LO QUE UN DÍA FUI – Mª Carmen García Romero

Por Mª Carmen García Romero

Desperté en una fría habitación, supuse que era un hospital por las sábanas que cubrían mi cuerpo.
Estaba aturdida, un fuerte dolor golpeaba mi cabeza, examiné cada palmo de la habitación con la esperanza de verlo, pero él ya no estaba. ¿Había sido su visita un mal sueño? ¿Qué hacía yo allí en aquella cama rodeada de cables? ¿Quién me había llevado? Mientras me inyectaban un tranquilizante, intenté procesar todo lo ocurrido. Sus palabras resonaban en mi mente, su actitud abatida, su llanto, su mirada, sus gestos, no podía creer que mi marido, al que hacía 20 años que no veía, había llamado a mi puerta, para derribar, con una sola frase, mi nuevo mundo.
La vida no siempre se presenta como un día la imaginamos, y la mía en ese momento pasó rápidamente delante de mí, como si de una película se tratase.
A pesar de mi permanente sentido de culpa, había conseguido sobrevivir y me atrevería a decir que incluso logré sonreír. Habían pasado 20 años desde que aquel día en el que, con un billete de tren en el bolsillo, una pequeña bolsa y un inmenso dolor, me fui. Por fin pude reunir la valentía de llevar a cabo lo que tantas veces pensé y ya no había marcha atrás, la decisión estaba tomada.
Recuerdo perfectamente aquel camino a la estación, jamás 10 minutos se habían durado tanto. Todavía hoy, puedo sentir aquel viento frío en mi cara y sostener con mis manos sudorosas la maleta con fuerza, como si, en aquel momento, contuviera la valentía para seguir adelante. Fue como si al cerrar la puerta de mi casa, hubiera encerrado todas esas voces que día tras días me habían estado atormentando y por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre. Ya no pensé en nada. Sólo una imagen enturbió ese momento de huida, la de mis dos hijos todavía durmiendo en sus pequeñas camitas rodeados de cojines y pequeños animales rellenos de algodón ajenos a todo. Una imagen que me acompañaría el resto de mi vida.
¿Cómo había llegado a ese grado de desesperación, angustia, incluso terror? La maternidad tiene una segunda cara, y yo hacía mucho tiempo que la veía reflejada cada día al mirarme al espejo. No conseguía disfrutar de las tardes en el parque, de las risas, de los abrazos, de las comidas en familia. Solamente veía vómitos, llantos, horas sin dormir, cansancio y culpa, mucha culpa por no sentir lo que de mí se esperaba; amor.

Con el alma rota en pedazos y mi mente más frágil que nunca, me instalé en un pequeño pueblecito de pescadores al sur de Italia. Otro país, otros amigos, otro trabajo… otra vida. Encontré trabajo en una pequeña conservera familiar, y entre facturas, el aroma del mar y la brisa salada que se mezclaban con el olor a especias y hierbas, conseguí sonreír y calmar la ansiedad que había arrastrado quizás demasiado tiempo. Los años pasaron, me sentía arropada y querida por la gente del pueblo, principalmente por la familia Ortiz, dueños de la próspera empresa donde trabajaba. Sofía, mi jefa siempre impecable, con su cabello oscuro recogido en un perfecto moño y una personalidad arrolladora, me recordaba mucho a mi yo de antes, cuando todavía saboreaba cada bocado que le daba a la vida y disfrutaba de mi existencia. Sin embargo, nunca encontré la valentía de contarle mi pasado.
A pesar del sentimiento de culpa, pude salir adelante. Poco a poco conseguí calmar el torbellino de sentimientos enfrentados que apenas me dejaban con energía para atender a mis pequeños y que me hizo alejarme de ellos.
Cuando no trabajaba, escribía. Me sentaba frente al escritorio y las palabras empezaban a fluir. Primero eran pensamientos, pequeñas reflexiones que me ayudaban a mantener alejados los fantasmas del pasado. Las palabras se convirtieron en mi refugio y comencé a relatar historias fantásticas llenas de personajes inspirados en la gente que ahora formaban parte de mi vida. Día tras día experimentaba la excitación de dar vida a personas otorgándoles personalidades, sueños y conflictos en ciudades y paisajes mágicos. Aprendí a disfrutar de mi soledad y aceptarme.
Los domingos, colaboraba en el periódico de la comarca, publicaba pequeños relatos que capturaban la esencia de la vida en aquel rincón del mundo. Mis historias pronto llamaron la atención de los lectores que esperaban, ansiosos, cada domingo, sumergirse en la magia de mis palabras.
Un día alguien llamó a mi puerta:
-Disculpe, soy Felipe Gómez, editor. He estado leyendo los pequeños textos que cada domingo publica en el periódico de la zona y si tiene 10 minutos, me gustaría hacerle una propuesta.
Yo no podía creer lo que aquel señor trajeado, con semblante serio y cara de pocos amigos me estaba diciendo.
– ¿Una novela? ¿Quiere que escriba una novela?

Incrédula por mi falta de formación y experiencia, estaba a punto de sumergirme en un proyecto, que, sin yo todavía saberlo, cambiaría otra vez mi vida, mi ficticia realidad.
Hasta aquel momento, yo había escrito pequeños relatos, historias que fluían en mi imaginación, pero escribir una novela eran palabras mayores. Me enfrenté a muchas horas mirando al abismo infinito, donde apenas podía escribir más de dos palabras con sentido. Fue un proceso duro, meses de escritura en solitario, de textos fallidos, de personajes que tras días dándoles vida, terminaban en la papelera. En varias ocasiones me planteé abandonar, sin embargo, después de casi dos años de dedicación exclusiva, mi primera novela vio la luz.
El éxito fue abrumador, best seller en Italia y en apenas unos meses en el resto de Europa. Las palabras se convirtieron en mi aliada, en mi refugio, los logros como escritora me brindaban alivio y distracción, llegando a ser una nueva, conocida y prestigiosa novelista.
Un día sentí la necesidad de escribir mi verdadera historia, de desnudarme, de sumergirme en una triste realidad y contar mis propias miserias. Empecé por primera vez, después de 20 años, a revivir el abandono de mi familia, me pregunté cómo serían mis hijos ahora, qué recuerdos tendrían de mí, por primera vez escuché en voz alta, pensamientos que durante años había silenciado. Mis palabras nunca borrarían mi renuncia y no tenía derecho a irrumpir en sus vidas, por lo que sería la ficción, una vez más, mi aliada para construir sus historias.
Dibujé en aquellos folios en blanco lo que tantas veces imaginé mientras desconsolada, lloraba y luchaba contra mi rabia. “Lo que un día fui”, se convirtió en la novela más vendida del momento.
Experimenté una profunda conexión con mis hijos, unos hijos con vidas idílicas e inventadas por una madre incapaz de brindarles cuidados y amor y que sintió la necesidad de abandonarlos para poder salvarlos de los futuros delirios de una mente no apta para cuidarlos. Me desnudé para dejar emerger a aquella María que un día enterré.
Mi gran obra maestra me llevó de nuevo a Madrid. Al pisar sus calles, un torbellino de sentimientos y recuerdos empezaron a brotar. Madrid, ahora, era una ciudad totalmente extraña para mí, sin embargo, mi mente no paraba de proyectar momentos muy felices de mi pasado, tardes con amigos, desayunos con mi madre en el bar de la esquina de mi casa, fiestas de cumpleaños, mi

padre jugando conmigo en el parque, pero ¿y mis hijos? No logré encontrarlos. No fue una noche fácil, las horas pasaron lentamente y mis ojeras y bolsa en los ojos fueron testigos mudos de mis pesadillas y tensión. Pero me había convertido en una mujer fuerte, decidida y las más de 500 personas que me esperaban en la Biblioteca Nacional de España, merecían una presentación de mi libro estelar, y es lo que tuvieron. El público, extasiado al oír mis palabras, rompió con un intenso y firme aplauso.
Estaba agotada, había tenido una noche complicada y un día muy intenso lleno de altibajos emocionales. Me disponía meterme en la cama cuando alguien llamó a la puerta, me acerqué, abrí y me encontré de frente con mi pasado.
-Hola María.
Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo, y por primera vez en mucho tiempo,
me quedé sin palabras al ver, después de casi 20 años, a mi marido.
– ¿Puedo hablar contigo?
Solo tuve ánimo para decir “adelante”. Nuestras miradas se cruzaron, tenía delante de mí a un hombre triste, abatido, sus hombros parecían llevar el peso del mundo sobre ellos, su cuerpo estaba allí, sin embargo, su mente parecía estar muy lejos. Me encontré con un hombre muy distante, del hombre decidido, fuerte y seguro que me enamoró y que tantas veces logró arrancarme una sonrisa con sus ocurrencias y chistes.
No sabía si su visita traía confrontación, comprensión o un encuentro lleno de silencios incómodos. Pero en ese momento, con mi corazón más vivo que nunca, sabía que algo importante iba a suceder.
Pocas veces la realidad supera a la ficción. Había imaginado múltiples de vidas para mis hijos, había escrito y reescrito, cientos de historias recreando su día a día, sus años de colegio, de universidad, viajando alrededor del mundo y celebrando fiestas de cumpleaños y felices Navidades con su padre y abuelos. Los había imaginado siempre riéndose llenos de felicidad a pesar de no haber tenido a su madre con ellos.
Juan nunca tuvo la fortaleza suficiente para buscarme, pero un día paseando por Gran Vía vio mi foto en el escaparate de una librería anunciando la presentación de mi novela y comprendió que había llegado el momento de enfrentarse a sus miedos, supo que era el momento de hablar conmigo.
Sus palabras no tenían sentido alguno, sentí un fuerte dolor en el pecho, mi respiración se volvió superficial, cada músculo de mi cuerpo se tensó logrando

paralizar todo mi cuerpo, un sudor frío recorrió mi espalda, la sensación de desmayo se intensificó a medida que la mente y el cuerpo luchaban por procesar la noticia devastadora. Y finalmente, en un último intento por escapar de esa realidad, mi cuerpo se desvaneció y caí al suelo.
¿Era un simple acto de venganza? ¿A caso sus palabras buscaban mi culpa? Juan desconsolado me contó que apenas pasaron unas semanas de mi huida, cuando en un terrible accidente de tráfico, mis hijos perdieron la vida. Él quedó marcado profundamente con secuelas físicas y psicológicas.
Juan ya no tuvo nada por lo que luchar, por lo que vivir, su mujer lo había abandonado y sentía un dolor desgarrador tras la muerte de sus pequeños. Su vida se desplomó, perdió la ilusión de crear música, su gran pasión, perdió las ganas de visitar nuevas ciudades, ver a sus amigos, lo perdió todo. 20 años después, seguía siendo un hombre roto y vacío, teniendo siempre muy presente que yo vivía ajena a todo lo que estaba pasando.
Aturdida por la medicación y tumbada en aquella cama de hospital, yo sólo podía llorar, por mis hijos, por Juan, por mí. Había construido una vida basada en una ilusión que de repente se había esfumado.
La puerta de mi habitación se abrió, y allí estaba él. En ese momento, únicamente puede pensar en que tenía que ayudarlo, en que teníamos que aprender a perdonarnos y a vivir de nuevo.

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