces comprendí por qué, a lo largo de los últimos meses, el carácter de aquel hombre, se había ido destensando, la actitud ante la vida se había relajado, como si se hubiese liberado de un pesado fardo, y aunque yo, ingenua, pensé que era debido a mi presencia en su vida, ahora sé que todo esto se inició en el momento en el que su mirada perdió parte de esa melancolía y empezó a parecerse a la de la adolescente de la foto más o menos cuando en el sitio de Sol apareció una tarjeta pegada que ponía: Gracias, S.

Y ahora, aquí estamos, en la terraza de Torres Blancas, con la luz de fondo de uno de esos atardeceres claros de Madrid. No sé cómo ha conseguido que entrásemos aquí. Su cámara enfoca, sonrío y siento que cerca de las nubes es un buen lugar para quedarse.

 

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