FALSA REALIDAD – Fuensanta Jiménez Betoret

Por Fuensanta Jiménez Betoret

La realidad a veces supera la ficción. Algunos detalles revelan la esencia del ser humano. Parece un día más pero cada escenario es diferente. Es una mañana ajetreada en el hospital. Reviso la agenda de tratamientos ambulatorios, mientras observo la tranquilidad de la calle a través de la ventana. Me apasiona mi trabajo. Cada paciente me adentra en un mundo nuevo, queriendo desvelar sus misterios, los que me permiten buscar la manera de ayudarles a salvarse de sí mismos.

La secretaria me avisa de que acaba de llegar un paciente. Es su primera consulta conmigo. Le invito a tomar asiento. Observo que no para de moverse en la silla. Pregunto qué le ocurre. Dice que le recuerdo a alguien que ha marcado su vida; saca una foto de su madre cuando era joven. La deja en el escritorio y, sin más, comenta que le preocupa perder el trabajo y que la relación con su familia se vuelva inmanejable. Piensa que acudiendo a terapia su mujer se tranquilizará, aunque no cree en los psicólogos. Menciona que en los últimos meses no puede dormir porque le perturban sueños recurrentes, tan vívidos, que duda de si son reales o no, lo que lo tiene confundido.

Comienza a relatar la relación con su esposa, con sus hijas, el trabajo del que tuvo que pedir la baja a su vuelta de América. Las voces de su jefa retumbando en su cabeza: “Belice no es tan bonito como parece”, no le dejaron disfrutar tan idílica estancia. Si no fuera por ella, volvería a su puesto. La jefa solo vivía para trabajar y pretendía que todos siguieran sus pasos. En ese momento, me mira fija y profundamente, como si estuviera reparando en su jefa. El azul de sus ojos, bellos y seductores, se tornaron distantes y ausentes. Un súbito escalofrío erizó mi piel. Después, mirando hacia la ventana, dice que, agobiado por la tensión, lo trasladaron al barrio del Cabañal. Un día, en una reyerta entre clanes, alguien le destrozó el coche para protegerse de los ataques. Lo encontró perforado por las balas de un tiroteo entre “Los Vargas” y “Los Pelayo”. Ya me lo dijo Luis, cabizbajo, al principio de la visita “A los hombres buenos les pasa todo lo malo”.

Al regresar a casa en busca de paz, sus hijas aguardan impacientes para menoscabar la poca autoridad que aún le queda, una nueva batalla que lidiar. Son tantos los derechos que reclaman que pedirles que hagan sus tareas parece una utopía. Su hija menor le insiste, exigente, regresar más tarde de una fiesta sabiendo que se preocupará mucho. Por su postura rígida, ligeramente encorvada hacia delante y desviando la mirada, sospecho que Luis finge. Discuten acaloradamente hasta que, sin saber cómo, su hija está fuera de casa yendo a encontrarse con sus amigos. La hija, una vez más, logra lo que quiere sin importarle más que su deseo. ¿En qué momento me equivoqué?, se pregunta. La esposa le reprocha no encauzar a la hija. Él no encuentra más alternativa que callarse para evitar enfadarse, ocultando su ira. Quisiera decirle que también es su responsabilidad, pero no lo hace para no estallar. Luis considera que, con su musculoso cuerpo, tras años de entrenamiento, podría hacerle mucho daño si se descontrola.

En su interior, siente que si no ordena la vida de su familia la abandona a su suerte. Quiere evitarlo sin comprender que, de algún modo, avasalla a quien intenta ayudar. La confusión es inevitable y la irritabilidad está a flor de piel. La hija mayor no grita ni protesta. Se niega pasivamente a los requerimientos del padre y hace, silenciosamente, lo que le apetece. Él no sabe qué piensa su hija, ni mucho menos lo que siente. Se cuestiona cómo es que ella le ha perdido la confianza. Luis parece una persona frustrada que no sabe qué hacer con sus impulsos cuándo no puede controlar la vida de todos.

Tras un silencio, resopla hondo y, con voz neutra, me dice que desconoce cómo fallecieron sus padres, se enteró tres años después por un hermano suyo. El muy desvergonzado, después de tanto tiempo, necesitaba un documento por porfías de herencia. Se mostraba frío y distante, como si quisiera hablar sólo de eso. Fue su último encuentro, desde ese momento no quiso saber nada más de él, el dolor le afligía y su hermano lo hacía menos soportable. Me llama la atención un tic, su parpadeo se acelera cuando menciona al hermano, como si quisiera soslayarlo.

Volvieron recuerdos del pasado, enterrados bajo llave. Durante años ocultó la vergüenza que aquello le producía. Una madre de las de antes, muy creyente, obstinada, con ideas firmes, rayanas con la rigidez. Su padre, un buen hombre enamorado, la seguía a todas partes con tal de no separarse de ella. El hermano, callado y calculador, se amoldaba a lo que su madre decidía.

En cierto momento, recordó cuando su madre comenzó a participar en una secta. La había invitado un profeta después del culto en la capilla. Charlaron en un banco tranquila y pausadamente. Pensó que encontraría un propósito de vida, ya que estaba desorientada. Ella asentía a la voz apenas susurrada del maestro. Parecía estar de acuerdo en lo que le proponía. Su vida comenzó a girar en torno del líder y de las actividades de la secta.

Sin saber cómo, cuando la ciudadanía se percató, ya estaban integrados en la sociedad e influían en mucha gente. Se reunían en un viejo y enorme caserón de ladrillos rojos reformado, que pertenecía a una antigua fábrica abandonada, junto a una carretera de la Huerta valenciana.

La secta estaba protegida por empresas que la apadrinaban, esperando rentabilizar sus negocios, debido a su gran cantidad de seguidores. El culto estaba integrado por personas que participaban de la comunidad, en todos sus ámbitos, sin que se permitiera cuestionarlos ni mencionar su pertenencia al movimiento. Algunos de ellos, los acólitos, eran los futuros dirigentes del grupo. Se dedicaban a fortalecer su cohesión interna en torno al líder. Aprendían de él tanto la ideología como los procedimientos para mantener el movimiento y acrecentar su influencia social, política y económica.

Fue una infancia llena de contradicciones, sus amigos iban al cine, pero él no podía compartir ciertas actividades. La semana dependía de la organización de los cultos. Con frecuencia, el líder elevaba su voz para afirmar o resaltar algo. Cada vez estaba más incómodo con aquella algarabía frenética de la gente que concurría.

Una mañana, durante un exorcismo de un niño de su misma edad, vio cómo se desangraba cuando el profeta, intentando realizar cortes para que el demonio abandonara el cuerpo, deslizó el cuchillo sobre su cuello rasgando la yugular. Al instante, la sangre comenzó a fluir con fuerza. Intentaron detenerla sin éxito. Al ver que no se recuperaba, hicieron salir a los adeptos para esconder el cadáver.

Luis palideció, el terror se apodero de él, y quedó inmóvil. Resquebrajándose por dentro, no pudo hacer nada. Impasible, fue partícipe de escenas inimaginables en la mente de un niño. Se fue endureciendo su corazón.

Todo era extraño. Sintió una vorágine que alienaba su mente. Le parecía no ser él mismo. Si Luis tuvo alguna oportunidad de recuperar sus sentimientos, la perdió cuando su madre insistió, una y otra vez, en que acontecimientos como los que había vivido eran necesarios para fortalecer su alma ante la maldad del mundo.

Cuando cumplió quince años decidió retomar su vida alejado de su familia. Ello implicó enemistarse con su madre, ya que primero se negó a participar de las misas y, más tarde, del resto. La confusión y desazón de esa época eran abrumadoras. Intentó resolverlas aturdiéndose con una vida disipada, marcada por las fiestas y el desorden. Pero el desconsuelo era cada vez más penetrante, comprendió que ese camino lo destruiría.

No quiso ser una víctima más. Así, desarrolló una vida académica y profesional exitosa, restándole importancia a las emociones y sentimientos que lo apabullaban. Por ese entonces, conoció a Elisa. Sus mejillas sonrosadas, la tez tenue y los cabellos dorados contrastaban con su firmeza. Era una mujer difícil de convencer. Rara vez discutían, pero cuando lo hacían solía salirse con la suya. La dejaba ganar cuando percibía la misma rigidez de su madre. Esas noches despertaban lo mejor de sí acallando diferencias. Era una especie de ritual, ella lo esperaba porque sabía que esa noche se sometería a su voluntad. Él permitía que ella ganara por el día a cambio de que después le compensara. Así es como esas noches ella lo satisfacía como más le gustaba a Luis, sumisa y cumpliendo sus órdenes.

En uno de esos juegos con su mujer, Luis, tenía un recuerdo que lo abrumaba, no sabía si era real o lo había soñado. Una noche en el amplio caserón mientras jugaba entrando y saliendo de las habitaciones, en una de ellas escuchó ruidos. Encontró entreabierta una puerta que daba a una habitación contigua. Observó con dificultad hasta que reconoció a sus padres que estaban intimando. Se sorprendió al ver al líder emergiendo de las sombras. Se dirigió hacia su madre, apartó al padre y la sometió impetuosamente por detrás hasta desfallecer, mientras ella gemía extasiada por el dolor y la excitación. Luego, el profeta ofreció a su madre a los acólitos quienes, con su poder y dinero, compraban sus favores sexuales. La madre sabía que su iniciación había escalado un nivel esencial para obtener el beneplácito del líder.

Luis asqueado por la dantesca escena, no daba crédito a lo que veía. Percibió su excitación. No comprendía por qué continuaba mirando, hasta que se dio cuenta de que tuvo una erección y eyaculó. Tuvo náuseas y repulsión al ver a su madre siendo sometida. A punto de desmayarse, salió corriendo mientras lloraba. En un arranque súbito de ira, advirtió que, detrás del altar, había una cuna donde dormía plácidamente el hijo menor del líder, de sólo seis meses. Recordó que, en pocos minutos, como en otras ocasiones, se haría el sacrificio y comida ritual del corderito para expiar los pecados y renovar las almas con carne pura. Tocan a la puerta. Es la secretaria, me avisa de que un paciente con depresión e ideación suicida tiene una crisis y solicita adelantar la cita. A Luis le cuesta recordar el hilo de lo que decía. Le menciono la cuna y, súbitamente retoma adonde lo había dejado.

El deseo de venganza se apoderó de él. Se acercó veloz, lo tomó del cuello y lo asfixió tapándole la nariz y la boca con la almohada. Cuando el bebé dejó de retorcerse y luchar, lo metió en uno de los sacos, justo antes de empezar la ceremonia. Durante el rito, convencidos de que era un corderito, los participantes lo hirieron de muerte a cuchillazos.

Luego, llevó el bebé hasta la cocina donde lo entregó al cocinero, diciéndole que el líder lo enviaba como parte del menú. Acto seguido, el niño fue despedazado y colocado en las ollas para el estofado de esa noche. Un rato después, ante la búsqueda desesperada del bebé y la mirada desafiante y burlona de Luis, el cocinero, temiendo por su vida, supo que debía callar.

Asombrada por el relato de Luis, no sé si lo que cuenta del rito es un delirio o no. Percibo que algo sucede porque, al volver a mencionar que sus padres habían fallecido, su labio superior dibuja una sutil mueca hacia la izquierda. Parece un fugaz destello de satisfacción que atraviesa su rostro. La sesión termina y quedamos para la semana siguiente.

El sábado, leo en el periódico que la exjefa de Luis ha fallecido en un extraño accidente. Su coche se había incendiado al caer por un barranco sin causa aparente. Recordé aquel rostro, aquella mueca, a quienes ya no son parte de la vida de Luis. Acongojada, una lágrima rodó por mi mejilla.

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Jesús

    Me he quedado enganchado , va a tener segunda parte?

  2. Carmen

    Relató corto, simplemente fascinante. Me mantuvo en vilo de principio a fin. ¡Bravo! Te deja con ganas de más…

  3. Carla

    Te engancha el relato desde el principio, es ligero, describe perfectamente la situación sin necesidad de describir demasiado detalles que lo hagan difícil de digerir
    Tiene buen ritmo, dan ganas de que siga el relato quiero saber que pasaaaa😊

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