EL CASO VILLACONEJOS – André Lope Benavente
Por André Lope Benavente

El caso Villaconejos.
2006 llegaba a su fin. Atrás quedaban meses de esfuerzo, decisiones difíciles y sacrificios. Desde aquel junio de 2003 en que asumimos nuestras responsabilidades, habíamos trabajado incansablemente para mejorar Villaconejos. Ahora, en la noche del 29 de diciembre, reflexionaba sobre lo logrado.
Las obras realizadas habían cambiado la cara del pueblo: quince calles urbanizadas, con las que se completaban la totalidad de las calles asfaltadas. la remodelación de la Ermita de Santa Ana y su paseo, el cerramiento y alumbrado del parque Daniel Caballero. La iluminación artística en la Plaza Mayor y la Iglesia de San Nicolás de Bari realzaba nuestro escaso patrimonio. La Ermita de San Isidro, lugar de reunión en las fiestas patronales, también había sido protegida. Pequeñas intervenciones en plazas y travesías creaban un conjunto armónico en el municipio. Pero, sin duda, el mayor logro había sido la adquisición de un solar en la calle Barrio Alto para viviendas sociales. Enel mes de mayo habíamos iniciado los trámites necesarios para la construcción de la primera fase. Nueve viviendas adosadas.
Más allá de las infraestructuras, fortalecimos la comunidad: la creación de la escuela de música, una revista informativa mensual, la mejora en la recogida de residuos y el incremento notable de la plantilla municipal. Sin embargo, no todas las decisiones fueron bien recibidas. La ubicación del tanatorio municipal en el pueblo generó un intenso debate, aunque finalmente se estableció en la antigua casa del médico, tal y
como se había propuesto desde el principio.
El ámbito deportivo florecía con la consolidación de la Escuela Municipal de Deportes y el ascenso de nuestro club de fútbol. Las festividades locales cobraban renombre con actuaciones de artistas como Loquillo y La Unión, sin coste alguno para los vecinos. Nuestro melón, orgullo del pueblo, había sido estrella en la feria rural de Madrid.
Pero no todo eran éxitos. Un concejal nos dejó en minoría, afectando la futura estabilidad del gobierno local. Un robo al Ayuntamiento en marzo nos privó de material importante que tuvimos que reponer de inmediato, y el parque Daniel Caballero sufría actos vandálicos recurrentes. Aún más preocupante era el ambiente en los plenos, donde el respeto se diluía en disputas cada vez más tensas. Esto me impedía disfrutar de los logros alcanzados. Era mi gran preocupación, devolver las buenas formas al contenido político.
A nivel personal, el año también trajo dolor. Mi hermano Nicolás, el pequeño de la casa, falleció de un infarto en casa de nuestra madre, quien nunca logró reponerse de su pérdida, ni de María Amelia, fallecida en accidente de tráfico, unos años atrás. Su salud comenzaba a debilitarse, y me preocupaba profundamente. La madrugada del 30 de diciembre trajo una nueva sombra. Una explosión en la T4 del aeropuerto de Madrid conmocionó al país. Todo apuntaba a ETA, justo cuando el gobierno aseguraba avances en el proceso de paz. La indignación me llevó a Madrid, donde compartí el desconcierto con compañeros de partido. Al volver a casa, intenté encontrar sosiego junto a mi familia, pero la noticia pesaba demasiado. Decidí convocar un acto de repulsa para el día siguiente.
A las cinco de la tarde, tras haber redactado yo mismo la convocatoria contra el atentado de la T4, en el Ayuntamiento, ordené a Santiago que los pusiera en los sitios de costumbre. Mientras cumplía el encargo, me dirigí al bar del Jaro y de allí a casa.
Apenas me había sentado cuando recibí una llamada de mi hijo Lope, con voz alterada:
—Papá, estamos en La Nuit. Ha entrado el Calvo con un grupo de gente con muy mal aspecto, diez o más. Sin mediar palabra, han empezado a destrozar todo y a gritar que iban a quemar el pueblo. Han roto botellas, mesas y hasta han golpeado al camarero.
—¿Estáis bien? ¿Habéis llamado a la Guardia Civil?
—No, quería decírtelo a ti. La gente está asustada y furiosa.
Llamé de inmediato a la Guardia Civil, que ya tenía aviso y se dirigía al pueblo.
Preocupado, salí a la calle. Una multitud se congregaba en la Plaza de la Alegría. La rabia contenida de años de miedo y de abusos por parte del Calvo estaba a punto de estallar, y eso me preocupaba mucho.
La Guardia Civil intentó calmar los ánimos, pero la indignación arrastró a la multitud hacia la casa del Calvo en la dehesa, a un kilómetro del pueblo. Atrincherado con su familia y algunos compinches, el delincuente amenazó con disparar. Y disparó, sonaron cuatro detonaciones en la oscuridad. La Guardia Civil intervino, confirmando que eran balas de fogueo. Aun así, la tensión era insoportable.
Las negociaciones se prolongaron hasta las tres de la mañana. Finalmente, la Guardia Civil convenció al Calvo de entregarse, garantizándole protección. Cuando salió esposado y lo subieron a un coche oficial, sentí un alivio inmenso. Había costado, pero al fin se hacía justicia. Eran las seis de la mañana aproximadamente.
Antes del amanecer, regresé a Villaconejos. Llamé a otra vez a Santiago para que abriera el Ayuntamiento. Redacté otro bando informando de la detención y lo distribuimos por el pueblo. Era esencial evitar actos de venganza y que la comunidad supiera que la justicia había actuado.
Ya amanecía cuando finalmente salimos del Ayuntamiento. Santiago, con su habitual lealtad, aseguró que cumpliría la tarea, con el consabido, “no se preocupe, que lo haré”. Mientras lo veía alejarse con los carteles en la mano, respiré hondo. El año aún no había terminado, pero al menos, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía descansar.
No pude descansar tanto como hubiera deseado, a pesar de que Cristina se encargó de cerrar puertas y ventanas, desconectar el telefonillo y apagar el teléfono. A las doce del mediodía ya estaba otra vez en el Ayuntamiento junto a los concejales, listos para manifestarnos junto al pueblo. Esta vez, tomé el abrigo que tanto había extrañado la noche anterior y una buena bufanda, consciente de que el clima y el ambiente exigían estar preparado. Y de que mi estado físico, que tras la noche, no era el mejor.
Villaconejos respondió a la convocatoria de repulsa contra el atentado en la T4. A las 12:30, la plaza se llenó de vecinos que, en silencio, alzaron la voz para pedir que ETA dejara de sembrar terror. Tras la manifestación, se comentaban los hechos de la noche anterior. Muchos preguntaban si era cierto lo que decía en el bando, si yo había estado presente en la detención, si el calvo regresaría al pueblo, o incluso si ya estaba en la cárcel. La gente había comprobado demasiadas veces que entraba por una puerta y salía por otra, y no se fiaban. Ante esto, intenté repetir una y otra vez: “Hay que celebrar la detención del Calvo y que, al menos, lo que queda de la Navidad no nos vaya a molestar. Debemos alegrarnos y celebrar este fin de año en paz”.
El crecimiento económico que había experimentado España este año y los anteriores, se reflejaba en el ánimo de la gente. Villaconejos formaba parte activa de esa bonanza. El pueblo crecía y mejoraba.
Media hora después de la concentración, bares, tabernas y restaurantes estaban llenos, la Navidad volvía a cantarse en las calles. Las rondallas, zambombas, cantares y el sonido de botellas de anís volvían a escucharse en cada rincón, y las caras lo decían todo: el pueblo parecía feliz. Eso me pareció a mí.
A las tres de la tarde me despedí de algunos amigos y me dirigí a casa. Cristina y mis hijas ya habían preparado la comida de fin de año, comimos todos en familia. Durante la comida se comentaron los incidentes ocurridos la noche anterior. El nombre del Calvo y sus correrías fueron protagonistas casi exclusivos de la comida.
Sin embargo, finalizada la comida, un vecino me llamó al móvil con la peor noticia posible, sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior: “Lope, han quemado la casa del Calvo. Si vas ahora, todavía las verás ardiendo”. Colgué sin tiempo para agradecer su llamada, pero mi familia notó de inmediato en mi rostro que algo andaba mal. “Dios mío, han quemado la casa; espero que no hubiese nadie dentro”, dije.
Rápidamente le pedí a mi yerno que nos llevara a la dehesa; él respondió sin dudar y Amelia se nos unió. Partimos de inmediato hacia allí, por el camino vimos mucha gente por la carretera que volvía al pueblo. Sus expresiones lo decían todo.
Al llegar a la dehesa, nos sorprendió ver un camión de bomberos en la carretera. El conductor nos informó que habían colocado coches en el camino y no les dejaban pasar. Molesto, ordené a quienes fueran que quitaran los vehículos del paso. Tras retirar un coche blanco del camino, pudimos avanzar. A lo lejos, vimos la casa del calvo en llamas. El tumulto era más grande de lo esperado; alrededor de la casa se habían reunido cientos de personas, que, a medida que los bomberos comenzaron a apagar el incendio, empezaron a dispersarse.
En el camino, se nos acercó una cuadrilla encabezada por dos personas que conocía bastante bien, uno de ellos se encaró a mí, diciéndome: “alcalde, aquí estamos; hemos quemado la casa del Calvo. Ahora vamos a la Guardia Civil, o a donde haga falta” Le miré fijamente sin responder, sabiendo que mi silencio hablaba por sí mismo.
Mas adelante, me crucé con el teniente que la noche anterior había negociado la detención del Calvo. Me preguntó si sabía que esto iba a pasar. Sin mirarle apenas, le contesté, que tenía el mismo conocimiento que la guardia civil. La frustración siguió aumentó, me separé de él, y seguí solo hacia la casa.
Llegué cuando los bomberos ya trabajaban intensamente para apagar el fuego. Me informé que la familia del Calvo había logrado salir a tiempo, pero la mayoría de sus pertenencias se habían perdido; la casa estaba completamente destruida. Al finalizar la intervención, un bombero, a quien conocía desde hacía tiempo, me dijo: “Lo siento, alcalde, hicimos lo que pudimos, pero lo que queda no es mucho”. En ese momento, me sentí el hombre más solo sobre la tierra. Algo presentí en mi interior.
Ya de noche, me dirigí al pueblo para constatar el ánimo de la gente. Me sorprendió ver cómo se divertían, como si nada hubiera pasado, tanto o más de lo que yo hubiera supuesto en principio.
Esa misma noche, el día siguiente y alguna semana más, Villaconejos se convirtió el eje de la noticia. No hubo programa, diario, profesional o amateur, que no hablara sobre este asunto. Villaconejos, las uvas de ira, Fuenteovejuna y todo lo que se le ocurriera al comunicador de turno, abría y cerraba informativos y programas de entretenimiento.
Supe desde que recibí la llamada que me avisaba de la quema de la casa, que nada había terminado, más al contario, acababa de empezar un calvario del que no saldríamos en mucho tiempo.
Yo aun sigo en él.
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