LOS SUEÑOS – Andrea Nuñez Rodríguez

Por Andrea Núñez Rodríguez

Hace millones de años, cuando el sol aún aprendía cómo utilizar la luz, y la luna llegaba tarde a su trabajo, una joven niña corría por las verdes praderas del Descampado de Oro.
Sus padres eran los herreros de palacio, lo que permitía que la pequeña se recorriese los jardines de aquel asombroso castillo con total libertad.
Su rutina solía ser siempre la misma: observaba a los hermosos corceles en las cuadras, correteaba entre arbustos y setos, cansada corría a la fuente a refrescarse y finalmente se perdía entre flores hasta que sus padres la reclamaban. Siempre el mismo tiempo.
Siempre el mismo orden. Ningún día era diferente para ella.
Hasta que una vez, sentada junto a la fuente, recuperando el aliento tras haber corrido entre los arbustos, la niña vio un destello. Su forma era indescriptible, su tamaño insignificante y su color inobservable. Pero, una cosa había clara: aquella divina estela de luz tenía un efecto sobre la niña.
Comenzó a seguirla riendo, y acabó tan concentrada en ello que parecía estar en una especie de trance. Todo lo que la rodeaba era ahora lo inapreciable e insignificante. No quería correr entre los setos, ni perderse entre las flores. La fuente carecía de su belleza y las plantas de sus olores. Su único deseo era perseguir ese destello, perseguirlo hasta alcanzarlo.
No iba muy rápido, no parecía imposible de alcanzar, incluso se podría decir que para aquella niña era divertido tratar de atraparlo.
El destello la llevaba por lugares del jardín que desconocía, pero siempre unos cuantos pasos por delante, siempre guiando. Y la niña, cerca de estar hechizada por aquella extraña magia, lo seguía.
Entonces algo la despertó. Oyó una ronca voz que la llamaba. Tardó unos instantes en percatarse de que era la voz de siempre, que la llamaba como siempre, a la hora de siempre.
Se giró en busca de su padre. Caminó siguiendo a la voz. Entonces, volvió la cabeza hacia atrás, y tal y como lo había sentido, la estela se había ido. Se había marchado de manera silenciosa, pero era innegable que había dejado una ruidosa marca.
Las estaciones pasaban, y aquella dulce y risueña niña, querida por todo el pueblo por su especial curiosidad, se había convertido en una bella joven. Su tez rosada, sus ojos marinos y su cabello dorado hacían que fuese la más bella de las muchachas de la aldea. Además, obviando su angelical aspecto, todavía tenía algo que la hacía especial: un destello en los ojos.
Sus padres seguían ejerciendo de herreros reales, y ella seguía acompañándolos a palacio. Ahora, su estancia allí no consistía en correr entre arbustos, ni observar corceles. Tampoco bebía de la fuente, aunque sí se sentaba junto a ella, esperando al príncipe.
El pequeño de los hijos de los reyes era un muchacho apuesto de ojos grises y pelo castaño y ondulado. Deseaba viajar y descubrir qué había más allá de las tierras en las que había crecido, y nadie parecía entender su forma de pensar. Ni sus amigos, ni sus hermanos, y mucho menos sus padres. ¡El pueblo hasta creía que había sido maldito!

Ǫue una magia oscura le había castigado con un ardiente deseo que necesitaba ver hecho realidad. A todos ellos, había una excepción: La encantadora hija de los herreros.
Aquella muchacha parecía escuchar todas las penas y deseos del príncipe comprendiendo cada palabra. Comenzó siendo ella un consuelo, y él algo diferente a lo de siempre, pero tras muchas charlas junto a la fuente, los jóvenes se enamoraron.
Un día, ella lo esperaba sentada sobre la hierba, observando la fuente, cuando sintió una ilusión repentina que le hizo girarse. Vio entonces lo que creía que de niña había imaginado. ¡Era aquel destello! No pensó en que dejaría a su amado preguntándose por su paradero, no pensó en que en poco tiempo sus padres habrían terminado de ejercer su oficio, no pensó en nada, en nada más que seguir a aquel hechizante destello hasta por fin alcanzarlo.
Esta vez, seguir su ritmo le pareció más difícil, aunque pensó que podría ser cosa de su percepción. Avanzaba más rápido, y entre zonas del jardín de más complicado acceso.
Sin embargo, seguir su luz era tan gratificante… Sentía un calor en su interior tan grande, que no sentía frío ni siquiera ante la idea de que se volviese a escapar.
Cuando estaba cerca oyó una voz grave y melosa. Le costó salir de aquel trance y percatarse de que se trataba de su amado príncipe.
—¡Voy, querido! —respondió todavía algo anonadada. Se volvió hacia donde estaba el destello, pero este había vuelto a desaparecer.
Las aves continuaron emigrando y las hojas cayendo de los árboles para volver a crecer, y después caer de nuevo. La hermosa muchacha ya era una mujer, casada con el príncipe. A pesar de que a los reyes no les había agradado que su hijo tomase como esposa a una mujer del pueblo, acabaron accediendo, conscientes de que una familia dichosa sería lo único que arraigaría a su hijo y lo libraría de su maleficio. Así, con el nacimiento de su primera hija, el deseo ardiente de marcharse a conocer lo desconocido, se enfrió en el príncipe.

Un día como cualquier otro, la ahora princesa de su reino, paseaba por el jardín, recogiendo frutos para preparar una rica merienda a su dulce niña de tres primaveras. Canturreaba un poema épico que había oído en el pueblo la semana pasada cuando fue a visitar a sus padres. Mientras, continuaba con su monótona tarea, con la mente en blanco.
Entonces un destello rodeó el arbusto. Su destello.
Enseguida lo reconoció, y apenas tuvo tiempo a reaccionar cuando empezó a correr detrás de él. El destello iba ahora a una velocidad muchísimo mayor que la última vez. Ǫuizás estuviese resentido porque con sus nuevas responsabilidades como princesa y madre lo había dejado de lado. De repente era inalcanzable, y perseguirlo ya no resultaba tan gratificante. Se seguía sintiendo mágicamente hechizaba por aquella luz, pero, ahora había algo que pesaba y le dificultaba aún más seguir aquel ritmo.
Paró un segundo a recuperar el aliento, y entonces oyó una voz aniñada. Cuando la supuesta magia dejó de tener efecto sobre ella, reconoció la voz. Era su pequeña niña reclamando la atención de su madre. Triste, ya no volvió la cabeza hacia el destello, pues supo que en el momento en el que reconoció aquella voz, se había escapado de sus manos una vez más.
Con el paso de los años la alegría empezaba a extinguirse en palacio. Su marido había muerto, delirante, loco. Muchos lloraron su pérdida echando la culpa a su maldición. Su mujer, que lucía ya sus primeras arrugas y el oro de su cabello había perdido su brillo natural, era consciente de que su marido no había muerto por maldito, sino por cautivo. Por no haber cumplido su ardiente deseo, que quemó su corazón con más fuerza a partir del día que decidió ignorarlo.
Cuando su hija estaba ya cerca de las veinte primaveras, el pueblo empezó a ver en la muchacha, tan bella como había sido su madre, la misma maldición que había causado la muerte del príncipe. Compartía ese ardiente deseo de salir, descubrir. Y años después se cavó una tumba junto a la de su padre.
Mayor para cargar con una desgracia así de nuevo, la anciana de espalda encorvada, cabellos de plata y los mismos ojos marinos, paseaba entre las flores una noche de invierno, buscando en ellas el consuelo de recordar la infancia.
Entonces, volvió a aparecer su destello. Tanto lo conocía ya, que no tuvo que verlo para reconocer lo que sentía y asociarlo a su luz. Ahora surcaba el cielo oscuro de la noche, solo iluminado por la puntual luna. Ahora sí que nunca podría alcanzarlo. Una lágrima fría resbaló por su cara marcada por el paso del tiempo.
La anciana volvió la vista al cielo y el destello seguía allí. Esta vez seguía allí. Inalcanzable, mas, todavía presente. Esperándola a ella.
Apretó su puño. Deseó alcanzar aquel brillo con el mismo ardor que su difunto esposo y difunta hija deseaban viajar. Aquel destello que era lo único que le quedaba. Lo único que había estado ahí siempre. Lo que la iluminaba, la esperanzaba. Su destello.
Poco a poco sus pies se separaron divinamente del suelo y comenzó a ascender hacia la oscura noche. Volaba. Desde el cielo continuó persiguiendo al destello. Volaban juntos ahora. Cada vez más lejos, cada vez más alto, cada vez más cerca de sus manos… hasta que lo tocó, y sintió su calor. Lo sostuvo durante unos segundos y fue lo más bello que sintió jamás. Deseó que todo humano pudiese sentir aquello.
Entonces, el destello se movió bruscamente y se golpeó con la luna. Debido al impacto, aquel frágil ser, similar al aliento, se rompió en millones de pedazos con la facilidad con la que rompe el cristal.
La oscuridad de la noche fue iluminada a partir de entonces por millones de fragmentos del destello. La anciana de ojos marinos se tomó la libertad de denominarlos Estrellas, el nombre de su hija.
Utilizando su nueva y sorprendente capacidad para volar, y consciente de que ya nada la ataba a lo terrenal, se acomodó en la luna. Y se convirtió en una diosa, la diosa Hypnos.
Tras esa noche, Hypnos enviaba destellos todas las noches a todos los humanos, desde la luna. Muchos de estos, se convertían en ardientes deseos para los habitantes de la
Tierra. En brillos aparentemente inalcanzables, pero que ilusionaban, esperanzaban, y dotaban al ser de una razón de ser. La diosa decidió nombrar a sus destellos en honor a su marido, con su nombre. Así, surgieron los Sueños.

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