UNA NUEVA FRONTERA – Gema P. Bravo

Por Gema P. Bravo

Amanece en Gijón y la esperanza de un nuevo refugio a este otro lado del mundo comienza a difuminarse, ya no es una realidad.

Samira pinta en la acera, en la calle, en una servilleta, pinta los sueños que han quedado encerrados en circunstancias forzosas, pinta fronteras imaginarias en campamentos olvidados. Ahora se trata de disfrutar, de aprender a vivir, de saltar charcos. Sabe que el año que viene no podrá volver, se encontrará en el límite que agota la infancia con las implicaciones que conlleva. No podrá acogerla su familia asturiana por leyes ilógicas marcadas por un año de nacimiento que ni siquiera sabe a ciencia cierta si es el correcto. Esa mañana llegará pronto y tendrá que sobrevivir al temporal, remar los problemas y lograr salir adelante con la improvisación como bandera, como siempre ha hecho. Realmente cree que debe tener un par de años más de los que figura en su identificación, pero calla y no dice nada. Mientras, Samira conquista con la mirada limpia la ilusión del día a día.

Raissa se frota los ojos porque su mirada está cansada de arañar promesas incumplidas. No acierta a comprender que su vida la decidan otros ajenos a su historia, ni que su mundo se limite a una palabra, refugiados. Mira a su hija Samira desde su ventana al mundo, una videollamada, y suspira agradecida.

Adila aparta el pañuelo de su cara, se limpia la arena que lleva años acumulando entre los pliegues de origami de su rostro y recuerda el paisaje de sus antepasados. Es consciente que no le queda mucho tiempo, que morirá aquí y que su cuerpo descansará en tierra ajena. Su deseo se limita a los suyos, a que encuentren la oportunidad de salir de esta tierra de nadie, de retomar sus vidas, de lograr cambiar los atardeceres anaranjados.

Son tres generaciones de mujeres que nunca se rindieron y creyeron poder emprender el camino a casa cuando los marroquíes llegaron, pero su destino se firmó en despachos occidentales a kilómetros luz de sus fronteras.

Katy y Nacho observan a Samira y a sus hijos. Desde que la acogieron se han criado como hermanos durante seis veranos. Cada año se esfuerzan porque Samira aprenda a leer, escribir y hablar mejor castellano. Aquí la niña descubrió su pasión por pintar. Cuando llegó era como un cervatillo, salvaje y tímida, difícil de hacerle entender las normas de convivencia de nuestra sociedad. Le encantaba corretear descalza, comer con las manos y gritar. Con el tiempo se ha adaptado, aunque cada verano retornaba como un torrente de vitalidad. Necesitaba un par de semanas de periodo de adaptación a este mundo occidental, cada año partía de cero el contador de su memoria.

Cuando Samira aterrizó en España fue un momento mágico. Poco después la llevaron a ver el mar por primera vez. La observaron estremecerse ante su inmensidad. Sus ojos brillaban como luciérnagas alborozadas. Se bañó con cierto pudor despojándose de miedos como si no hubiese un mañana. Sintió el salitre impregnarse en su piel y una corriente fría rozando sus muslos. Ni se imaginaban la causa por la que se eternizaba a la hora del baño, porque tras estrujar la esponja lentamente por su cuerpo, recordaba aquel primer momento en el que se había sumergido en un horizonte interminable, húmedo y azul. Le encantaba volver a experimentar aquella sensación.

Hoy, ella y su familia asturiana, pasarán su última noche en una actividad de verano: las noches del Jardín Botánico. Se quedarán a dormir en tiendas dentro del bosque donde irán apareciendo personajes mitológicos asturianos que les explicarán la naturaleza y tendrán que realizar alguna prueba o reto. Para ella dormir en una jaima no es ninguna novedad, aunque para el resto de niños se trata de una experiencia mágica y para los más mayores otra forma de volver a la infancia.

—¿Y tú de dónde eres? —le pregunta el monitor del taller de verano.

Samila duda de su respuesta, ni siquiera sabe qué decir. El lugar que ocupa en el mundo lo limita el muro de la vergüenza que separó y dividió a miles de familias como la suya. Su abuela siempre decía que era un crimen contra la humanidad y que países como España lo permitían. Ella sólo estaba agradecida a un país al que le permitían regresar cada verano y a su nueva familia asturiana, que la había liberado de sus cuatro paredes abriendo su mente.

—De Tinduf, Argelia.

No va a explicarle que nació en zona fronteriza, una Wilaya, un campamento de refugiados saharauis, ni que a medida que su familia asturiana le enseña más sobre Historia, más investiga sobre la suya y más aprende que Marruecos ocupó su tierra explotando sus riquezas con la complicidad de Occidente. Gracias a sus estancias en España había comprendido por fin lo que significaban las historias de su madre cuando hablaba de la ocupación marroquí y del expolio de los recursos del Sáhara con la complicidad de otros países. Había descubierto que los cuentos de su abuela sobre su vida nómada en el desierto eran verdades. Contradictoriamente, lejos de su casa, en un mundo libre y distinto, había comprendido mucho más sobre el suyo.

Los niños comenzaron la ruta por el bosque.

—Tengo miedo, Saila. Se oyen muchos animales, dormirás conmigo, ¿verdad?

Alex, el pequeño de la familia, había querido quedarse a dormir, pero a medida
que oscurecía iba cambiando de opinión.

—Tranquilo, que aquí no te va a pasar nada, no hay animales salvajes como en
mi tierra.
—¿Qué animales?
—Pues el fénec, el zorro del desierto, el guepardo o el escorpión amarillo.
—¡Me quiero ir! —gimoteó Alex.
—Aquí solo hay grillos, búhos y pájaros Alex, estate tranquilo —respondió su
hermano Darío.

Empezaron la ruta por el bosque entre plátanos y camelias, avanzaron hasta un molino y un llagar donde les enseñaron cómo se transformaba la manzana en sidra. Al anochecer, provistos de linternas, se adentraron en un laberinto de tejos. De repente sintieron un rayo de luz fluorescente a sus costados, y al cobijo de los árboles apareció un personaje extraño, un duende con un gorro rojo. Cojeaba al andar y llevaba la mano izquierda agujereada.

—¡Hola! Soy el Trasgu. Estoy aquí porque me ha raptado el Cuélebre y estoy esperando la ayuda de otros seres mágicos del bosque para regresar a mi casa. Si los veis espero que les digáis dónde me encuentro.

Y en un instante, desapareció. Los niños se miraron unos a otros y el monitor les dijo:

—No creáis mucho al Trasgu. Es un ser mitológico muy travieso y glotón al que le gusta gastar bromas pesadas. A veces ayuda en las tareas del bosque, pero si se encuentra de mal humor rompe todo lo que encuentra y esconderá vuestras cosas. Le cuesta mucho abandonar el lugar donde está por lo que tenéis que mandarle hacer algo imposibles para que se canse y desaparezca, sino os molestará toda la noche. Si aparece en vuestra tienda mandarle recoger algo con su mano agujereada, así se marchará.

Los mayores sonrieron y el resto tomaron nota de ello. Continuaron caminando por el bosque entre el sonido de los grillos y las lechuzas hasta alcanzar la fuente y la laguna. Una preciosa Xana de largos cabellos rubios emergió de la nada peinándose junto al agua, iba vestida con una túnica blanca y cantaba una canción popular.

—¡Hola! Soy la Xana de este bosque. El Cuélebre me ha encantado y no podré regresar a mi casa si no me desencantáis. Para ello debo probar vuestro valor. ¿Sois valientes?
—Síííííííí —respondieron al unísono.
—Pues vuestro reto será arrancar el clavel que el Cuélebre tiene en sus fauces. Si lo conseguís podré irme, sino acabareis vuestros días conmigo.

De nuevo hubo sonrisas en muchos de los rostros presentes, aunque los más pequeños adoptaron un gesto preocupado.

—Tranquilo, Alex, aquí puede haber mucha magia pero nada malo te va a pasar
—comentó Saila.

La prueba no era más que una especie de Boca de la Veritá con cara de Cuélebre o serpiente gigante que mantenía en la boca el clavel. Ninguno se atrevía a introducir la mano por si se cerraba. Saila dio un paso al frente y extendió la mano. En un primer momento, la boca hizo el amago de cerrarse y reculó. Después regresó de nuevo arrancándole el clavel de las fauces. Lo había conseguido. Todos aplaudieron y alguno la abrazó, ella sonrió disfrutando de los achuchones de los más pequeños. Esto era mucho más fácil que luchar con su día a día, donde combatía a los parásitos y a las enfermedades sin apenas medicamentos; donde se tenía que arreglar sin electricidad y en ocasiones sin apenas alimentos. Eso sí eran retos nada divertidos.

Regresaron a la zona de acampada pues era la hora de sentarse alrededor de las tiendas a contar historias antes de irse a dormir. El monitor habló de los seres mitológicos que poblaban el bosque. Después tocaba el turno a todo aquel que quisiese hacerlo. A Samila le recordaba su mundo, antes de ir a dormir a sus antiguas jaimas los mayores siempre les contaban historias de los seres mitológicos que habitaban el desierto.

Ella comenzó a hablar:

—Existe un lugar en mi mundo donde los amaneceres rojizos se confunden con los atardeceres anaranjados, hace mucho calor y apenas hay agua. Es el desierto del Sáhara.

Todos abrieron los ojos como gacelas, expectantes a la narración.

—Allí habita el Yinn, un genio mitad hombre y mitad ángel. Aparece en la superficie desde un universo paralelo. Come estiércol, orina y huesos. Es increíblemente listo y se cuela en las jaimas en forma de serpiente. Puede asfixiarte, desorientarte y hacerte perder la memoria. Hechizan a niños y a adultos a través de las palabras, y les encanta volver locos a los poetas. Pueden morir a manos de los hombres y a veces tienen descendencia. ¿Quién sabe si yo soy hija de uno de ellos? —terminó diciendo entre risas, asombrando a los presentes.

Se sentía feliz. Todos la habían prestado atención y aplaudido su relato. Se echaron a dormir. Despertó con sentimientos encontrados, ilusionada por los sonidos del bosque y triste porque sabía que esta había sido su noche de despedida, la despedida de una familia que la había acogido en una casa que había sido su hogar durante muchos veranos. Desayunaron juntos frixuelos, un postre típico de esta zona que le encantaba y al que le habían encendido una vela.

—¡Pide un deseo! No lo digas o no se cumplirá.

Samila cerró los ojos y sopló con todas sus fuerzas por un deseo que prendía vida. Luego le regalaron pinturas para que pudiera pintar sus ilusiones. Pintar era una pasión que había descubierto en Gijón. Después se vistió y recogió su maleta consciente de lo que significaba ese día.

Katy se aproximó a decirle algo al oído. Ella sonrió. El año que viene irían a verla al campamento, volverían a estar juntos y les presentaría a su madre Raissa y a su abuela Adila, lo que uniría a sus dos familias.

Su sueño se había cumplido.

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