La Reunión- Antonio Jesus Torres

Por Antonio Jesus Torres

A dos Tomases de mi Santoral literario,

Mann y de Quincey, que algo de ellos hay en este relato

Aquella fue la última vez que nos reunimos los cuatro. Nos conocíamos
desde niños y cada cierto tiempo quedábamos para pasar la velada juntos.
Desde que estábamos en el colegio, de vez en cuando, en vez de salir,
quedábamos en casa de Javi o de Pepe para ponernos a charlar hasta altas
horas de la madrugada.

Esa tarde me había recogido Pepe; siempre lo hacía, le gustaba llegar
acompañado. La calle era bastante empinada y siempre había problemas
para aparcar. Dejamos el coche muy arriba y bajamos la cuesta cubierta de pinos charlando sobre el próximo ciclo de cine friki que habían
programado por esas fechas.

-Dentro de tres miércoles echan Blade Runner en el Albéniz –
comentó Pepe rascándose la nariz.

Que buena gente era Pepe; el pegamento del grupo, siempre felicitaba los aniversarios y
onomásticas el primero y, además, siempre que había un examen, una
enfermedad o cualquier otro evento, estaba pendiente de poner al día a los
demás.

-Pepe, tío, pero si ya la hemos visto siete veces -repliqué.

-Sí, pero esta vez es la versión del director, lo del unicornio, ya sabes…

-A ver si esta vez no nos sentamos cerca de ninguna friki loca como la
última vez.

-Pero, ¿y quién vive? – sentenció Pepe.

La casa de Javi se descolgaba por la ladera y disfrutaba de unas de las
mejores vistas de la ciudad. Se accedía desde arriba y, bajando unas
escaleras que se curvaban pegadas al muro que daba a la carretera, se
llegaba a una pequeña zona ajardinada cubierta por una pérgola. Allí había
instalada una cocina completamente equipada.

Cuando llegamos, Adolfo estaba tomándose una copa y fumando un pitillo
con mucha ansiedad. Javi nos señalaba con la nariz un cubo lleno de hielo
repleto de botellines de cerveza, mientras sacaba una enorme pieza de
carne del horno.

La conversación durante la cena versó sobre amigos comunes, las últimas
“escapadas” de cada uno, y temas totalmente intrascendentes.
De repente, alguien comentó algo sobre si, al igual que había héroes, santos
y buenas personas, existiría también gente eminentemente mala, personas guiadas por el demonio. La Madre Teresa fue la primera persona que se
acercó a los enfermos de sida y, cuando murió, absolutamente todo el
mundo lo sintió. En cambio, la muerte de Hitler, Bin Laden, Sadam Hussein,
etc. nadie la lamenta.

-Es cierto, hay gente que debería estar muerta –comentó Javi.

-¿Quieres decir que estas a favor de la pena de muerte? –preguntó
Adolfo.
-No digo eso, pero lo ideal es que, si muere alguien, ¡yo qué sé!, en un
accidente, un atentado, lo ideal sería que fuera alguien malo, alguien
que no aporte nada a la humanidad.

-El asesinato es un delito que en ocasiones no es del todo inmoral. De
hecho, se puede cometer un homicidio en defensa propia, por
hambre, por proteger a un hijo –intervine yo.

-Como sigamos así –apuntó Pepe– vamos a justificar el asesinato.

-¡Leche, Pepe!, solo estoy poniendo casos de extrema necesidad -dije.

-Quizás, para algunos casos, sería la única solución, la solución final,
aunque aparentemente no sería justificable por la gran mayoría de la
gente.

-¿A qué te refieres, Adolfo?

-Os voy a contar una historia que puede ilustrar lo que os estoy
comentando.

Javi sacó una botella de Chivas junto con una cubitera y empezó a
repartirnos unas copas en una mesita de madera delante nuestra, en el
centro del salón. La noche ya envolvía todo y una gran luna llena se reflejaba
en los vasos tallados. El cielo estaba limpio y la noche de verano apartaba
el calor que había acampado sobre la ciudad durante el día.

“El relato comienza en la Facultad de Económicas. Nuestro protagonista,
llamémosle Esteban, era un estudiante modelo, inseparable de otro
estudiante, nos referiremos a este como Diego. Ambos eran muy amigos y
cuando terminaron sus estudios, los dos enviaron los curriculums a las
mejores empresas del país.

Nuestro protagonista consiguió un puesto en un gran banco americano y le
encomendaron la tarea de evaluar el riesgo de las operaciones mayores a los dos millones de euros. Disponía de una gran nómina que le permitió
formar una familia y tener una vida más o menos desahogada.
Todo iba de maravilla para Esteban hasta el día que contrataron a un
comercial experimentado. Provenía de una multinacional inglesa y
aportaba practicas muy agresivas no vividas en la compañía hasta ese
momento. Digamos que se llamaba Miguel. El primer encuentro que
tuvieron no acabó bien. Miguel le echó en cara a Esteban que los números
que estaba dando su departamento dejaban mucho que desear. Como
Esteban estaba muy seguro de su trabajo, despreció los comentarios de
Miguel y continuó con su labor con su habitual profesionalidad.
En los meses siguientes muchas operaciones presentadas por Miguel
fueron rechazadas por Esteban con la consiguiente queja a la dirección del
primero. Las operaciones que aprobaba, habitualmente disponían de
documentación insuficiente. Se llegó a un punto de no retorno.
Sus desavenencias llegaron a la dirección de la empresa que, obsesionada
con obtener más beneficios, le dio pábulo a Miguel y el trabajo de Esteban
quedó cada vez más expuesto a críticas y su puesto en entredicho.
Pasaban los días, las semanas, los meses, y el trabajo que tantas
satisfacciones le había proporcionado hasta entonces se le hacía odioso. Le
repercutía en su carácter, su humor y llegó a afectarle hasta en la salud.
Por su parte, Diego había conseguido trabajo en una consultora. Tras años
de inflarse de trabajar y establecer con los clientes relaciones sólidas y
duraderas, había obtenido un puesto de bastante reconocimiento.

-Oye Esteban, estoy por Málaga, ¿quedamos para comer? – telefoneó
Diego a su amigo.

-Tío, si es entre semana, mal. Lo que podemos hacer es quedar para
tapear –respondió Esteban-. Lo estoy pasando jodido en el curro y
no levanto cabeza, tengo que volver pronto a la oficina.

-Ok, conozco un sitio en el SOHO que está fenomenal y además hay
una camarera que tú conoces y te vas a llevar una alegría.

-Mira, Diego, eres incorregible –dijo Esteban con el esbozo de una
sonrisa.

Acordaron el sitio y la hora y colgaron el teléfono. Esteban se levantó de
su puesto, se dirigió a la zona de descanso, y se puso un café en la Nespresso
pensando en lo buena gente que era este Diego.

A la hora acordada estaban tomando una caña helada acompañada por una
ración de atún en manteca.

-¿Qué te pasa en el trabajo? ¿Qué me estabas contando por teléfono?

-Se trata de un fulano que me amarga la vida. No sé cómo se las ha
arreglado, pero tiene a la dirección en el bolsillo y trabajando es
bastante fullero. Engaña a los clientes, engaña a sus jefes, hace
trampa con la documentación…, ¡enano cabrón!

-Vamos, un angelito – apuntó Diego.

-Estoy pesando en abandonar, en pedir el finiquito y buscar otra cosa.

-¡Qué dices, Esteban! Ni en broma.

-Pero es que mientras siga este comercial no voy a levantar cabeza.

-¿Y si desaparece?

-¿Qué quieres decir?

-A lo que me refiero es a que, si este chico desaparece, ¿tú te quedas
más tranquilo?

-Si no existiera, todo volvería a su cauce y yo claro que viviría más
tranquilo.

-Pues mira, escucha con atención: tengo un cliente en Almería con el
que tengo mucha confianza. Tiene mucha pasta y es dueño de un
montón de hectáreas de invernaderos en El Ejido, ya sabes…

-¿Qué tiene que ver un tipo de Almería con esto? -le interrumpió
Esteban.

-Tú atento –decía Diego bajando el tono de voz–. Nuestro amigo es
dueño también del mejor puticlub de la zona. ¿Sabes?, es un edificio
con muchas plantas, cada una con un ambiente, una pasada…

-Vamos, Diego, pero qué me estás contando –volvió a interrumpir
Esteban–. Oye, tío, tú estás enfermo.

-Calla, calla, que ahora viene lo bueno, ¿tú tienes tres mil euros? –
Diego hizo una pausa intrigante–. Pues resulta que tienen varios
gorilas contratados, ya sabes, que por esa pasta te quitan de en
medio a tu amigo.

-Diego, me estás asustando.

-Yo lo veo clarísimo –dijo el otro– se elimina la persona, se elimina el
problema. Tú lo que te tienes que plantear es si tu compañero es
buena o mala persona.

Tras el café le siguió un gin tonic, y luego otro y otro y continuaron
charlando hasta que empezaron a recoger el local. Habían seguido
hablando de detalles, de implicaciones, de la posibilidad de que se
descubriera, y tras varias horas elucubrando todas las posibilidades
empezaron a trazar un plan.

Lo efluvios del alcohol iban haciendo su efecto, y la conversación fue
deambulando por unos caminos insospechados. Lo que parecía claro en un
principio se fue complicando conforme pasaban los minutos y el resultado
de la conversación difería radicalmente del planteamiento inicial.

Estaban en una nube, las carcajadas interrumpían continuamente la
conversación. Las lágrimas de risa afloraban en sus mejillas y cualquiera que
les estuviera viendo pensaría que la conversación versaría sobre algo muy
gracioso.

Pero no. Estaban decididos a encargar el crimen, que debía ser lo más sangriento posible. No había razón para ello, pero ¿por qué no?  La víctima tendría que dejar a sus espaldas una familia extensa, y además, que se quedara completamente en la ruina.

¿Pero cómo conseguirían que no se pudiera establecer una conexión entre la
víctima y Esteban?

-¡No hay problema! –dijo de repente Esteban estirando los brazos,
arqueando la espalda hacia atrás y posando las manos encima de la
mesa–. Hay otra persona a la que podríamos liquidar.

-¿Otra “mala persona”? Pero tú, ¿en qué empresa trabajas?

-¿Mala persona?, no. Bueno, ni idea. La verdad es que no le conozco
bien, solo me parece un gilipollas.

-A ver, aclárate – Diego cogió del hombro a
Esteban-. ¿No íbamos a mandar al otro barrio a tu amigo “Miguelito”?

-Me refiero a quitar de en medio a su jefe.

-Vaya con Esteban “el justiciero”, ¿y este que ha hecho?

-Nada, solo que se me acaba de ocurrir para que no relacionen la muerte de Miguel conmigo.

-Je, je, je, creo que estas más borracho que yo.

-Que va, tío, siento que me ha invadido una clarividencia que hasta ahora no había tenido en cuenta. – y comenzó a desarrollar una teoría que se basaba en que siempre habría migueles a los que contratar, dispuestos a hacer la vida imposible a los estebanes de turno. Por tanto, el caso es que muera alguien, que haya caos, que se extienda el miedo. Y además, ya no había relación alguna de nuestro protagonista con los asesinos.

La verdad es que Esteban apenas tenía trato con el jefe de Miguel, de hecho,
siempre dudaba de cómo se llamaba, Juan Carlos o José Carlos.

Pues bien, los matones recibieron el encargo y ejecutaron la tarea.
El entierro de Ángel Carlos, así se llamaba el pobre desgraciado, se celebró a los pocos días, la autopsia reveló que hubo ensañamiento, la familia no se explicaba qué podía haber pasado. Tras
varios meses de investigación la policía archivó el asunto al encontrarse un
callejón sin salida.

Tras el incidente, una sombra cubrió la oficina que compartían Miguel y
Esteban. El trabajo se ralentizó, las conversaciones entre compañeros eran
cada vez más anodinas. La monotonía invadió a los trabajadores y la vida de
Esteban volvió a ser tranquila y apacible.

A partir de entonces, cada vez que volvía a casa, se le dibujaba una sonrisa
en la boca y, al cruzar la puerta, alargaba la mano y agarraba un puñado de
jazmines para inmediatamente acercárselos a la nariz y aspirar el agradable
aroma con el que identificaba su hogar”.

Adolfo paró de hablar de repente. Parecía que se había detenido el tiempo.

-Oye, Adolfo, valiente rollo nos has contado –dijo Javi cortando el
silencio como con un cuchillo–. ¿Cómo va a ser así? Esto es un cuento
chino.

-Te aseguro que todo lo que os he contado es absolutamente cierto –replicó Adolfo.

-¡Cómo va a ser cierto! La historia tiene muchas lagunas –comenté
yo, dándole la razón a Javi- y además es muy poco creíble que la
policía no descubriera nada.

-Lo puedo demostrar –sentenció nuestro amigo.

No me podía creer que Adolfo defendiera con tal ahínco lo que nos acababa
de contar. Me mojé los labios con la copa y eché la cabeza hacia atrás
entornando los ojos. Entonces escuché a Pepe preguntarle que cómo lo
podía demostrar. A lo que respondió Adolfo: “porque ese joven economista
llamado Esteban, ese chico, amigos, era yo”.

De repente un penetrante olor a jazmín nos invadió. Abrí los ojos y vi de
espaldas a Adolfo, mirando el horizonte, con varias ramitas del jazmín que
había plantado en un macetón de la terraza en sus manos.

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