ANHELO – Mariona Canadell Camps

Por Mariona Canadell Camps

Mi único deseo al ver una estrella fugaz siempre fue la libertad, pero en medio de esta fría y negra noche, navegando entre un mar de dudas y de desconocidos, buscando esa chispa de esperanza, sólo deseo sobrevivir.
Me he pasado la vida trabajando y ayudando a mis padres a cuidar de mis her-manos y de la casa, viendo como el hambre y la miseria se apoderaba, cada vez más, de las calles de mi ciudad y de su gente. Escuchando como personas conocidas abandona-ban sus hogares para salvar a sus familias. Lo único que me permitía desconectar de esa dura realidad era ver a mi primo mayor, que iba y volvía de sus viajes al extranjero, re-gresando siempre con mil historias fantásticas que contar y con la maleta llena de aven-turas. Mi salvavidas. Continuamente fantaseaba con vivir lo mismo que él. De pequeña pasaba largas tardes con la cabeza en su regazo, pidiéndole que me contara una y otra vez, incansablemente, sus hazañas. Mis anécdotas preferidas eran las de España. Me contaba maravillas de la gente y de sus paisajes. Yo dejaba volar mi imaginación y él me prometía que algún día iríamos juntos a vivir una aventura. Aunque toda esa ilusión duró poco, pues en uno de esos viajes se enamoró y pronto sus idas y venidas se terminaron, enterrando mi única posibilidad de hacer realidad sus promesas.
Así que con mis veintitrés años recién cumplidos, decidí recuperar esa fantasía y llevarla a cabo en solitario. Cogí todos mis ahorros y compré un billete hacia España, el destino favorito de mi persona preferida, y el país protagonista de mis sueños. Mi idea inicial no era hacerlo clandestinamente, pero sabía que no podía cambiar la opinión de mis padres respecto a este tipo de viajes, así que decidí hacer lo que yo quería y demos-trarles que podía valerme por mí misma.
Agradecí las prisas con las que me cobraron el billete aquellos hombres en el puerto y, sobre todo, que no hicieran preguntas acerca de mi urgencia por viajar o el he-cho de ir apenas con lo puesto. Parecía que para ellos aquello era lo normal. De hecho, el resto de pasajeros con los que compartiría viaje tampoco aparentaban llevar equipaje. En mi opinión, el precio era un poco desproporcionado por un trayecto de sólo ida, pero no me podía fiar del criterio de una chica que nunca había salido de su barrio. No me quedó más remedio que pagar. De de todas maneras, no tenía pensado volver. Al menos a corto plazo.
Nos explicaron que este trayecto solo duraría un día; sin embargo, llevamos dos largos días y medio de navegación. Me lancé de cabeza con toda la adrenalina de hacer algo por mí misma, por primera vez en mi vida, y quizá fue un error. Nunca debería ha-ber puesto precio a mi libertad. A la hora de embarcar, me encontré en medio de una cola de unas cincuenta personas que iban sentándose una al lado de otra sin dejar ni un centímetro de espacio personal en lo que parecía una barca de pesca. No hace falta ser un experto en navegación para darse cuenta de que aquella embarcación quizá se quedaba un poco pequeña para tantas personas. Aun así, no iba a ser yo quién cuestionara la única oportunidad de conseguir mi objetivo. Mientras subíamos, oía a la gente hablar de la tierra prometida, de una nueva vida y de todo lo que nos esperaba al otro lado del hori-zonte. La emoción no paraba de aumentar. Dando vueltas en mi cabeza, como una esce-na en bucle, me imaginaba libre, viviendo en mi nuevo hogar, conociendo nuevos amigos y descubriendo mundo.
Al empezar el viaje, nos explicaron que debíamos ponernos en posición fetal para no desestabilizar la embarcación. Yo preferí interpretarlo como un símbolo de la nueva vida a la que me dirigía, como si volviera a nacer. Me fijé en que algunas personas lleva-ban chalecos salvavidas. Al momento los catalogué de catastrofistas. Dos días después lamento no haber tenido la perspicacia de llevar uno.
En estos momentos sólo puedo pensar en mi familia. La he roto. Me fui sin avi-sar, dejando una carta de despedida y prometiendo ponerme en contacto con ellos cuan-do llegara. Ahora sé que van a estar esperando una llamada que quizás nunca recibirán. Repasando cada momento desde mi decisión, me doy cuenta de lo ingenua que fui al subirme a esta lata de sardinas. Nunca debí abandonar a mi familia. Llevo tantas horas en la misma posición que mi cuerpo no recuerda cómo moverse, dado que apenas noto las piernas. Tengo la sensación de haberme encogido, como si a cada minuto que pasara mi cuerpo se volviese más pequeño. Tampoco recuerdo la última vez que comí. La mujer que tengo a mi derecha intenta calmar a su hija, que llora desconsoladamente desde hace horas, pues ella también tiene hambre. El cansancio y la incertidumbre se van apoderan-do de todos nuestros cuerpos a medida que pasan los segundos. El tiempo aquí abordo es tan relativo, que un minuto puede parecerte un día entero. Llevamos tanto navegando, que seguro que nos hemos perdido. Vuelve a caer la noche y el silencio y la inmensidad del océano se vuelven aterradores. Se puede respirar la desesperación. Y cuando pensaba que nada podía ir a peor, la nave empieza a sacudirse bruscamente entre las olas. Hemos entrado en una zona de fuertes corrientes y ahora el agua envuelve nuestros pies. Me abrazo con fuerza a mis piernas, las aprieto fuerte, como si fuera a desaparecer, y cierro los ojos intentando olvidar donde estoy. Sólo puedo oír a otros tripulantes, lamentarse y llorar. Los gritos se mezclan con el viento y las olas. Otra vez el agua. Ya me cubre hasta media pierna. Abro los ojos y veo a alguien caerse, perdiéndose en medio de la infinidad de nuestro gran enemigo. No debo moverme, podría desestabilizar la barca. Las fuertes olas se nos encaran, embistiendo cada vez con más fuerza las paredes de madera que nos transportan. Parecen tener vida propia. A quién se le ocurre cruzar el mar con una barqui-ta de pesca. Más gritos, menos tripulantes. La estabilidad de esta cajita de cerillas no depende de nuestra posición, me siento estúpida. La marea podría volcarnos en cualquier momento, enterrándonos en paradero desconocido. Rezo por mi vida. La veo pasar por delante de mí. Lo revivo todo, las tardes con mi primo, los abrazos de mi madre, incluso creo que puedo oír la voz grave de mi padre llamándome para comer. Sólo quiero llorar. Siento como voy perdiendo las fuerzas por el ayuno y entro en un estado de enajenación mental permanente. Cierro los ojos visualizando mi playa favorita, el olor a sal y el tacto de la arena caliente por el sol colándose entre los dedos de los pies. El recuerdo de mi madre se proyecta en mi mente como una película.
—Ayla significa roble. Te llamas así porque debes ser fuerte y más valiente que todos nosotros.
Las lágrimas deslizándose por mis mejillas me devuelven a la realidad. Tengo que sobrevivir, se lo debo a ella. A todos. Pero no hay escapatoria. No puedo más. Cada vez somos menos personas aquí arriba. Creo que incluso he visto gente saltando por voluntad propia, como si hubieran aceptado que su destino es quedarse aquí y alimentar al gigan-te. Ahora veo a mi primo, acaba de llegar de uno de sus viajes y me cuenta con todos los detalles su aventura por España y sus ciudades, y yo le observo con envidia, deseando ser como él. Miro a mi derecha, un escalofrío me recorre la columna. Hay un vacío en el lugar de aquella madre que llevaba a la hija en brazos. La oscuridad no me permite dis-tinguir dónde acaba el cielo y empieza el mar. Todo es negro. Las corrientes cada vez son más fuertes, es como si hubiéramos interrumpido el descanso impenetrable del mar y ahora se alimentara de nosotros, vengándose. Pienso en la gran cantidad de almas que se habrá cobrado este monstruo negro disfrazado de mantel azul. Me invade un sentimiento de rabia y desconsuelo. Algo me golpea y cuando me doy cuenta, nada me sostiene. Estoy helada. El agua me quema. Intento luchar para salir a la superficie, pero mis brazos no responden. Busco algo a lo que agarrarme, pero todo parece haber desaparecido. No veo a mis compañeros. No veo la barca. No puedo luchar más. Estoy agotada. Me engu-lle el silencio de la noche. En medio del pánico nace un destello de luz que ilumina este desierto de agua. Parece una estrella. Un deseo. Poco a poco, el frío desaparece y empie-zo a distinguir las luces de una ciudad a lo lejos. Tierra. España. El ruido del mar y las voces de mis compañeros se desvanecen. Una sensación de tranquilidad invade mi cuer-po, ya no siento el dolor ni el frío. Lo que tanto anhelaba, por fin, delante de mí. Cierro los ojos y me dejo llevar, flotando con los brazos abiertos.
Finalmente soy libre.

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