TE QUIERO BOMBONCITO – Raquel Valcárcel Munuera
Por Raquel Valcárcel Munuera
Volví a Madrid hace un año para pasar los últimos días con mi yaya Catalina. Estaba hecha añicos… no solo por saber que su vida se estaba apagando, sino por el miedo de volver a encontrarme con Fernando.
Desde pequeñita pensé que mi vida estaba gafada. Mi madre murió el día de mi nacimiento.
Mi primer recuerdo es en mi tercer cumpleaños. Mi padre me llevó a la iglesia, donde habían preparado una misa en memoria de mi madre. Yo solo ansiaba llegar a casa, abrir mis regalos y soplar mis tres velitas. En ese momento no entendía nada, ni siquiera conocía a mi madre y era imposible que a esa edad echara de menos lo que nunca había tenido. Fue a partir de los diez años cuando me empezó a hacer falta.
Yo vivía con mis abuelos, y mi padre iba y venía, me llevaba a merendar y me sacaba de paseo. Cogíamos las bicis y pedaleábamos por el parque de Berlín, hasta que mis rodillas se cansaban y él cargaba de vuelta con mi fascinante BH. Antes de subir a casa devorábamos merengues en la pastelería de la esquina. Yo los llamaba gorritos de hada. Para mí, llevarme a la boca ese capirote rosa era como tomarse una pócima mágica repleta de superpoderes.
Con mis abuelos era feliz. Tenían una casita baja en la calle Arturo Soria. Mi abuela pasaba las horas en la cocina. Era una cocina antigua, que ahora sería vintage. Allí siempre olía bien: por la mañana la yaya horneaba bollitos de leche y una esencia dulzona invadía toda la casa.
Mi abuelo habitaba en el salón, dormido en su butacón de cuadros o recortando artículos del periódico que luego pegaba en un álbum. Él fue militar y vivió por toda España; debió ser un hombre activo y de carácter potente, pero cuando yo nací ya había sufrido un ictus que le dejó algo apagado. A mí me encantaba acompañarle y me acomodaba junto a la ventana disfrutando de las vistas de ese pequeño jardín de aromáticas hortensias.
En esa casa me sentía viva, me sentía libre. Pero todo eso cambió cuando cumplí los seis años. Mi padre retomó el amor y se casó con Patricia. El día de la boda bailé hasta el amanecer, con mi vaporoso vestido de volantes y mi corona de flores; pero en el fondo estaba preocupada, ya que en breve me mudaría con mi padre, con Patricia y con su hijo de nueve años que se llamaba Fernando. Nos fuimos a una casa con piscina, club social y toboganes. Era bonita y divertida, pero muy diferente a mi pequeño paraíso, al que, afortunadamente, volvía cada domingo para abrazar a mis yayos y comer bollos de leche de mi abuela Catalina.
Patricia era buena conmigo, pero nunca fue mi madre. Pese a llegar a quererla con toda el alma y recibir un gran amor de su parte, nunca pude sentir esa complicidad que te transmite una madre. Con Fernando fue diferente; al principio nos odiábamos. Chica y chico conviviendo en noventa y cinco metros cuadrados. Compartir el baño y luchar por el mando del televisor no resultó buena idea. Me hacía la vida imposible y siempre acababa llorando; pero a medida que crecimos Fernando se convirtió en mi cómplice, mi mejor amigo, mi hermano mayor… el que sabes que siempre te cuidará y no te defraudará, el que te da los mejores consejos y acude para defenderte.
Fernando era muy testarudo y siempre se salía con la suya. Era un chico nervioso, de esos que viven en un baile constante y se devoran las uñas hasta llegar a los muñones. Era ingenioso y creativo y hacía lo imposible por sacarte una sonrisa. Por las mañanas caminábamos juntos hasta el colegio. Él con su macuto de cuero cargado sobre su hombro derecho y yo empujando mi mochilita de ruedas. ¡Esos quince minutos eran tan divertidos…! Por el camino fantaseábamos inventándonos vidas curiosas.
—Mira, ¿ves a la chica del perrito? Su mascota es su ayudante, y al llegar la noche se disfrazan con trajes de cuero negro para salir a las calles y luchar contra los malos. Y ese hombre del jersey verde junto a la panadería, es un espía alemán que viene por las mañanas a la plaza del mercado para controlar el mundo.
Y así pasábamos el rato en la caminata al cole, recreando e imaginando nuestro mundo de fantasía.
En el nuevo colegio no hice demasiados amigos, pero como decía Fernando: en la vida los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Y así fue: con Sofía, Candela y Mario, aún me sobraban dos dedos.
A pesar de que mi madre no estuvo durante mi infancia, recuerdo que fue una época dichosa y repleta de cariño. Patricia siempre se preocupaba por mí: acudía a las tutorías del colegio, me ayudaba con los deberes y me preparaba riquísimos bocadillos de tortilla para las excursiones al campo.
Fernando era un calco de su madre. De piel clara y cabello lacio. Con un rubio casi albino, ojos color verde agua y una sonrisa perenne. Yo solo coincidía con ellos en la sonrisa infinita, ya que mi pelo era negro, mis ojos bastante oscuros y mi cabello rizado. Tampoco me parecía a mi padre, por lo que la gente debía pensar que la niña era adoptada.
Al llegar la adolescencia me refugié en mis amigos. Sofía, Candela, Mario y yo formábamos un gran equipo. Éramos los raros de clase, pero entre nosotros nos divertíamos. Al ser un instituto religioso salíamos a las cinco, mientras todos los chicos del barrio a las tres estaban en casa. Al llegar la primavera se nos ocurrió la genial idea de pasar las tardes de los viernes en las canastas del parque. Era un poco sospechoso que cuatro alumnos de segundo E se encontraran enfermos todos los viernes de tarde.
Cuando llegué al despacho de Don Alfredo, Patricia ya estaba allí y la cara que traía era de pocos amigos. En casa me cayó una buena y hasta Fernando me echó la bronca:
—Eres tonta, bomboncito. Lo único que tienes que hacer es ir a clase, estudiar un poco en casa y divertirte el fin de semana. ¡Y tú vas y la lías!
Bomboncito era como me llamaba. Decía que mi piel era tan morena que parecía un bombón relleno de chocolate fondant.
El castigo duró hasta final de curso. Me chantajearon con que, si faltaba a clase y no aprobaba matemáticas, me tiraría todo el verano en un internado. Pero no fue así. Ese año estuvimos en Almería, en un pueblo de casitas blancas, playas extensas y agua templada; y allí pasaríamos todo el mes de agosto. No conocíamos a nadie y no necesitábamos amigos. Fernando y yo bajábamos por la mañana a la playa, corríamos en la orilla, jugábamos a las palas e incluso hacíamos castillos de arena, como cuando éramos niños. Por la tarde íbamos a los recreativos o nos colábamos en alguna urbanización con piscina, y al llegar la noche reíamos por el paseo con un helado de fresa.
Fue un verano inolvidable, pero terminó tan rápido que, sin darme apenas cuenta, llegó la última noche. Decidimos hacer nuestra fiesta de despedida. Solos él y yo, la botella de ron que encontramos en el mueble bar de aquella casa alquilada y una toalla raída.
Yo quise ponerme guapa. Se trataba de una fiesta, por lo que me propuse estrenar el vestido de canalé y, de igual modo, maquillarme como una puerta.
—Bomboncito, estás preciosa —me dijo Fernando al oído.
Nos sentamos en la orilla, y al levantar la mirada me quedé perpleja… miles de puntitos blancos parpadeaban en el cielo. Cantamos, bebimos y reímos como dos locos a carcajadas. De pronto el silenció nos invadió, nos miramos y me abracé fuerte a Fernando. En ese abrazo sincero descubrí algo que jamás había sentido. De un brincó despegué mi rostro de su pecho y volví a mirarle a los ojos. Su pelo largo y rubio le tapaba la cara. Acerqué mi mano y le peiné el flequillo. Nuestras miradas se clavaron de nuevo y nuestros labios se fundieron en un beso dulce y eterno.
—Dios, Fernando, ¡qué estás haciendo! —le replicaba sin cesar.
Yo flotaba en una nube y deseaba repetirlo, pero Fernando era mi hermano, no de sangre, pero sí mi hermano.
Fernando no dijo nada, cerró sus ojazos verdes y se adelantó a besarme. Fue en ese preciso instante en el que, sin saberlo, arruinamos nuestras vidas.
Regresamos a Madrid con las hormonas revolucionadas, intentando esconder nuestro secreto entre cómplices miradas, buscándonos en cada rincón para besarnos a media tarde. Fueron meses intensos, dulces y salados. Nos queríamos, nos amábamos… pero los dos sabíamos que nos estábamos haciendo daño.
Desde entonces todo se volvió en mi contra. Me rebelé contra el mundo y sufrí en cada paso que daba. Decidí alejarme de mi familia y al cumplir los dieciocho estudié fuera de España. Cada relación que comenzaba iba de mal en peor, por lo que la mejor solución fue experimentar de cama en cama.
Diez años después de huir volví a mirarle a la cara. El frio de aquella sala se caldeo con su entrada. Su infinita sonrisa y su reconfortante abrazo me dieron un chute de energía, como cuando mi padre me compraba aquellos merengues rosas que me invadían de superpoderes. Sus dedos secaron mis lágrimas y yo sentí que flotaba, hasta el punto de olvidar la pérdida de mi yaya. Su compañía aquella noche en el tanatorio hizo que las horas se volvieran minutos. Reímos y lloramos recordando nuestra juventud y sabiendo lo mucho que nos habíamos echado de menos.
Estos tres meses sin ella han sido muy duros. Ya no volveré a probar esos deliciosos bollitos de leche ni escucharé su desternillante risa al entrar en su cocina. Tres meses sin ella, pero tres meses con él… volviendo a ser el bomboncito relleno que se funde entre sus sábanas, pudiendo sentir de nuevo sus manos en mi cintura, acariciar su cabello o reflejarme en sus ojos de color verde esmeralda. Reviviendo nuestra pasión de juventud… aún con secretos y temores, pero afrontando que el amor no entiende de prohibiciones.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024