NUNCA ESPERAS LO INESPERADO – Maria Mercedes Rompinelli Saez

Por Maria Mercedes Rompinelli Saez

El avión sobrevoló la gigantesca ciudad y comenzó la maniobra de aproximación al aeropuerto internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Teresa pegó la nariz a la ventanilla y empezó a distinguir las casas, los coches y la pista de aterrizaje. Al cabo de unos minutos eternos la cinta transportadora escupió su maleta y Teresa la agarró con fuerza, se agitó el pelo y caminó hacia la salida de la terminal con el corazón latiéndole con fuerza. Estaba nerviosa. No tenía ni idea de qué es lo que saldría de ese viaje, pero después de un año carteándose con el que ella creía el amor de su vida, decidió arriesgarse y visitarle. Naturalmente, en su casa no vieron con buenos ojos este ataque de amor. Su padre, diplomático de profesión, siempre ocupadísimo pero comprensivo con su hija de 21 años, la despidió con cariño. Su madre, doña Amelia, una mujer fría y seria, además de tradicional y rancia, dejó de dirigirle la palabra esperando conseguir con ese chantaje emocional que Teresa se quedase en Madrid. Pero la actitud de doña Amelia tuvo el efecto contrario: Teresa decidió que en lugar de diez días iría un mes, y se quedaría a pasar las Navidades con Diego, su amor del alma, y su familia. Era la primera vez que pasaría las fiestas fuera de casa pero sentía que iba a merecer la pena.

La puerta automática se abrió y divisó el pelo rubio de Diego. El padre de Diego era alemán además de un borracho empedernido, y esa fue toda la herencia que le dejó, rasgos muy diferentes a los de sus cuates mexicanos. Se fundieron en un largo abrazo y empezó a vivir su cuento de hadas. Diego era artista (o eso decía) y en sus ratos libres pintaba cuadros, coloridos y con figuras geométricas, que le vendía a compradores incautos y a amistades variadas. A diferencia de Teresa, que estaba terminando Derecho en una universidad de prestigio, no se veía con un trabajo estable ni un futuro prometedor, pero a él eso le importaba poco, o en sus propias palabras, “le valía madre”.

Durante la estancia de Teresa en el país visitaron Acapulco, Puerto Vallarta, Bahías de Huatulco, el Golfo de México…, se bañaron en el mar Caribe, disfrutaron de cenas románticas, de largas charlas salpicadas de risas, y de abrazos interminables. Teresa bebía de la mirada de Diego, y no se separaban ni un minuto; vivieron un romance digno de la novela rosa más cursi. Uno de los fines de semana que pasaron en el D.F. asistieron a una boda mexicana. Teresa estaba encantada con la fiesta que se celebró en una hacienda a las afueras de la capital, cuyo dueño, un magnate con negocios de petróleo en Dallas, no dudó en convertir la boda en el evento hortera del año: mariachis, comida en abundancia, un tío vivo, una noria gigante, un tobogán acuático, tequila y drogas, muchas drogas. Sirvientes y meseros atendían cualquier capricho o petición de los comensales.

A Teresa se le fue de las manos, como era de esperar; a lo máximo que ella había llegado en la universidad era a probar un porro y beber unos cuantos botellines de cerveza, más que nada por no destacar entre sus compañeros que todos los días a las doce salían al jardín de la facultad de Derecho a filosofar sobre la vida y beber, a hablar de política sin saber y beber, y a tirar los tejos a la primera de la clase que se dejaba
querer y seguir bebiendo. El mareo que sentía era importante así que decidió que ya era hora de volver a casa. Empezó a buscar a Diego y se adentró en la enorme Hacienda. Los salones eran impresionantes, con sillones de cuero repujado típico del país, cristalerías de vidrio soplado, de colores, pinturas en lienzo representando a dioses aztecas, pirámides mayas, mujeres campesinas o a la Virgen de Guadalupe…
todo en la casa era impresionante y ostentoso, y a pesar del mareo empezó a curiosear
por las diferentes estancias. De repente al escuchar voces se acercó a uno de los salones, y fue cuando reconoció la voz de Diego.

-Ya os dije que era poco tiempo para conseguir el dinero. Pero la cocaína está ya repartida.
-Mira, Dieguito, estos cuates no se andan con vainas. No mames, güey, es que si no tienes la lana, te van a apalizar y a tu güerita te la van a violar. Así que ya, sale, consigue la lana no más.
-No seáis pendejos, eso no es tan fácil. Además, tenía un plan para sacarle dinero al padre de Teresa pero parece que no está saliendo bien.
-Pues qué onda, échales huevos entonces, tienes tres días para darnos una respuesta. O devuelve el perico.
-Órale pues, ahí nos vemos.
La puerta se abrió de repente y Diego le clavó una mirada fría y desconfiada.
-¿Qué haces aquí?, ¿has estado escuchando?
-Yo, eeeh, estooo, no no, yo sólo te estaba buscando, es que estoy muy mareada y me quiero ir.
-Claro que nos vamos, y no me gusta que seas tan chismera. Deberías estar con las
otras mujeres esperándome.

Teresa sentía ganas de vomitar, pero no por el tequila, sino por todo lo que había escuchado. Su cabeza era una lavadora. Su mente centrifugaba pensamientos y su corazón se rompía en mil pedazos. ¿Era Diego un mentiroso?, ¿un ladrón, que sólo se le había acercado para utilizarla y sacarle dinero a su padre? ¿Qué era eso de la cocaína? ¿Había perdido la cabeza por un narco? Al llegar a casa las cosas no mejoraron. Teresa se encerró en el baño a llorar y luego se dio una ducha para despejarse. Nada más salir del cuarto de baño Diego la violó, varias veces, hasta que se quedó durmiendo la mona. Teresa hizo su maleta y, ya de madrugada, se dirigió a la policía a interponer una denuncia. Los policías, lejos de atenderla, reclamaron su “mordida” para empezar a escribir de momento en el ordenador, y sólo cuando ella mencionó el nombre completo de Diego varios hombres se acercaron a ella. No había ni una sola mujer policía para atenderla aunque fuese un caso de violación.

– ¿Estás segura, güerita? ¿Diego Ramírez, alias “el chavo”? Mira que nos jugamos mucho, tanto tú como nosotros.
– Estoy segurísima. Os llevaré hasta él si me facilitáis coger un avión rumbo a España en veinticuatro horas.

Y al concluir el que iba a ser el mejor viaje de su vida Teresa huyó de México como alma que lleva al diablo. Desbordó su energía mental por tratar de olvidar la historia, volver a la rutina y centrarse en sus estudios. Pero al mes de su llegada a España, su padre, ese hombre comprensivo y afable que siempre le sacaba una sonrisa, falleció de un ataque al corazón mientras leía el periódico tranquilamente en su sillón favorito en casa. Y a los dos meses de su llegada de México, Teresa descubrió en la consulta del ginecólogo que estaba embarazada.

– Doña Amelia no se va a tomar esto muy bien- el doctor Palomares sonrió sarcástico mientras daba una calada a su cigarro.- Dime cómo puedo ayudarte. Tengo amigos en la clínica más famosa de Madrid, ya sabes, la del Paseo de la
Habana.
– Quiero tenerlo. No es que ser madre entrase en mis planes, pero hablaré con
ella, y le diré que me responsabilizo.
– Como quieras- dijo el médico encogiéndose de hombros- pero sé que no será fácil. La conozco, son muchos años atendiéndola a ella y a sus hermanas. Tu madre es una mujer fría, nunca he logrado traspasar esa muralla de desconfianza que proyecta, nunca jamás la he visto sonreír.
– Lo sé- Teresa hizo un gesto despreocupado- es una mujer de hielo. No cambiará, y desde que murió mi padre es una tirana. Al llegar al piso del barrio de Salamanca que compartían ahora madre e hija

Teresa sintió verdadero miedo ante el momento que iba a vivir.
– Mamá, siéntate por favor, tengo que darte una noticia.
– ¿Qué quieres ahora?- la miró con cansancio- Tú y tus misterios.
– Mamá, estoy embarazada.
La cara de doña Amelia cambió de color. Su rostro empezó a desfigurarse en una mueca mezcla de sorpresa y asco.
– ¿Qué dices? ¿Estás segura? ¿Pero cómo? ¡Cómo! ¡Cómo has podido dejar que
pase esto!

– No lo sé, no lo esperaba. Créeme mamá, esto no me lo esperaba de ninguna
manera. Pero ha pasado.
– Pues abortas. Eso es lo que harás. Yo te lo pago, y yo misma te llevaré a la clínica. Hablaremos con Palomares, seguro que tiene contactos.
– Ya he hablado con él. Y no voy a abortar. Estoy de 9 semanas y voy a tenerlo.
– Tú no vas a tener nada. Nada, ¿comprendes? Tú no me vas a avergonzar, ni vas a vivir de mí con un hijo sudamericano, que saldrá vete tú a saber cómo, porque esa gente son como monos. Olvídate, esto lo solucionamos en un par de días.
– De nada sirvió que Teresa llorase, suplicase o hiciese huelga de hambre; probó todo para conmover el corazón de piedra de doña Amelia, pero ni siquiera cuando pasó a la fase de amenazar con irse de casa eso le afectó a su madre.
Teresa padeció la crueldad de la violación, arrastró su imagen y su dolor, pero aun así, la vida en su interior sentía que le devolvía la esperanza, consolaba la ausencia del padre querido; la llamaba a dar vida, a superar un pasado envuelto en el error.
Una mañana soleada Teresa cruzó el umbral de la clínica sola, cabizbaja y con el corazón roto en mil pedazos. Doña Amelia le advirtió que volvería a por ella unas horas después, cuando despertase de la anestesia. Aún recuerda las caras tristes de aquellas mujeres que estaban junto a ella en la sala de espera; quizá querían hacerlo y estaban allí voluntariamente, quizá estaban forzadas por sus
padres o parejas, pero todas tenían en común un velo de pena y amargura en sus ojos.
La misma que anidaba en su interior. Sentía dolor en sus entrañas, incluso náuseas. La angustia le hacía sentir la sangre helada, esa sangre necesaria para alimentar la vida que se veía obligada a cercenar.

Teresa no sabe por qué se ha acordado ahora de esta historia; de esta parte horrible de su vida que ocurrió hace ya diez años. Se ha puesto melancólica sin saber por qué y sólo la voz de la enfermera del turno de noche la saca de sus pensamientos.
– ¿Qué tal, Teresa? ¿Cómo lo llevas?
– Bien, cansada. Creo que voy a coger un café de la máquina. La noche será larga, supongo.
– Bueno, de eso quería hablarte. Tu madre no pasará de esta noche. Es cuestión de horas ya. Al final ha sido más rápido de lo que esperábamos, es un cáncer muy agresivo. Deberías despedirte cuanto antes.
– Claro que sí- Teresa sonrió serena.-Voy para allá.

Entra en la habitación de su madre. Huele a lejía, a muerte, a flores rancias. Se acerca y la mira. No siente nada. Lleva días intentando llorar, desahogarse, sentir algo de cariño pero no siente absolutamente nada. Está vacía por dentro como el caparazón de una tortuga muerta. Le coge la mano llena de cables, la piel reptiliana está fría, y le habla, sin saber si su madre, que tiene esos ojos sin alma fijos en ella, la escucha o no. Su mirada es traslúcida como el hielo.
– Bueno, mamá, esto se acaba. Pues que te vaya bien. ¿Sabes? Llevo años sin contarte nada, y no me arrepiento, siempre has sido muy tóxica para mí, una madre castradora de libro. Lo mejor que pude hacer fue alejarme de ti e irme a
vivir a Roma. Pero te voy a hacer una confesión, un regalito para que te vayas tranquila, ma-dre.
Teresa extrae una fotografía de su bolsillo.
– ¿A que es guapo? No parece un mono, ¿verdad? Fíjate qué pelo, mira sus ojos de lince, su sonrisa de primavera,…y es muy inteligente. No se parece a ti en nada.¿Quieres saber cómo se llama? Se llama Diego, como su padre. –Teresa le coloca la fotografía en la mano, y le cierra los dedos con amargura, con fuerza; los aprieta como alambres de espino hasta oír el crujir del papel y el propio chasquido de los nudillos. El último sonido que se oye en la habitación, junto al susurro helado y seco de una guadaña.

 

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Pilar Melgarejo

    Bestial !! Simplemente genial !!! Quién diría que es ficción !!😅
    Por favor una novela de la vida de Teresa !!!!❤️

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