DEL NORTE AL SUR, MI RAIZ – María Inmaculada Gómez

Por María Inmaculada Gómez

DEL NORTE AL SUR, MI RAÍZ
Mi madre siempre me explicaba mi nacimiento como su vuelta a la vida.
Vivió su embarazo con una inmensa alegría porque unos años antes la enfermedad le dio un duro golpe, del que pensó que no saldría.
Enfermó de neumonía y por aquel entonces la penicilina escaseaba. Alexander Fleming la descubrió en 1928 en Londres, pero la guerra mundial hacía imposible su comercialización en el Reino Unido, así que con el apoyo de la Fundación Rockefellerse involucró a la industria farmacéutica estadounidense y en 1941 produjo penicilina a gran escala.
Tuvieron que pasar tres años hasta que la penicilina llegó a España en 1944. Al principio solo podía conseguirse de estraperlo. Era complicado acceder a ella desde Cádiz.
Ella se resistía ante la idea de la muerte. Se asía de los barrotes de la cama y pensaba: «De aquí no me muevo». Dios mío, no puedo morir, tengo a mis hijos pequeños aún, no puedo dejarlos todavía.
Afortunadamente, el médico que la visitaba diariamente le sugirió suministrarle varias dosis de penicilina que le habían llegado de Madrid, a ver si mejoraba.
Gracias a Fleming y al doctor que la visitaba, fue mejorando y pudo librarse de la sentencia que tanto temía.
Una vez recuperada de la neumonía, llegó la noticia: ¡¡estaba embarazada!!
No se imaginaba que a sus cuarenta y dos años volvería a la ilusión de un nuevo bebé.
¡Volvía a la vida!
Nací en una ciudad milenaria, llamada Gadir por los fenicios, bañada por el océano Atlántico, tierra preciosa y salerosa, un veinte de enero de 1954. La casa de mis padres se preparó para mi llegada. Todos nacimos en casa con la ayuda de una comadrona.
Antes del parto, mamá se ocupó de que mis hermanos no estuviesen enredando en esos momentos. Vivíamos muy cerca de la plaza de San Antonio y desde cierta altura se veía con claridad la torre de la iglesia donde anidaban las cigüeñas, así que les hizo subir a la azotea y les dijo que una de ellas les traería un hermanito. Me imagino la ilusión que tendrían.
Hacía mucho frío; es más, cayeron algunos copos de nieve, cosa extraña en esas latitudes.
Fui un bebé querido y mimado, bueno, desperté los celos de mi hermana, que se sentía destronada y pensaba que mamá ya no la quería.
Mamá me acostumbró a los brazos y me explicaba cómo se pasaba la noche sentada en un sillón de orejas conmigo en brazos porque cuando me ponía en la cuna rompía a llorar y ella no quería hacerme sufrir.
Mi hermana, que antes de que yo llegara era la pequeña y había nacido con problemas de desarrollo, notó el cambio y también lloraba la pobre porque la echaba de menos.
Se escondía detrás del perchero y cantaba por sevillanas: «Mi mare no me quiere, ya no me quiere».
Con los años pensé que, si bien mi madre fue muy feliz con mi llegada y me dio todos los mimos que pudo, en su fuero interno se alegró de que yo fuese niña. Aguardó la esperanza de que yo podía ser la solución a su preocupación por mi hermana.
Es algo que les sucede a todos los padres que han tenido un hijo con problemas. Les preocupa mucho pensar en el futuro. «¿Quién la cuidará cuando yo no esté?», es la pregunta que les tortura.
Esa pregunta tuvo respuesta; mi hermana vive conmigo desde que mis padres murieron.
En noviembre de 1963, yo tenía nueve años; mis padres decidieron marchar de Cádiz en busca de nuevos horizontes. En la década de los sesenta se produjo una de las mayores migraciones en el interior de España. Mi familia fue una de tantas que dejó sus orígenes y buscó el futuro en Cataluña. Para nosotros fue la tierra de promisión donde mis hermanos pudieron encontrar trabajo, ya que en Cádiz fue imposible. Mi padre, que era funcionario de Mutualidades, solicitó el traslado a Barcelona y se lo concedieron.
Por fin llegó el uno de noviembre del 1963; ya mamá había preparado las maletas y salíamos de Cádiz hacia Sevilla para montarnos en el «Sevillano». Ese tren hacía un largo recorrido, unos 1200 km. Cambiaba de nombre dependiendo de hacia dónde se dirigía: sevillano para Cataluña y catalán para Andalucía.
A mí me hizo mucha ilusión el viaje; le decía a mi madre: «¿Por qué dicen que Barcelona es bona si la bossa sona?» Y ella me explicaba el sentido de la frase. Desde que supe que íbamos a Barcelona, ensayaba y trataba de imitar el sonido del idioma.
No era consciente de que abandonaba mi ciudad para siempre, mis amigos, mi colegio de las Salesianas, donde me pasaba toda la semana. Recuerdo que cuando empezaba la primavera, los domingos iba a ayudar a Sor Esperanza en el jardín que tenía el colegio a vender flores. Me encantaba el olor de los claveles, del jazmín y los gladiolos. Eran unas flores preciosas. En el mes de mayo poníamos las flores en el altar de
la Virgen.
Ese día de noviembre subí al tren de la aventura y no pensaba en nada más que en el viaje.
Era un tren con bancos de madera, bastante incómodo; estuvimos viajando dos días hasta llegar a Barcelona. Viajábamos mamá, abuela, mis hermanos y yo.
Llegar a la Ciudad Condal fue impresionante, una ciudad tan grande y tan bonita. Fui mirando con ojos de asombro todo a nuestro paso, hasta que llegamos a casa.
Mis padres lo habían organizado todo; ellos, como las abejas que dejan la colmena para buscar el néctar en otras flores y regresan para indicar a sus compañeras el camino donde han encontrado el alimento, viajaron un tiempo antes, buscaron piso y colegio y, cuando lo fundamental estaba resuelto, volvió mamá a buscarnos para enseñarnos el camino del futuro. Así que cuando llegamos a Barcelona, ya estaba todo en orden.
A los pocos días de llegar ya me admitieron en el colegio de las Dominicas que no estaba lejos de casa.
A la ilusión por una ciudad y amigos nuevos le siguió la nostalgia por mi «Cai» y mis amigos. Soñaba a menudo que volvía a mi casa y no encontraba el camino. Esa casa donde recuerdo a mi madre haciendo pestiños en la cocina económica de carbón y yo le ayudaba. Era todo un ritual. Cuando llegaba la Navidad, mamá compraba una escoba de hojas de palma y mango de caña. Y el mango lo cortaba a trozos; en cada trozo enrollaba la masa de los pestiños y lo metía en la sartén para freír. Una vez fritos, los rebozaba en miel. Aún recuerdo el olor a anís y a miel. Los envolvía en celofán y los regalaba a la familia.
Mi casa de Cádiz era muy acogedora. En el salón, que solo se usaba para cuando venían visitas, el día de Reyes, mis padres colocaban los regalos y hacíamos fila en la puerta, esperando el permiso para entrar y ver qué nos habían traído. Recuerdo especialmente el año que me trajeron una muñeca que se llamaba Fabiola, como la reina de los belgas. Era preciosa.
En aquel salón celebramos mi comunión; mamá preparó la mesa para los invitados y había chocolate a la taza con lenguas de gato. Fuimos un grupo reducido: mi familia, mis amigos y algunos amigos de mis padres. Entre mis amigos, Pepe, mi vecino, con sus mejores galas y mis amigas del colegio con el uniforme.
En aquel entonces no se hacían regalos, eran otros tiempos, y eso no impedía que fuésemos felices.
Cuando terminó la fiesta, ya solo quedaba Pepe; él era algo mayor que yo y jugábamos mucho, o en su casa o en la mía. Mi madre, que era muy observadora, se dio cuenta de que Pepe no me quitaba los ojos de encima y le preguntó: «Oye, Pepe, ¿te gusta mi niña?». Y él le contestó: «¿Que si me gusta? Como que me voy a casar con ella». Recordándolo, no puedo evitar sonreír.
Pasados los años, un día al regresar a casa de la academia, me dijo mi madre: «¿Sabes quién ha venido a verte?» Pues no, le contesté. ¡Ha venido Pepe! Estaba de paso en Barcelona, de viaje de fin de curso.
¡Oh! ¡Qué lástima! ¿Y no va a volver? No, me dijo mi madre. Me ha dado muchos recuerdos para ti; no tenía más tiempo, vino un momento para verte.
En unas vacaciones fui a verle, me invitó a su casa y estuve cenando con él y con su esposa y otros familiares. Al despedirnos, al darnos un beso, me dijo bajito al oído: ¡Qué guapa estás! Nunca olvidaré esas palabras ni sus ojos color miel.
Siempre me he preguntado: ¿cómo habría sido mi vida con él? Seguramente más fácil. Él me admiraba y yo a él desde la más tierna infancia.
La admiración es uno de los componentes necesarios en una relación. Estoy segura de que Pepe me hubiera dado alas para crecer. De todos modos, hubiéramos necesitado conocernos de adultos para comprobar si aquella semilla de la infancia podía desarrollarse en nuestros corazones.
El amor quedó en un sueño y nuestros caminos se separaron aquel día de noviembre de 1963 en el que yo cogí el tren de la aventura.
Me alegro de haberle visto feliz con su familia y su profesión de médico. Son recuerdos entrañables y la mente juega a soñar con lo que pudo haber sido.
Una parte de mi corazón se quedó en aquella ciudad milenaria llamada Gadir por los fenicios y en las personas como Pepe, que quería casarse conmigo… Yo hubiera contestado: «Sí quiero».

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