EL CUADRO – Rosa María Espinosa Gil

Por Rosa Mª Espinosa Gil

Hay unas gotas de sangre en el suelo, pensó Débora al entrar en la casa de su tío.

No, no es sangre, es pintura seca (que había caído del cuadro de la pared), una lástima (se decía para sus adentros).

Era la primera noche que dormía allí, ya se encontraba sola y con el dominio de lo heredado. En la casa reinaba una atmósfera diferente. Se había esfumado el olor a mirra característico, porque a su tía le gustaba endulzar con aceites esenciales la casa. Tampoco vivía ya su tío y su olor había desaparecido. Ahora había otra energía. Un escalofrío trémulo le atravesó la columna cuando se dirigió a deshacer la maleta, como un presentimiento que le decía “esto no va a salir bien”.

Mientras, recordaba años anteriores, e incluso días. Recordaba a sus tíos, que le resultaban un tanto tediosos pero se veía presionada por su madre para ir a visitarlos. No quería cruzarse con la familia de su tía, era como si pudieran descubrir su frialdad y su falso afecto. Yo soy así, se decía. Me importa un bledo, son un coñazo, se justificaba.

La discapacidad de su tío Fernando, la obligaba a mantener conversaciones que no llevaban a ninguna parte, sin percibir que a él lo hacían sentir muy importante; pero una vez muerta Coral, las conversaciones y visitas se hicieron mucho más largas ya que el botín estaba cerca.

Cada vez que acudía a visitar a su tío le hablaba dulcemente mientras gestionaba sus finanzas y le extraía dinero de forma ilícita. Al salir por el pasillo parecía que el cuadro le gritaba:

-¡Vete, maldita bastarda! -y miraba de reojo el trozo descascarillado de pintura, que precisamente se trataba del corazón.

Débora era seductora y conocía del desprecio de su tío a la familia de su mujer, por lo que lo mimaba y cuidaba y él se dejaba querer aparentemente hasta el punto de cambiar su testamento (traicionando los deseos de su mujer) y dejando de heredera universal a Débora.

Un día, Fernando, con ayuda de la cuidadora, marchó al banco y el director le espetó:

– Su sobrina le está robando.

Ya lo tenía todo perdido. Su mujer, sus sobrinos políticos, que sí lo querían de verdad, su discapacidad y su familia que le quitó hasta el último penique del bolsillo. Pero ¿qué iba a hacer? Tuvo que transigir con las visitas de la sobrina seductora.

Fernando era el dueño de la casa, era un tanto arisco, celoso de lo suyo y de los suyos (nunca de la familia de su mujer, gente de baja estofa, vulgar y descuidada, por ser de pueblo). En cambio, él se sentía superior a los demás.

Cuando accedía a comer con la familia de su esposa, en vez de agradecer que lo llevaran a un buen restaurante, su soberbia y narcisismo le obligaba a emitir una especie de gruñido gutural cuando se le preguntaba si le había gustado la comida.

Coral lo vivió como la cruz que ha de transportarse durante la vida para ganar el cielo eterno, por posibles pecados anteriores cometidos (según las estrictas leyes cristianas). O sea, que las dos familias no podían entregarse amor, sólo a escondidas. A Coral le hubiera gustado ser madre como su hermana, pero el destino, una
cruel enfermedad, se lo impidió.

Lejos de hundirse, Coral emergió como una mujer bella y buena. Cuidaba a su marido con dedicación y amor, y su soledad la expresaba en sus cuadros. Es por eso que específicamente un cuadro tenía para ella más significado afectivo que otros. Aquel en el que aparecían de rojo carmesí dos corazones junto a tres personas: Fernando, Coral y el hijo que nunca tuvieron, pero que compartía el mismo corazón que su madre.

Cuando la enfermedad golpeó la puerta de Coral, todo se detuvo. Fernando, que tenía problemas de movilidad, tuvo que buscar ayuda externa y confiar en su sobrina Débora. Por supuesto que él tenía más familia (la que confrontaba con sus aires de grandeza, siendo más grande que él) pero siempre la utilizó. Águeda (la hermana de Coral) corrió a auxiliarlos, con una tremenda disponibilidad y cariño.

-Gracias, Águeda, no me dejes ahora sola -le decía de forma reiterada su hermana.

Debido a los problemas de movilidad de Fernando, Águeda, lo ayudaba a comer, y por poner un ejemplo, le pelaba los kiwis. Digo lo de los kiwis porque a veces se convierte en una tarea un tanto húmeda y tediosa, donde las manos se llenan de pequeños granos negros y líquido sobre la piel.

Coral, estando sola, tenía que inventarse excusas para ir a casa de su hermana sin que lo supiera su amado esposo (debido a los celos que sentía del esposo de Águeda). Porque sí, Coral lo amaba y a la vez se encontraba encarcelada con él.

-Jesús lo ha querido así -se decía, por lo que se centró en la vida religiosa y monástica.

Fernando era incapaz de amar y de sentirse amado, solo era capaz de musitar: ¡ajan, ajan, ajan! Una tos que neutralizaba todo lo positivo que hacía la familia de Coral, por él.

Águeda, que tenía mucho carácter, le amonestaba de vez en cuando.

-No me tosas, Fernando, no me tosas.

Débora, embriagaba con dulzura esperando recibir gratificación económica, al no haber tenido hijos con Coral.

Con la muerte de Coral, la casa se blindó a la familia de Águeda. Dejaron de visitarlo, porque él siempre los acusaba de cosas despreciables, y mostraba un hedor a hipocresía y soberbia.

La cuidadora era la que prestaba el verdadero cuidado.

-¡Qué lástima, no viene a visitarlo nadie! -le comentó un día al hijo de Águeda.

Cada vez que acudía Débora, pasaba rápidamente por delante del cuadro sintiendo que la mirada de la madre la perseguía. El vello se le ponía de punta, y sentía un escalofrío por su espalda.

Un día se sintió con fuerzas y miró directamente al cuadro, concretamente a la figura femenina, y pudo contemplar a modo de visión una lágrima en la mejilla, junto con una grieta en el corazón.

Era como si la mujer del cuadro fuera la única que conociera sus intenciones egoístas.

Siete años fueron muchos para esperar la herencia prometida, y cuando decidió arreglar la casa, a su vez arregló el ingreso de su tío en una residencia, aspecto que marcó a Fernando hasta tal punto que duró sólo un día en ella; falleció por una parada del corazón.

Cuando fue enterrado, ella empezó a disfrutar de lo heredado, incluyendo el cuadro. Ya sola en la casa, gritó a modo de venganza:

-Ya estáis muertos, malditos. ¡Cuánto tiempo me ha costado enterraros!

Y fue así como decidió descolgarlo y encerrarlo en el armario del pasillo musitando entre dientes:

-Ya no me vas a llorar más, vieja loca, ojalá os pudráis en el infierno.

Por otra parte, Águeda y sus hijos esperaban ansiosos recoger las pinturas de Coral, por su valor sentimental, pero no obtenían respuesta.

Mientras tanto, el cuadro dormía todas las noches junto a Débora.
Una noche que sintió intensa sed, se dirigió a la cocina, pero tenía que atravesar el pasillo y, por supuesto, pasar por delante del cuadro.

Sintió unos susurros cerca de su oído, aceleró el paso y empezó a temblar, las voces salían del armario. Pensó que se trataba de una alucinación e intentó dormir esa noche con la cabeza tapada por la sábana.

Fernando le dijo:

-Debes saber que quiero que todo lo nuestro sea tuyo.

Acudieron a su mente reproches y dudas, ¿y si al decir “todo” se refería a algún maleficio, algún trastorno heredado, algún secreto oculto familiar?

La tía era ingenua y el tío la quería, no podía tratarse de algo turbio, por lo que consiguió dormir un poco más sosegada esa noche.

Pasaron dos semanas y volvió a suceder el episodio, hasta que una noche de otoño, escuchó a una mujer desde el armario:

-No endurezcas tu corazón, Débora.

– Me traicionaste, eras mi sobrina favorita -añadió una voz de hombre.

Se sobresaltó gravemente y de modo sádico sacó el cuadro del armario, cogió unos pinceles e intentó tapar las grietas de los corazones con un rojo diferente, sin ninguna maestría, que pudiera distinguirse de la pintura original.

Pensando que con eso sus fantasías cesarían y no volvería a escuchar las voces, volvió a dejar el cuadro en el armario.

Durante la noche tuvo un sueño. Un hada se le apareció diciéndole:

-Tendrás que enmendar tu egoísmo, tus tíos no te dejarán mientras vivas.

Despertó de un sobresalto.

Se dirigió al armario, cogió el cuadro y con un martillo desfiguró a las tres figuras, al mismo tiempo que se escuchó el aullido de un perro en soledad. Uhuuuuuuuu.

Y fue así como la maldición cayó sobre ella. Todas las noches escuchaba el mismo estribillo:

– No endurezcas tu corazón -voz de mujer.
– Me traicionaste, eras mi sobrina favorita -voz de hombre.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Rosa Rodríguez

    muy bonito

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