ECLIPSE DE MAR – Lucas Ricardo Migone

Por Lucas Ricardo Migone

“¡Mierda, carajo, no puede ser!” Estas palabras no dejaban de dar vuelta por mi cabeza mientras corría a toda velocidad bajando la calle Florida en dirección a la estación central de Retiro. Mis pasos eran cada vez más largos, el viento golpeaba mi rostro cada vez con más fuerza. Corría, corría y corría.
A duras penas llegaba a ver la mirada de la gente, de algunos transeúntes y otros trabajadores que se encontraban por la zona del microcentro porteño y nada tenían que ver con mi corrida.
Pero no podía parar.
El estómago me daba vueltas, como un nudo que se va enredando cada vez más. Mi corazón latía ya a un ritmo que no se podría medir.
Miedo, vacío, angustia, sensaciones… muchas, todas, demasiadas.
De un simple salto intenté cruzar la calle Corrientes, que es una avenida, por cierto, sin siquiera percatarme que aún corrían coches por sus cinco carriles.
Una frenada. Un salto. Un grito. Bocinas y cláxones sonaban por todos lados. Puteadas.
-¡Pelotudo! -gritó uno por algún sitio
-¡La concha de tu hermana, pedazo de forro! -gritaban de otro lado.
Yo, por mi lado solo salté, frené, corrí, aceleré y seguí. Seguí sin un destino fijo. No sabía a dónde iba. Solo de dónde venía y que debía, quería, necesitaba, seguir corriendo y desaparecer.

Más gritos, puteadas y frenadas, que nunca llegué a escuchar. De pronto, la terminal de trenes. Escuché un silbido muy fuerte. “¿De dónde viene eso?” Me detuve un momento. Otra vez, el mismo pitido, pero esta vez más fuerte y prolongado. “Andén uno. Está por salir un tren.”
Comencé a correr, otra vez, en esa dirección. La gente era un estorbo, con lo que me fue imposible mantener una línea recta. Me acercaba a la línea de molinetes que delimitaban la zona de andenes. No tenía tarjeta ni pasaje. Tampoco intenciones de comprar uno. “¡No hay tiempo!” Debía saltar o deslizarme. No había otra escapatoria. Diez metros. “¡Vamos!” Cinco metros. “¿Qué hago?” Dos metros. Último paso y… “¡Dios mío! …”

Ese último salto me dejó casi sin aliento. Con lo último de mis fuerzas, alcancé la última puerta del tren, y todo se volvió negro.

Abrí mis ojos y el mundo giraba. Todo negro nuevamente. Luz, una vez más abrí mis ojos.
Mis sentidos aún servían. Pude darme cuenta de que estaba sentado. Segunda fila, asiento verde del lado de la ventanilla. La gente me miraba. Mi americana estaba totalmente desgarrada del hombro derecho. Sucia. Traspirada hasta no absorber más una sola gota de sudor. ¿Mi corbata? Vaya uno a saber dónde habría quedado.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No sabía si llorar o reír. Toda la situación me superaba.
Lo único que se me ocurrió en ese momento fue palpar mis bolsillos. Derecha, pantalón: dinero suelto. Izquierda, pantalón: vacío. Una pequeña arritmia me provocó un suspiro extraño y un vacío recorrió mi pecho por un instante. Seguí palpando bolsillos. Americana, interno izquierdo: mi iPhone. “¡Ufffff!” El vacío de mi pecho se llenó un poco. Americana, interno derecho: mi porta documentos y tarjetas. Bien, hasta el momento estaba todo. Americana, externo derecho: las llaves de casa.
Todo en su sitio. Además de a mi pareja, mi trabajo y mi orgullo, no había perdido nada más aquel día.

Al mirar por la ventanilla, me di cuenta de que el tren se acercaba a la estación Del Río. Sin pensarlo demasiado, me levanté de mi asiento, seguido por todas las miradas habidas y por haber, y me acerqué a la puerta. El tren se detuvo. Con gran semblante, como si no hubiese sucedido nada, me abroché el segundo botón de lo que habría sido mi americana. Bien erguido y a paso firme, descendí del tren tan pronto se abrieron las puertas. Tuve que detenerme un momento para comprobar realmente dónde estaba.
Hacia el norte, solo diez cuadras me separaban de la costa. Hacia el sur, unos siete minutos, a paso firme, de mis modestos dos ambientes en planta baja con patio.
Intenté ser razonable y volver a mi usual y característico pensamiento lógico y empírico, pero una briza con olor a mar y a incertidumbre me distrajo de mis pensamientos y sin pensarlo más, dejé el poniente a mi izquierda y comencé a caminar.

-Dime al menos, que has anotado la matrícula.
La voz de Alberto era muy peculiar y difícil de confundir.
– ¿De qué diablos me hablas? -dije sin pensar. Respuesta automática que sale simplemente así.
-Del camión que te ha atropellado -dijo Alberto soltando una gran carcajada -. Es que estás hecho una mierda.
El viejo Alberto no paraba de reírse, cosa y gracia que me contagió más que rápidamente. Ambos rompimos en una batahola de risas. El nudo que sostenía mi estómago se había soltado, y en su lugar sentía un cosquilleo que no quería ceder.
Pasaron largos segundos hasta poder retomar un ritmo normal y sincronizado de respiración.
El viejo se acercó a mí, extendió sus brazos, y me abrazó como mi padre jamás lo había hecho mientras vivía.

-No sé qué ha pasado, y la verdad es que tampoco me incumbe. Pasado está y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo. Recuerda siempre, querido Alex, que un fruto verde siempre puede crecer y madurar, en cambio uno maduro, solo le queda pudrirse.

-Ay, mi querido Alberto. Tú siempre con estas metáforas y filosofías orientales. Pero hoy no estoy de humor -le dije con mi mirada perdida en el horizonte-. No ha sido para nada un buen día.

Sin perder su sonrisa, aquel viejo lobo de mar me tomó de un brazo y juntos caminamos hacia la escollera. Al llegar al primer peine de amarras se detuvo exactamente allí, donde su viejo barco, un Plenamar 42 de nombre Kaiken, se encontraba amarrado.

-Vamos -me dijo sin titubear-, quítate esos zapatos de banquero engreído que llevas puestos y sube abordo.
-Ex, banquero engreído -agregué en voz baja mientras desataba los cordones de mi calzado de cuero de carpincho.

No tardamos mucho en soltar amarras, salir del puerto e izar vela mayor y un genoa dos a proa, ya que el viento estaba más que prestado para aquella salida.

Una vez listas la maniobras y trimadas las velas, se podía sentir la agilidad y suavidad del Kaiken acariciando las olas. Alberto soltó la rueda del timón de la embarcación y se sentó cómodamente a barlovento mirando hacia la proa. A buen entendedor pocas palabras, por lo que me puse al mando del timón y como era de esperar, me salió automáticamente la pregunta. – ¿Qué rumbo capitán?

-Dime tú, cabeza de termo -dijo Alberto; así me llamaba cada vez que de mí salía alguna frase estúpida-. ¿Para qué navegamos? ¿Para ir a alguna parte? ¿O por el simple hecho de navegar?

-Por el simple hecho de navegar, capitán -respondí casi de inmediato.

El viejo capitán estiró su brazo derecho hacia la proa, levantó su mirada, y luego de señalar al frente, sin decir una sola palabra se volvió a acomodar en su sitio y dejó volar su cabellera blanca al viento y al ritmo de las olas.
¿Que cuál era el rumbo? Simple, para donde el viento nos quiera llevar. Hacia allí, y más allá.

Un par de horas habían pasado cuando el sol comenzó a descender por la popa del barco. Seguíamos con rumbo este-noreste y el simple sonido del viento y murmullo de las olas se había tornado casi hipnotizante. Ni una palabra en las últimas horas. No sabía cuál era la idea, pero mis recuerdos de aquella mañana trágica se estaban borrando. El color de agua ya comenzaba a cambiar. No solamente por el atardecer, lo cual era inevitable, sino porque el agua del Río de la Plata ya se comenzaba a mezclar con el agua salada del Atlántico Sur. Las olas se hacían cada vez más largas y regulares, mientras que el olor a sal bañaba la cubierta con cada ola.
Un sabor a libertad inundaba mi alma, en un inconmensurable, que uno querría que el tiempo se detuviera para siempre en esa foto. Sin pasado, sin futuro, sin expectativas, sin temores. Solo un presente.
La noche nos invadió con un lujoso manto de brillos y figuras que nos indicaban que seguíamos a buen rumbo. El viento constante del Norte nos traía un aire cálido desde el ecuador.

– ¿Tienes hambre? -dijo Alberto.
-La verdad es que si -respondí sin miramientos-. ¿Tenemos algo a bordo para picar?

El capitán siempre contaba con buenas reservas de comida. Nada fresco, a no ser que alguien se haga a la pesca de la cena, pero algo sabroso y aún en fecha de ser ingerido, siempre había.

-Vale. Conecta de una vez ese piloto automático y suelta el timón, así podremos tener una cena un poco más cómoda -dijo Alberto saliendo al cockpit con una bandeja en la mano.
Queso gruyer, queso brie, longaniza, fuet, rodajas de pan y un poco de paté llenaban ese azafate de madera enchapada. Claro está, que una buena botella de Malbec y dos copas no podían faltar.

Al ver aquella tentación, mis pupilas no dejaban de dilatarse hasta borrar por completo el color azul del iris de mis ojos. Más que rápido, conecté el bendito piloto automático y me senté a sotavento, de frente al viejo.
Alberto colocó las copas dentro de unas cavidades que tenía aquella mesa, para que no resbalaran o volcaran debido a los movimientos del velero, y sirvió unos dos dedos de vino tinto en cada una de ellas.

– ¡Salud! -dijo levantando su copa- Por la magia del presente y la buena compañía.
– ¡Salud! -respondí levantando la copa y con mi mirada fija en sus ojos.
-De vez en cuando -comenzó a decir-, la vida nos juega pasadas que no llegamos a comprender. Nos deja perplejos, intentando buscar un “por qué” a lo que sucede, y no vemos que las cosas simplemente suceden y está en nosotros la etiqueta o el significado que le damos. No sé ni me interesa que cosa te haya sucedido esta mañana, pero lo que haya sido, te ha traído hacia mí y aquí estamos. Son las diez de la noche, saliendo ya casi a mar abierto en mi amado Kaiken y disfrutando de unas estrellas que hacía tiempo no veía en tal cantidad en el firmamento.

Cada una de sus palabras se hacían profundas en mí. Daban un nuevo sentido a mis pensamientos. Ya casi que ni recordaba, el haber encontrado, aquella mañana, a mi prometida, y compañera de trabajo, besando a uno de los directivos del banco en la sala de archivos.
Solo al intentar recordarlo, se me tensaba la mandíbula. Pero a los pocos segundos, no pude evitar sonreír y bajar la mirada hacia mi mano derecha.

– ¿Pero, qué diablos te ha pasado en esa mano? -me preguntó Alberto.
-Creo que me ha quedado la marca de la quijada del Dr. Rosenthal.

El viejo rompió en una carcajada que casi no tuvo fin. Pensé que quedaría ahí, tieso, sin poder respirar. Reía y reía sin cesar. Una risa tan contagiosa que no pude evitar sonrojarme y comenzar a reír yo también. Ya parecía una competencia de risas a ver quién aguantaba más, pero lo cierto es que no podíamos parar. La imagen en mi mente, de la cara de Mariana y del doctorcito al ver que los había pillado… Sus caras, al reaccionar yo cerrando mi puño.
No podía creer lo que había hecho. Pobre hombre. Deberá comer papilla por mucho tiempo.

Comimos y bebimos aquella noche, como si nos fuera la vida en ello, hasta que el cansancio nos venció y nos quedamos dormidos. Por turnos, eso sí. El primero, lo hicimos las estrellas y yo.

Pocas horas transcurrieron y el sonido de una driza golpeando el mástil nos despertó. La noche había ganado y mi cansancio también.
El viento estaba calmo y a duras penas se sentía un suave vaivén del barco.
La escena era surreal. El mar, un espejo. El sol se asomaba ya por la proa y su propio reflejo, en la quietud del agua, lo asemejaba a una bola inmensa de fuego rojizo. Por el oeste, la luna se reflejaba de la misma manera haciendo que casi no se pudiera distinguir la línea del horizonte. El cielo y el mar se fundían en un mismo lienzo eterno.

-¡Un eclipse de mar! -suspiró Alberto en voz alta- He soñado toda mi vida con este momento.- acabó diciendo con una pequeña lágrima recorriendo su mejilla derecha.

Sus fuerzas flaquearon un poco. Lentamente se sentó, y con párpados bien levantados, sus pupilas se dilataron mientras aquel escenario mágico de la naturaleza se llevó sus pensamientos por un buen rato.

-¿Alguna vez te conté la historia de cómo llegó mi familia a América? -preguntó Alberto al cabo de un rato.

-No -respondí-, solo me has contado la historia de tu abuelo italiano.

-Pues entonces, filemos escotas, vira el baro hasta poner rumbo 270º y relaja, que te contaré una historia.

La mañana se fue y la tarde casi que también. El Kaiken bailaba con gran destreza sobre un mar tranquilo y un viento del través que desde el Norte nos llevaba nuevamente al puerto.

El viejo Alberto se había emocionado, y la vehemencia con que contaba cada detalle de su historia, hacían que el mar nos presentara una marea cada vez más tranquila. Hasta cuatro delfines se acercaron y durante un par de horas, también compartieron las historias del capitán. Hasta risas viniendo del agua se sentían, con ese olor a pureza y libertad.

Reímos, cantamos, lloramos y seguimos navegando juntos.

Ya se podía ver a lo lejos la escollera y recalada del puerto. Un sentimiento extraño recorría mi cuerpo y Alberto lo notó.

-Así es la vida mi querido Alex, nada dura para siempre. Para que una nueva aventura comience, debe acabar la anterior. Por eso es muy importante…

-Si, si… Disfrutarla mientras dure -dije acabando su frase.

A penas pisamos tierra, amarramos bien el barco y un grupo de viejos marineros de agua dulce se acercaron a nosotros. Al parecer, eran todos amigos de Alberto.
Uno de ellos me cogió del hombro y mirándome fijo me dijo:

-No le creas nada a este viejo. Cuenta solo patrañas.

-Mentiras o verdades… -dije mientras mis ojos miraban hacia el muelle y veían al viejo bajar del Kaiken- a quién le importa. Lo único que vale es lo que aprendemos de ellas.

Alberto se sonrió y asintió con su cabeza. Nuestras miradas se cruzaron y sin decir palabra alguna, ambos nos dimos la vuelta, él hacia el norte, yo hacia el sur y comenzamos a caminar, cual hombres del lejano oeste en pleno duelo.

“Es increíble, como los hechos nos llevan siempre, a estar en el momento justo en el lugar indicado” pensé.

Era hora de volver a casa y comenzar una nueva vida.

FIN

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