SILENCIOS DE BATALLA- Olga Belén Junquera
Por Olga Belén Junquera
«En las sombras más hondas de mi mente, donde ni los sueños se atreven a vagar, se libran batallas sin espadas ni acero. Allí, los fantasmas de un pasado grabado en mi piel se enfrentan a una vida trazada con tinta invisible. Con cada amanecer, mi historia renace, danzando entre lo que fue y lo que aún podría ser.»
Una noche gélida de invierno, regresé a casa, sintiendo el calor del ron fluir por mis venas, mi único aliado en la batalla más feroz de mi existencia. Su implacable sinceridad desnudaba mi mente, mientras intentaba mitigar esa herida eterna que se aferra al alma, una desdicha que, por más esfuerzos que haga, nunca logra cauterizarse del todo.
Después de una torpe lucha con la llave y la cerradura, el alcohol me arrastró a su abrazo letárgico y sentí cómo mi cuerpo se rendía, desplomándose sobre el frío mármol del suelo, que algunos se atreven a llamar coma etílico. Yacía allí, con el permafrost de la superficie filtrándose en mi piel, atrapada en un limbo entre la vigilia y el sueño. En ese instante, sumergida en un mundo donde la cordura se desvanecía como humo, experimenté una extraña felicidad que me envolvía por fin.
Me observé en la penumbra de una habitación sombría, deshecha por el parpadeo titilante de una vela. Mi cuerpo delgado y mi cabello negro como el azabache comenzaban a cobrar vida entre las sombras que danzaban en las paredes, creando una tenue claridad en la que mis ojos verdes se reflejaban como esmeraldas perdidas. Luché por levantarme, pero mis piernas, pesadas como plomo, se resistían. En un rincón lejano, el eco de una antigua melodía de Barbra Streisand, ‘Memory’, se deslizaba desde un viejo radio cassette, trayendo consigo el susurro de recuerdos olvidados.
—Despierta, tienes que despertar —susurró una voz desconocida, pero llena de familiaridad.
—¿Quién eres? —murmuré, tratando de enfocar mis pensamientos.
—Soy parte de ti, parte de tus recuerdos. Debes recordar, debes luchar —la voz se desvaneció mientras una sensación de urgencia se apoderaba de mí.
De repente, me hallé en una sala de partos. La blancura inmaculada del lugar me obligaba a entrecerrar los ojos, como cuando la luz del sol se infiltra en el cálido refugio de los párpados y enceguece. Con la vista apenas abierta, atisbé el nacimiento de una
niña, una pequeña alma que llegó sin aliento, pero que luchaba ferozmente por obtenerlo en el borde mismo del abismo. Su deseo ardiente de vivir la convertía en una guerrera valiente, enfrentándose al espectro de la muerte con una fuerza inquebrantable.
Ese instante, cargado de dolor y esperanza, fue el que marcó el inicio de mi existencia, infundiéndome un espíritu indomable que me acompañaría a lo largo de los años. Así se gestaba mi historia, protagonizada por una niña que creció entre la delicada fragilidad de la vida y la indómita fortaleza de su espíritu.
Con los ojos cerrados, una lágrima rodaba suavemente por mis mejillas. De pronto, me vi años atrás, corriendo por un campo verde bajo un cielo azul sin nubes. Sentía el sol acariciando mi piel, el viento jugueteando en mi cabello negro, y las risas de mis amigos llenando el aire.
—¡Corre más rápido! —gritó mi amiga Victoria, su risa contagiosa resonando en la brisa.
Pero el campo se desvaneció, y me encontré en la habitación oscura, iluminada solo por la vela temblorosa. En la esquina, una figura me observaba con ojos de ternura.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté con un hilo de voz.
—Que recuerdes —dijo la figura, levantando una mano curtida por el tiempo, con nudillos endurecidos, y señalando hacia una puerta.
Allí encontré el fluir de mis recuerdos, donde mi vida y mis raíces se entrelazaban en una mezcla de sangre y generaciones pasadas. Como un tapiz intrincado, las cartas de mi existencia se desplegaban ante mí, revelando tanto los triunfos como los fracasos. Cada experiencia, cada encuentro, añadía matices de color y profundidad, como si se desplegaran láminas de cuadros de Van Gogh, mostrando los sentimientos de una historia que estaba destinada a vivir.
“Recuerda” …me decía aquella voz, “cuando eras pequeña, tu carácter era introvertido, y tus relaciones con los demás quedaban mermadas por la timidez que te envolvía. Pero yo sabía que tu constancia te llevaría algún día a cumplir tus propósitos. ¿Recuerdas el día del dibujo en el colegio?” la voz resonaba suave pero firme.
“Pasabas desapercibida hasta que una profesora se fijó en aquel dibujo y consiguió despertar la confianza en ti misma al valorar tu talento”
La imagen se desvaneció y me vi en un patio de colegio, con los ojos brillantes y esa sonrisa que siempre acompaña mi rostro, emocionada al escuchar a la profesora elogiar mi trabajo. El sentimiento de orgullo y la chispa de confianza que encendió en mí eran palpables.
“Recuerda… continuaba la voz, “cuando te convertiste en adolescente, en una tarde durante un encuentro con amigos en el centro de nuestro pueblo, surgió la idea de una apuesta emocionante: nadar hacia un faro ubicado a largas millas de la playa. Sumergidos en el agua, nadasteis ida y vuelta, cumpliendo con la apuesta”
De repente, estaba en la playa, sintiendo la adrenalina mientras nadaba hacia el faro. El agua fría golpeaba mi rostro y mis brazos se movían con determinación. El logro de alcanzar el faro y regresar no solo fue un acto personal, sino un recordatorio de que, más allá del género, el coraje y la determinación prevalecen.
“Así demostraste que, sin importar el género, cuando el propósito es alcanzar algo, lo logras sin tener en cuenta las etiquetas de masculino o femenino. Tu proeza en el agua fue más que una victoria personal; fue un recordatorio elocuente de que el coraje y la determinación no conocen género” me decía la voz.
Otra carta se desplegó. Estaba en el despacho de una oficina, con una mesa de madera ovalada y brillante como el caparazón de una tortuga. El aroma peculiar de flores salvajes del ambientador llenaba el aire. Allí estaba él, un jefe injusto, y yo enfrentándome a él. Sus gritos resonaban en la habitación, pero yo permanecía firme, luchando por mis derechos.
“Recuerda…” susurraba la voz, “el día que te viste envuelta en un conflicto laboral injusto. En lugar de sucumbir a la presión, optaste por luchar por tus derechos: demandar justicia y equidad. No estabas dispuesta a soportar las amenazas de tu jefe, quien desafiaba tu profesionalidad y los años dedicados a la empresa. Habías entregado tu vida, luchado incansablemente por los derechos de los demás, mostrando tu bondad y corazón. No podías tolerar las injusticias ni permitir que despedazaran tu dignidad”
“Una luchadora incansable, enfrentando los desafíos como las olas furiosas del mar. Simplemente tú, lograste transformar por completo tu vida laboral. Encontraste la felicidad en lo que hacías, y con eso te debes quedar” continuaba la voz.
Otra imagen apareció: mis hijos, cada paso de su crianza, a quienes inculcaba la igualdad, el respeto y la determinación para superar cualquier obstáculo… pero se desvaneció para dar lugar a aquella voz tan familiar que me susurraba…
“Querida hija…esa voz tan familiar era la de mi padre que me seguía diciendo:
— Sé que el día más difícil de tu vida fue cuando recibiste aquella llamada para acudir en mi búsqueda. Mis ojos verdes te miraban, anunciándote los escasos segundos que me quedaban. Tú, con dolor, te despedías de mí, con tu corazón roto en mil pedazos, pero quiero que sepas que dejé algo especial para ti”
La escena cambió. Estaba en la cocina de mampostería de la casa de mis padres. Muchos amigos habían acudido para socorrerte, te sostenían casi en brazos, cada uno haciendo lo que podía mientras esperaban la ambulancia. Yo, paralizada como un árbol, observaba la escena. Mirándote a los ojos, que permanecían perdidos como si no comprendieran la situación, tus balbuceos intentaban decir algo que aún no he podido descifrar. Esos sonidos aún resuenan en mis oídos, latentes, esperando ser codificados. Así, mis ojos y los tuyos se despidieron con una gran tristeza, porque ambos sabíamos que era nuestra última mirada de complicidad.
La voz de mi padre seguía resonando en mis oídos diciéndome:
—Aunque ya no esté físicamente conmigo, quiero que sepas que estoy tranquilo, feliz y, sobre todo, estoy aquí para guiarte y apoyarte en este momento de tu vida, como siempre lo he estado. Así que sé feliz, que yo te cuido desde aquí”.
En ese instante, esas palabras resonaron en lo más profundo de mi ser, reconfortándome en medio de la angustia y el dolor. Saber que mi padre estaba tranquilo y feliz, incluso en sus últimos momentos, me llenó de una sensación de paz y serenidad. A pesar de la tristeza abrumadora, sentí su amor envolviéndome, guiándome a través de la oscuridad hacia la luz. Sus palabras se convirtieron en un faro de esperanza, recordándome que su espíritu viviría siempre a mi lado, brindándome fuerza y consuelo en los momentos más difíciles.
Entonces, en un instante de claridad dentro de las profundidades de mi inconsciencia, me di cuenta de que esas cartas simbólicas parecían contener la esencia misma de mi vida; de repente, cobraron un nuevo significado. Eran como las estaciones de mi existencia, cada año representado por una carta. Las cartas que mi padre escondió
cuidadosamente en mi mente a lo largo de mi crianza. En cada una de esas cartas, yacía un mensaje, una lección, una guía para enfrentar los silencios de guerra que rugían en mi interior.
Cada carta era un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, incluso cuando la batalla parecía perdida, yo tenía el poder dentro de mí para transformar el silencio en acción, la duda en determinación, la guerra interna en victoria.
En ese momento de revelación, me di cuenta de que las cartas no eran solo palabras de mi inconciencia, sino una herencia invaluable, un legado de coraje y esperanza que mi padre había depositado en mí. Eran las herramientas con las que podía construir mi propio destino, enfrentando cada desafío con la certeza de que llevaba dentro de mí el poder para triunfar.
Con una mezcla de asombro y gratitud, me dispuse a desenterrar cada una de esas cartas ocultas en las profundidades de mi mente. Sabía que en ellas encontraría la fuerza y la sabiduría necesarias para enfrentar lo que sea que la vida me trajera. Y con el eco de las palabras de mi padre como guía, me preparé para convertir los silencios de guerra en batallas reales ganadas.
Un ladrido rompió el silencio y me arrancó del sopor. Mi perro estaba ahí, junto a mí, su lengua húmeda y rugosa besaba mi rostro insistentemente, como si intuyera que solo él podía sacarme del abismo en el que me encontraba. Con esfuerzo, me incorporé y lo abracé con fuerza, buscando en su calor una tregua al tormento que me consumía.
—¡Cuando bebas, no salives nunca! —le dije, y mis palabras resonaron en la habitación como un eco amargo. Luego, con voz quebrada, le susurré al oído—: Eres el mejor amigo del hombre, pero jamás comprenderías lo que he vivido.
Lo tomé entre mis brazos y, al mirar por la ventana, observé cómo la ciudad seguía su curso, ajena a mi dolor. Con el corazón aún pesado, caminé hasta mi habitación. Coloqué a mi fiel compañero sobre la cama, a los pies, y le dije en un susurro:
—Buenas noches. Mañana será otro día…
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
Me ha encantado ,he visto la vivencia de una niña que se convierte en mujer pese a las barreras y el dolor en su trayectoria de la vida ,que después de todo hay que seguir viéndola con todos sus recuerdos en tu corazón
Qué bonito y real