UN PELIGRO AFORTUNADO- Ana Moreno Mora

Por Ana Moreno Mora

¿Quién iba a imaginarse que el 21 de julio de 2024 Jael Rodríguez iba a experimentar el verdadero pánico?

Era una tarde calurosa de verano. Jael se preguntaba si sus amigos querrían hacer algún plan que implicara acabar empapada de agua y no de sudor, por lo que escribió un mensaje por el grupo de WhatsApp: “¡¡Ey, chicos!! ¿Queréis bajar a la playa a refrescarnos y coger olas?

No tardaron en responder: “Me apunto”; “¡Claro!”; “Síiiiiiiii”.

Jael se puso contenta, se bajó de la cama y fue al armario a sacar el bikini. Se miró al espejo y observó el color tostado que había cogido su piel. Contrastaba muy bien con el rosa fucsia del traje de baño. Su cara, sin embargo, aunque había adquirido color, también había sido devorada por las pecas, dándole un aire inocente al aspecto asalvajado que llevaba normalmente, dado que sus rizos castaños eran casi imposibles de domar.

Con una sonrisa, cogió la mochila de la playa y bajó las escaleras hasta la planta baja de su casa, atravesó la cocina y fue directa al garaje, donde guardaba su tabla de surf. Dio un beso a sus padres y se dispuso a bajar a la playa. Eran veinte minutos de camino pero, con aquella bocanada de fuego rodeándola, acabó arrastrando los pies. Iba a ser un paseo largo e intenso. Sin embargo, el destino quiso que, a mitad de camino, su amigo Chema la recogiera. Llevaba el coche con el aire acondicionado puesto a tope. Un alivio para Jael, que se sentía pegajosa e insoportable.

Llegaron a la playa. Los demás ya estaban esperando. La decepción quedó reflejada en sus caras nada más pisar la arena: no había oleaje. Las altas temperaturas y la falta de viento hicieron de la playa un paraje inhóspito en el que lo único que les quedaba era bañarse. Sin más.

Así que eso hicieron. Jael cogió su tabla y se tendió encima, dejando que el agua la meciera, una vez se hubo dado un buen chapuzón. Cerró los ojos y se puso a imaginar los próximos días del verano: la semana siguiente eran las fiestas del pueblo, ya se notaba el flujo de gente paseando por las calles, comprando en el supermercado, bebiendo en las terrazas de los bares, etc. Pero lo que Jael esperaba con fuerza era la verbena. Esas noches de verano en las que la orquesta ameniza las fiestas con clásicos como “El vals de las mariposas”, “Mi gran noche”, y termina a golpe de “Fiesta Pagana” y “El vals del obrero”. Sí, eso era lo que esperaba. También ver a Oliver, el chico que la traía loca desde el verano pasado.

Oliver, un chico no muy alto, moreno, con rasgos amables y una sonrisa que paralizaba el corazón de Jael; tenía a sus abuelos en el pueblo y pasaba los meses de julio y agosto con ellos. Poco a poco fue haciendo amigos, entre ellos Chema, el que los presentó el pasado verano. Jael se pasó todas las fiestas intentando acercarse, pero su timidez le suponía un impedimento a la hora de hablar con él. Se paralizaba, no sabía qué decir, los colores le subían por la cara y, al final, terminaba dándose la vuelta y maldiciendo su falta de convencimiento. Y eso le dolió, sobre todo porque Oliver tenía ojos en ese momento para otra chica del pueblo. Alguien había sido más rápida que ella. Pero estas fiestas serían diferentes, Jael había cogido confianza en sí misma, rezumaba seguridad por cada poro de su piel y se había prometido que, por lo menos, se acercaría a hablar con él. Esta vez sí daría el paso.

Tan ensimismada estaba en sus pensamientos, que no se dio cuenta del silencio en el que estaba envuelta. No escuchaba nada más que el sonido del mar. Se incorporó en la tabla para comprobar, horrorizada, que se encontraba en medio de la nada. Pensar en lo que haría en los próximos días había hecho que los gritos de sus amigos, al ver que se alejaba tanto, se diluyeran.

Jael empezó a ponerse muy nerviosa e hiperventilar, no sabía con certeza por dónde remar para llegar a la playa. Se sentó en la tabla con las piernas cruzadas, y con los brazos intentó remar, sin éxito, hacia otro pedazo de la nada. La invadió el pánico y su sentido de alerta se activó, consciente del peligro. Le gustaba el mar, pero jamás había llegado tan lejos, le tenía mucho respeto.

Intentó mantener el control. “Mis amigos han tenido que darse cuenta de que he desaparecido, en unos minutos una lancha de rescate vendrá a por mí”, pensó.

Inspiró. Espiró. Consiguió relajarse levemente, esta vez sin cerrar los ojos, para echar un vistazo a lo que tenía alrededor.

Tenía mucho calor, su cuerpo estaba sudado y caliente y la boca, seca y áspera. Tenía mucha sed. Mucha sed y mucho calor. Temía bajarse de la tabla para darse un baño, pero estaba empezando a marearse. Notaba el cuerpo flojo y la cabeza bailaba de un lado a otro, a punto de desplomarse. Antes de que eso ocurriera, optó por coger agua con las manos y echársela lentamente por el cuerpo, sin causarse el golpe de calor ella misma. Algo aliviaba, pero su cabeza seguía caliente y su boca parecía una alpargata.

De repente, sintió que el agua se mecía de una forma distinta. La tabla se tambaleó. Pensó que ya venía la lancha de rescate, pero ni siquiera la vislumbraba. El pánico volvió a adueñarse de ella. Se le erizó la piel y un escalofrío recorrió su espina dorsal, dotándola de una gran cantidad de adrenalina, de esa que solo aparece cuando te enfrentas a un gran peligro. El sistema nervioso se activa y todo lo que sucede alrededor es una amenaza. Y con razón. Lo siguiente que vio, a no más de diez metros de la tabla, fue una aleta de tiburón. La primera reacción que tuvo fue alejarse de allí remando, aunque no avanzó muchos metros cuando se dio cuenta de que aquel tiburón no venía solo. Había por lo menos una decena.

Jael se quedó paralizada y comenzó a llorar en silencio. Le temblaba todo el cuerpo. Nunca había saludado a la muerte tan de cerca. Estaba perdiendo todas las esperanzas. Cuando llegara la lancha no quedaría nada de ella. Pensaba que los tiburones se la comerían. ¿Qué otra cosa harían teniendo carne fresca al lado? Optó por quedarse quieta y protegerse haciéndose un ovillo. A esas alturas, todo era mala idea.

Inconscientemente, empezó a imaginarse cuánto dolería la mordedura de un tiburón, qué parte del cuerpo atacaría primero. Visualizó tanto ese dolor que empezó a sentirlo en el brazo, en el abdomen, en la pierna… Basta. La paranoia le iba a servir de poca ayuda.

Echó un vistazo rápido, viendo lo mismo que un instante atrás. Sin embargo, a lo lejos, algo la deslumbró. Un destello se acercaba muy rápido hasta su posición. Se asustó muchísimo más de lo que ya estaba pero se dio cuenta de algo: los tiburones no nadan por encima del agua, solo podía ser una embarcación.

Aliviada y con lágrimas en los ojos, empezó a mover los brazos para que la vieran los integrantes de la lancha; sin embargo, sucedió algo inesperado: la embarcación redujo su marcha y se paró a una veintena de metros de su posición. Jael no entendía por qué, hasta que su tabla, de nuevo, se meció ligeramente. Tuvo que agarrarse a los bordes para no volcar. Algo la había golpeado.

-¡Ahí está la chica! Joder… Está rodeada de tiburones – dijo S1, reduciendo la marcha.

-Los hemos puesto nerviosos, mirad cómo se mueven y se acercan a ella. Tenemos que actuar ya – dijo S2.

-Vale, chicos, comenzamos maniobra de distracción. S3 y S4, sacad las bolas de carne y rellenad la pistola, seguid lanzando carne hasta que la tengamos subida a bordo; S2, vigila y hazle señas para que se calme, la necesitamos tranquila; yo me encargo de los mandos.

S3 y S4 comenzaron a rellenar la pistola de agua metálica que impulsaría la carne a una distancia más que suficiente para completar la maniobra.

Procedieron a ejecutar el disparo para alejar a los tiburones, pero el mecanismo del gatillo se había enganchado, dificultando el procedimiento. Pasaron otros angustiosos minutos, en los que Jael, aunque callada, estaba cada vez más nerviosa y mareada, pues no solo había un tiburón debajo de su tabla, sino otros dos rodeándola. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, escociendo su piel reseca y quemada, encogiéndose cada vez más, rodeando sus piernas con los brazos y metiendo la cabeza en medio, esperando que el final no llegara antes de lo previsto.

De repente, escuchó un disparo y un plof lejano. Su tabla se zarandeó por la rapidez con la que los tiburones abandonaron esa posición para ir en busca de otra presa que acababa de caer al agua. La lancha volvió a arrancar suavemente para acercarse, ahora sí, a Jael, mientras que disparaban una segunda remesa de carne al mar.

Llegaron a Jael mientras esta se aferraba con fuerza a la tabla para no desfallecer. Le lanzaron una cuerda para acercarla al máximo a la lancha y poder subirse a ella pero, mientras Jael intentaba coger la cuerda, el alivio y el mareo le jugaron una mala pasada y, al intentar levantarse, perdió el equilibrio y cayó al mar. El agua la despertó de su letargo y le inyectó de nuevo adrenalina. “Estas en el mar, rodeada de tiburones, coge el cabo y sube a bordo”, le dijo su voz interior. Pero asió tan desesperadamente la cuerda que resbaló, y se hizo una rozadura en la mano de la que comenzó a salir un hilo de sangre.

Solo bastó eso. Un fino hilo de sangre compitiendo con carne cruda. Los tiburones no tardaron en captar el olor e ir a por él.

Jael seguía escurriéndose, no era capaz de subir a la lancha. La tensión y la derrota hicieron que se mareara de nuevo, dejando su cuerpo a merced de los tiburones.

Pero no. El equipo de salvamento no iba a abandonar a Jael a su suerte, sobre todo estando tan cerca de conseguir el rescate. Haciendo acopio de valor, S2 se lanzó al mar, cogió a Jael con un brazo y con el otro agarró el cabo lo más fuerte que sus musculados brazos podían soportar. Sus compañeros empezaron a tirar de ellos hacia arriba, rescatándolos justo a tiempo, pues uno de los tiburones ya se había acercado lo suficiente como para lanzar un ataque al aire, intentando arrancar el pie de Jael de su cuerpo.

S2 empezó a reanimarla y a aplicar el tratamiento para los golpes de calor mientras se alejaban y ponían rumbo al puerto. Una vez volvió en sí, Jael no pudo contener su asombro al comprobar que la persona que la había rescatado era, nada más y nada menos, que Oliver. Tenían las caras tan cerca que pensaba que seguía inconsciente, que aquello no era verdad.

-¿Cómo te encuentras? Menudo susto nos has pegado – dijo Oliver. Su sonrisa iluminó su cara e hizo que Jael sintiera un cosquilleo agradable en su estómago.

Y así, con un rescate y una pregunta sencilla, empezó el mejor verano de su vida.

 

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