CONFESIONES – Mª del Mar Quintana Hortigüela
Por Mªdel Mar Quintana Hortiguüela
Siempre fui de mucha misa, de tanta que incluso ahora que había decidido no salir de casa para no dar explicaciones la veía los domingos en la televisión. Ahora en el hospital la echaba de menos. Un día recibí la visita de un cura, tan necesario en estos momentos. A veces una piensa que quizás ya no regrese a casa. Tendré que hacer balance para asegurarme de que en el nuevo viaje que emprenderé lo haré en paz. Fui una mujer testaruda que sólo veía la paja en ojo ajeno y además disfrutaba comentándolo con cualquiera, si podía ser con todo el mundo, mucho mejor. Nunca hubiera pensado que esos días compartidos con Paquita en el hospital me harían descubrir lo equivocada que había estado siempre en el planteamiento de mi vida y el poco tiempo del que disponía para solucionarlo.
Paquita fue mi tercera compañera en una semana. La primera, Bella, murió de vieja con noventa y ocho años, salió de la residencia muy débil y ya no regresó. La segunda, Carmen, sólo estuvo dos días, los suficientes para darme cuenta de que ser madre no significaba lo mismo para todas las mujeres. Y Paquita, a la que sin duda Dios puso en mi camino a pesar de que ella sólo visitara la iglesia en ocasiones especiales.
Paquita era una mujer sencilla, muy guapa, pero sin darse importancia. Por la noche cuando ya las luces del hospital se apagaban y sólo se oían los pasos lejanos de las enfermeras por los pasillos, nos contábamos nuestra vida. Teníamos la misma edad, pero nuestro enfoque había sido muy diferente. Ella era viuda desde hacía diez años, añoraba a su esposo al que nunca había dejado solo. Siempre juntos a todos lados disfrutando de esa gran familia que habían formado y de la que se sentía tan orgullosa. Tuvo seis hijos, pero el tercero se murió con dos años. Fue una etapa muy dura, me contó con la voz entrecortada por la emoción y lágrimas en los ojos. La vida sigue y hay que ser fuerte por los que tenemos alrededor, ellos no tienen la culpa y hemos de ayudarles a superarlo. Los padres tenemos que ser un apoyo y no un lastre, un ejemplo de superación, me dijo con rotundo convencimiento.
Durante la primera semana fui conociendo a su extensa familia. Nunca pensé que se pudieran recibir tantas visitas diferentes. Por allí pasaron hermanas, cuñados, todos los hijos con sus respectivas parejas, nietos, vecinos … además de algún amigo. Incluso una antigua nuera que trabaja en el hospital en otra planta y cuando se enteró se acercó a interesarse por ella.
Me sorprendió Ana, su hija mayor, una mujer dulce a la que todos dejaban organizar por ser la primogénita supongo. En apenas media hora después de la visita del cirujano, en la que se les informó de que se preveía una larga estancia para su recuperación en el hospital, pintó una telaraña de rayas con nombres sobre una servilleta, tan larga que tuvo que darle la vuelta al papel. Como si fuera la secretaria del presidente del gobierno fue atendiendo a todos los familiares que la llamarón para saber el resultado de la operación. Y a todos sin excepción les asignó día y horario de visita con el objetivo de no dejar sola a su madre en ningún momento.
Desde mi rincón de la habitación ahora más pequeño, siempre acompañada de mi hijo Pablo, pues Marta, mi nuera, estaba fuera de la ciudad por trabajo, fui testigo de la suerte de aquella mujer. Estaba rodeada de cariño todo el tiempo. No importaba quién la visitara, todos la querían de verdad, aunque sus nietas eran las más empalagosas. Hubo días incluso que las enfermeras entraban a poner orden porque venían demasiado ajetreo de gente ya que algunas de las visitas venían con frecuencia de lo que las tocaba.
Algo empezó a molestarme. Siempre fui muy simpática fuera de casa y dentro de ella muy selectiva. Ello a pesar de que siempre eché en cara a mi madre que habiendo tenido doce hijos me hizo sentir olvidada ya que ella sólo tuvo ojos para dos. Supongo que ver la diferencia ente Paquita y yo empezaba a encogerme el estómago en presagio de que los remordimientos empezarían a sobrevolar mis pensamientos en breve.
Una noche ya en nuestro rato de confesiones, pues durante el día apenas teníamos tiempo de hablar con tanta visita, Paquita, con toda la prudencia del mundo me dijo.
_Tengo una curiosidad. Porque sólo viene a verte todos los días Pablo. Tu hijo Pedro ¿vive muy lejos?
_ No. No, mi niño vive en el mismo pueblo que yo. Le contesté. Y ahí empezó mi batería de excusas, cada cual más absurda: que tenía que trabajar, que tenía que ver a sus hijos cuando llegará por la tarde, etc… Y yo sola sin que nadie me preguntara le conté que mi nuera tenía que hacerse cargo de la casa y cuidar de mis nietos que ya estaban en esa edad en la que cada vez quieren estar más con sus amigos y pisan la casa lo justo.
Paquita asintió con la cabeza y ya no hizo más preguntas hasta la noche anterior al día en que saldría del hospital.
–Angustias, ¿puedo hacerte una pregunta?
–Sí, claro.
–Corrígeme si me equivoco. No querría molestarte. ¿No crees que estas cometiendo el mismo error que tu madre?
–No creo. ¿Cuál?
–No dar a cada hijo el valor que tiene. Yo tengo cinco. Todos diferentes entre ellos, pero cada uno tiene una cualidad y eso les hace especiales. Cuando mi marido vivía y nuestros niños se iban haciendo mayores les pedimos tres cosas: que fueran buenas personas, que trabajaran en aquello que les hiciera felices y que con la persona que escogieran para su ser su compañera de vida tuvieran amor y respeto. El resto vendría solo. Les educamos en que tuvieran confianza en sí mismos, que hicieran equipo con sus hermanos y les dimos la libertad de que se equivocaran, pero siempre teniendo claro las reglas de esfuerzo, derechos y obligaciones. Y al día de hoy es de lo que más orgullosa estoy. Son buenas personas, son felices y me siento querida por ellos, no puedo pedir más.
Me ofendió la pregunta. Insinuar que yo estuviera tratando a mis hijos de forma desigual favoreciendo a Pedro, con todo lo que yo había hecho por Pablo cuando era pequeño y lo tuvieron que operar. Menuda peregrinación de ciudad en ciudad hasta que dimos con el médico que lo curó. Me faltó ir a ver al Papa a pedirle el milagro.
Me sentí en la obligación de guardar silencio a modo de protesta y ella por supuesto lo entendió porque no volvió a mediar palabra ni para pedir perdón después de ver mi reacción.
Se acercaba la hora en que ella se marcharía y todo indicaba que nuestra despedida después de todo lo que habíamos compartido sería de cortesía como cuando bajas del autobús y dice adiós por educación sin esperar respuesta ni mirar atrás.
Del pasillo llegaban voces y risas que se aproximaban rompiendo el silencio sepulcral de nuestra habitación. Se abrió la puerta y apareció Marta sonriente seguida de Ana que se miraban cómplices fruto de años de cariño mutuo. Cómo si lo hubieran ensayado, Angustias y Paquita saludaron al unísono: ¡Hola Marta!
–Hola ¿qué tal estáis? – Preguntó tan alegre como nerviosa, mientras se acercaba a Angustias para saludarla y después a Paquita para darle un largo y cariñoso abrazo.
–La encontré en la entrada del hospital. Estuvimos haciendo tiempo tomando un café mientras nos poníamos al día. Y que casualidad, las dos veníamos a la misma habitación –dijo Ana, encantada con la nueva situación.
Angustias no entendía nada y antes de que Marta pudiera abrir la boca, Paquita que seguía agarrada a Marta encantada por el encuentro inesperado, se acercó a Angustias le dijo:
¬–Eres afortunada. Deduzco que es la mujer de Pablo. Fue mi nuera y la sigo queriendo igual que cuando iba por mi casa. Con mi hijo no pudo ser, tomaron caminos distintos y hoy los dos son felices otra vez y con ellos yo también.
Los días siguientes fueron eternos. Me volvió el mal humor de siempre pero ahora también con los de fuera. Recordé una y otra vez la pregunta de Paquita y he de admitir que me molestó la efusividad de ella con mi nuera. ¿Acaso Marta la quería más a ella que a mí?
Aquella noche no pude dormir. Me atormentaba la idea de morirme sola o como mucho con mi hijo Pablo al lado con el que apenas intercambiaba varias palabras por cortesía todos los días. Ese hijo al que nunca hice sentir querido, al que exigí todo por obligación mientras a el otro, mi niño, gozaba de libertad absoluta para no tener ninguna responsabilidad, mientras le justificaba todo lo injustificable, a riesgo de que le dijera a algo que no le gustara y dejara de quererme. No podía dejar de pensar en Marta y Paquita y en mi otra nuera, la que nunca me llamaba para nada ni tan siquiera ahora que estaba en el hospital.
En cuanto amaneció rogué a la enfermera que llamara al cura. Asustada por mi premura hizo que viniera como si aquella fuera mi última voluntad. Y bajo el silencio acompasado por el seseo del respirador, conté al padre mi inquietud. Construí una barrera entre mis hijos consecuencia de mi trato desigual hacia ellos. El resultado fue que a uno sólo lo veía cuando él necesitaba algo y al otro porque su sentido de la responsabilidad le hacía estar ahí más por obligación que por amor a su madre de la que nunca había recibido muestra de cariño. Me cogió las manos y en tono de sermón me dijo que lo solucionara deseando que todavía estuviera a tiempo.
Le pedí a Marta que llamara a Paquita para disculparme y agradecerle que me hubiera abierto los ojos. Y de paso algún consejo no me vendría mal. Las consecuencias de tantos años de soberbia gratuita por mi parte no podían desaparecer sólo con arrepentimiento. Necesitaría humildad y sobre todo coraje para pedir perdón y darle a cada uno el lugar que se merecía a sabiendas de que muchas cosas no cambiarían. La brecha entre los dos era insalvable. Pedro no aceptaría mi cambio de actitud hacia él. Solo me quedaría el consuelo de morir con la conciencia en paz y esperar que Pablo estuviera conmigo por amor en vez de por obligación.
Ojalá Dios hubiera puesto en mi camino antes a Paquita…
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Hola María del Mar.
Mesa gustado mucho tu relato . El tema, el ritmo, la forma de narrando y la naturalidad con la que describes la situación y como la desarrollas.
Un saludo.
María Victoria González Iglesias.