HÉROE- Sergio López

Por Sergio López

Cuando te plantean la posibilidad de poder viajar en el tiempo a tu antojo y presentarte en cualquier día pasado te parece inconcebible, a la par de que te crea una duda: el día en cuestión.

Lo primero que me vino a la cabeza fueron mis momentos más felices. El día que conocí a mi mujer, el que nos casamos o el nacimiento de cualquier de nuestros hijos. Me costó poco tiempo darme cuenta de que era un craso error utilizar una oportunidad en momentos que recordaba con vividez y disfrutar de personas con las que convivo diariamente. Además de tener que dar una explicación del por qué hay un hombre desconocido con un gran parecido, con unos años de más, viviendo situaciones tan íntimas.

Por consiguiente, eché la vista aún más atrás. Recordé que en mi adolescencia había un día que destacaba sobre todos los demás, y fue el día en el que decidí que quería seguir viviendo. Aquel día, cuando me disponía decidido a saltar por el puente que conecta ambos laterales de la autovía, un anciano habló conmigo y me hizo cambiar de opinión.

—Entonces no sé qué haces aquí, pero no es por la razón correcta.

Podía recordar nítidamente sus palabras después de tantos años. Lo buscaré y le daré las gracias. No sé aún cómo, ni siquiera si le hablaré directamente o se lo agradeceré de manera anónima, como hizo él, sin ninguna clase de interés a cambio. Solo sé que no harían falta nada explicaciones, que en ningún momento me reconocería. Era un plan genial.

Estaba tan obnubilado con la idea de poder conocer a mi héroe que no caí en la cuenta de que ese momento fue bien llegada la tarde, rayando el anochecer. Así que aprovecharía el día para recordar viejos rincones de la ciudad donde me había criado que ya no existían, o bien, que habían cambiado mucho.

Mi primera parada sería reencontrarme con la catedral gótica, icono de la ciudad, previamente a ser remodelada y reestructurada, creando una división de opiniones entre los vecinos de la urbe. Pero daría un rodeo y pasaría por la avenida principal. Ahí pude ver lo que cambia una ciudad en unas pocas decenas de años. Las modas en los más jóvenes, los negocios predominantes de las zonas con alquileres más altos e incluso la propia avenida, que antes era de tres carriles para los coches en ambas direcciones. Años después, los viandantes le comerían terreno a los coches, dejándoles espacio para un único carril de subida y otro de bajada.

Ya en la plaza de la catedral recordé que en esa época había una cafetería en la que hacían un café excelente que acompañaban con unas tartas magníficas. No entendía cómo pudo cerrar, era uno de los negocios más reconocidos de la ciudad. Al entrar, pude encontrar una mesa no muy grande con vistas a la catedral. Mientras esperaba a que el camarero me atendiera, dediqué más tiempo a mirar el templo antes de su restauración. Podía jurar que era del bando que lo prefería sin restauración, aunque ahora, con un poco más de perspectiva, había cambiado de opinión drásticamente.

Una voz ligeramente más alta a las que llenaban el negocio me despertó de mi ensimismamiento. Era el jefe quejándose de su empleado. Salió pegando un portazo, dejando a su subordinado solo ante el peligro. Cuando se acercó, pude ver su cara de rabia contenida, aunque lo intentara disimular. Me dije a mí mismo que le diría algo para poder animarle después de semejante escena.

—Buenas tardes. ¿Qué le apetece?

—Un café arábigo y una tarta de arándanos, por favor.

—Marchando.

Me había achantado. A lo largo de los años aprendí que cada uno tiene su vida, con sus circunstancias, su forma de ver la vida y de vivirla. Que cada uno debería inmiscuirse en la vida de los demás solo cuando se lo piden. De pronto recordé lo que me llevó ahí y cambié de opinión por segunda vez en unos minutos.

Ya con el café y la tarta en la mesa, llamé al camarero con un gesto. Cuando el joven se dispuso delante de mí, siempre con una sonrisa, me dirigí hacia él.

—Está todo buenísimo. ¿Esta tarta la has hecho tú?

—Sí, y le hará gracia saber que fue un error, que buscaba hacer otra cosa. Pero como el resultado me gustó, lo añadí a la carta.

—Serendipia.

Después de un corto silencio, procedí a soltar todo lo que pensaba.

—He visto cómo te ha hablado tu jefe…. No debería tratarte así. Y mucho menos si llevas el peso de su negocio bajo tus hombros. Te acabo de conocer, pero estoy seguro de que no has nacido para vivir así el resto de tu vida.

—Exacto, me acaba de conocer— dijo secamente y emprendiendo el viaje de vuelta a la barra.

Llegaba el momento de irme, así que dejé un billete encima de la mesa con una generosa propina e inicié el camino a conocer a mi héroe.

Aún quedaba tiempo para emprender una misión secundaria, aunque el puente caía algo lejos. Sería una tontería que teniendo los conocimientos sobre los sucesos que seguían al momento que estaba viviendo, no los usara a mi antojo. Así que antes consulté en internet los boletos de lotería que tocaron esa misma semana. Había un premio único de algo más de ocho millones de euros en el sorteo nacional. Y yo tenía los números al alcance de mi mano. A día de hoy, no tenía problemas financieros, es más, gozaba de una buena salud económica. Pero eso no quita que en décadas pasadas tanto mi familia como yo hubiéramos pasado por momentos tan malos que nos costara llegar a final de mes. Tan solo poder imaginarme una vejez tranquila para mis padres y haber podido entrar a una carrera sin tener que ahorrar durante años y compaginarlo con un trabajo por las tardes, eran razones suficientes para apostar por la lotería. Cuando saltaba la noticia a dominio público de que había caído un premio en la ciudad, al ver que no me había tocado a mí, lo único que pedía era que le hubiera tocado a alguien que se lo mereciera, como por ejemplo a un trabajador honrado que no pueda llegar a final de mes. Lógicamente, ese no siempre era el caso. Y por una vez esa suerte caería del lado de gente que se lo mereciera y que les cambiara la vida por completo, mejorándola considerablemente.

Al entrar en la administración de loterías, una fila de unas cuatro personas esperaba turno, suficiente para poder sacar con tiempo el papel con los números apuntados que iban a cambiar la vida de mi yo del pasado. Aunque me los supiera de memoria, en un momento tan determinante lo volvería a repasar. Después de dictar los números y de haber pagado, lo tenía en mi poder. Una voz fuera del local, me despertó de mi mudo júbilo una captadora de socios de ONG.

—Muy buenas tardes, señor. ¿Qué me diría si tuviéramos la clave para darle agua potable a millones de personas en países menos desarrollados de una forma barata y sencilla?

El peto que llevaba me resultaba familiar: Water for life. A los pocos años se convirtió en una de las ONG más importantes a nivel mundial, salvando la vida de millones de personas con el simple acto de suministrar agua potable.

—Ya soy socio, gracias.

Me dispuse a mentir amablemente. No tenía tiempo que perder.

El sol aún no había empezado a caer cuando llegué al puente en cuestión. Había unas vistas espectaculares a la hora del atardecer, quizás las mejores de la ciudad. Mientras miraba al horizonte, me planteaba cómo iba a conversar con ese desconocido al que le debía la vida.

Pasaban los minutos y empezaba a impacientarme. Juraría que no quedaba mucho para que mi yo adolescente pasara por ahí, y yo no veía a nadie. ¿Quizás había jugado con el tiempo y había salido cruz? Si en mi pasado saltaba, ¿qué pasaría conmigo? ¿Seguiría existiendo? Cada segundo que pasaba me daba más cuenta de que podía haber cometido un error fatal. Me sacó de mis ensoñaciones el notar a una persona apoyada en el puente a unos metros de mí. Era yo. No recordaba estar tan desaliñado y delgado, con cara de pocos amigos y con unas ojeras que me llegaban a la barbilla. Verlo desde fuera me impactó notablemente. Me estaba dando un vuelco el corazón. ¿Dónde estaba ese hombre? Ahora sí tenía claro que había trastocado el espacio-tiempo. No podía hacerme preguntas, si tardaba un poco más iba a saltar. Tenía que actuar, así que me coloqué a unos metros de él.

—Un atardecer precioso, ¿no crees, joven? —le dije en un tono cercano.

—No me parecen bonitos los atardeceres. —contestó algo alicaído.

—Entonces no sé qué haces aquí, pero no es por la razón correcta.

En ese momento me di cuenta de todo. Había estado agradecido durante décadas a otra persona por salvarme la vida cuando el verdadero héroe fui yo. No solo por el hecho de usar las palabras adecuadas en el momento adecuado, sino por decidir no saltar.

A partir de ese día cogí las riendas de mi vida y empecé a disfrutarla. Hice las paces con el mundo y empecé a verlo de otra forma,  más bella, disfrutando de los pequeños placeres que mi existencia me regalaba. Y eso, aunque me dieran un empujón para abrirme los ojos, fue una decisión propia.

Después de unos minutos, me propuse romper el silencio.

—Creo que es el atardecer más bonito que he visto en mi vida.

—Sí, puede que sí —contestó el joven en un tono algo más vivaz—. Buenas noches, ha sido un gusto conocerle —comentó mientras se iba.

—El gusto es mío. Hasta pronto —le dije con una media sonrisa.

Se acercaba el momento de volver al presente pues  el día estaba llegando a su fin.

Había sido un día de emociones muy intensas. Además de que siempre había recordado que fue un anciano el que habló conmigo cuando aún me quedaban unos años para jubilarme. Me iba a servir hasta para darle una vuelta a mi armario y quién sabe si para hacerme un corte de pelo más juvenil.

Antes de emprender mi viaje al presente, tenía que pasar por un buzón de correos para entregar un sobre. Su destino era la pequeña oficina de Water for Life. En su interior, una pequeña carta agradeciendo su labor y el boleto ganador de la lotería nacional como donación.

En las horas que pasé esperando en el puente pensé largo y tendido sobre ese boleto y que quizás dárselo a un muchacho inmaduro no sería lo mejor para él, a pesar de saber todas las penurias que vinieron después. Fue una época dura, pero no infeliz.

Al volver al presente, quise dar un último paseo por la ciudad que me vio crecer antes de volver a casa. Llegué a la plaza de la catedral, ahora sí, valorando enormemente la majestuosa edificación que tenía delante. Pasé unos minutos sentado disfrutando del ambiente, sobre todo juvenil, que predominaba la plaza.

Cuando me di la vuelta para irme, dejé atrás la imponente catedral y una de las cafeterías de la franquicia Serendipia, que ahora reinaba por todo el país.

Era imposible borrarme la sonrisa de la boca. Había sido un gran día, un día inolvidable.

 

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