INSTINTO SALVAJE – Estefanía Barreiro Alonso

Por Estefanía Barreiro Alonso

INSTINTO SALVAJE

Me desperté de golpe, sumergida en una bruma espesa donde los recuerdos se escurría entre mis dedos, esquivos, lejanos. Solo una sensación persistente de angustia, me mantenía atada a la consciencia, pero no lograba aferrar el motivo. Abrí los ojos con esfuerzo, y la penumbra me envolvió por completo. A pesar de ello, algo en mi interior me aseguraba que estaba en una habitación.
Rodeada de paredes de piedra, ásperas, frías y opresivas.
Me encogí instintivamente. Un escalofrío recorrió mi espalda, sentí mi camiseta empapada, pegada a la piel, como una segunda capa, incómoda. Mi cabello, enredado y sin forma, caía sobre mis hombros, impregnado de agua.
Mis pantalones, igual de empapados, pesaban tanto que parecía que arrastraba el doble de mi propio cuerpo. El frío calaba profundo, aferrándose a mis piernas hasta entumecerlas, dejándome anclada al suelo.
A medida que mis ojos se adaptaron al lugar, pude distinguir el contorno de una manta rasgada sobre un colchón deformado y cubierto de arañazos. Al cabecero le faltaba un fragmento, arrancado de cuajo. En la parte más alta del muro, un pequeño orificio en la piedra filtraba un resplandor pálido, tímido, apenas suficiente para romper la penumbra.
Intenté incorporarme, pero un sonido metálico frenó mi intento. Algo mordía mis tobillos. En el segundo intento, el sufrimiento estalló como un latigazo, arrancándome un grito ahogado. Quedé en posición cuadrúpeda, incapaz de sostener mi peso, temblorosa y vencida contra el suelo gélido. Con la vista perdida, busqué algún punto de apoyo. Al girar la cabeza, descubrí una mesa gastada por el tiempo y el uso.
Reuní fuerzas y, arrastrándome, avancé hacia el taburete. Mis piernas eran inútiles, en cambio, mis brazos respondían. El suelo áspero se pegaba a mi abdomen, frenando mi avance. El dolor palpitaba en cada músculo, pero conseguí aferrarme al borde de la mesa y alzarme torpemente sobre el taburete. A través de la ranura en la pared, el cielo mostraba los últimos destellos de un ocaso.
El frío y el hambre eran lo único que me anclaba a la consciencia, a la piel pegajosa, a los latidos sordos que retumbaban en mi cabeza.
Entonces lo sentí.
Primero, fueron pasos. No el eco firme de alguien que sabe a dónde va, sino pisadas cautelosas, torpes, como si el visitante no estuviera seguro de si debía avanzar o retroceder.
Contuve la respiración.
El chirrido de las bisagras perforó la quietud como un alarido. La entrada se entreabrió, dejando pasar un aliento de aire más fresco, cargado con el olor a tierra mojada y madera. La figura cruzó el umbral, y por primera vez, su silueta se recortó contra la débil luz que filtraba el exterior.
Desde mi rincón, apenas me atrevía a moverme. Él avanzó con cautela, los pasos deliberados, estudiando cada centímetro, como si el silencio lo invitara a la prudencia. Mis sentidos, afilados por el hambre y el encierro, captaron cada latido suyo, cada inhalación, cada gota de sudor resbalando por su piel.
Incluso antes de que su voz rompiera el silencio, yo ya sabía que estaba asustado.
Era un guardia forestal. Su ropa de camuflaje y las botas gruesas, ahora cubiertas de barro, lo delataban. Llevaba un chaleco con múltiples bolsillos, un silbato colgando de su cuello, y una linterna que balanceaba torpemente entre sus manos. Tenía el aire de alguien acostumbrado a patrullar territorios alejados, pero la sorpresa en su rostro no dejaba lugar a dudas: no estaba preparado para lo que había encontrado.
Se agachó cerca de la entrada, observando con atención las estructuras rotas a su alrededor. Maderas astilladas, una ventana fracturada y varias huellas de pisadas profundas en el suelo, casi borradas por la lluvia. Su mirada se detuvo en los restos del umbral, donde la puerta estaba parcialmente derribada, como si algo o alguien hubiera intentado huir o entrar con desesperación.
—¿Qué demonios…? —murmuró para sí mismo, su voz grave y entrecortada por la incredulidad.
Podía sentir su tensión, la sensación de que algo no encajaba. Como si todo estuviera fuera de lugar. Lo percibí claramente en sus ojos. Estaba inquieto, aún así, intentó mantenerse sereno, mientras inspeccionaba el lugar.
Los sonidos que dejaba atrás, sus respiraciones profundas y entrecortadas, me llegaban nítidos, amplificados por la oscuridad de la habitación. La leve luz de su linterna proyectaba sombras extrañas en las paredes de piedra, lo que me hacía sentir que el espacio se comprimía a su alrededor, obligándolo a reconocer que tal vez no debía estar allí.
Se inclinó hacia mí, bajando lentamente hasta quedar a la altura de mis ojos, y sacó una especie de filo hecho de plata, con un enganche en el extremo, su hoja reflejaba la luz con un brillo frío. El mango, hecho de cuero, estaba diseñado para encajar perfectamente en la mano. Su cercanía me trajo un olor.
Entonces, mi memoria crujió con el sonido de una tormenta. El cielo negro desgarrado por relámpagos, el viento silbando entre los árboles y la lluvia golpeando mi mochila. Había salido a caminar, como tantas otras veces, buscando perderme entre los senderos. Me fascinaba el silencio de los bosques, la forma en que la niebla engullía el paisaje hasta que solo quedaba mi respiración. Pero aquella noche, la niebla se movía. Sombras entre los árboles, un par de ojos brillando entre los troncos como fragmentos de estrellas apagadas.
—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó mientras forzaba uno de los grilletes.
Un gruñido, no lejano, sino dentro de mí, me despertó. Su voz me devolvió al presente. Intenté responder, pero mi garganta no quiso ayudar. Solo conseguí murmurar:
—No te acerques… —Mis ojos brillaban, llenos de miedo y desesperación.
Él se detuvo en seco, su rostro desencajado. Parecía dudar, pero entonces me
miró con intensidad, como si tratara de leer mis pensamientos.
—¿Estás herida? —preguntó, su tono suave pero urgente.
—No, solo… Tengo hambre —murmuré, mi estómago gruñendo con fuerza, como si él pudiera oírlo. Mi vista se nubló por un momento, y la necesidad se apoderó de mí.
Dudó al mirarme, y dio un paso atrás, mirando el otro grillete.
—¿Qué te han hecho? —su voz se hizo más suave, casi en un susurro.
Intentaba contener la angustia, pero no lo lograba. Era como si algo en él sintiera que esta situación no era normal, que no podía ser simplemente un accidente.
Parpadeé con fuerza, mirando sus ojos. Mi mente luchaba por encontrar algo que pudiera decirle, pero lo único que salía era el hambre, el hambre que lo dominaba todo.
—No lo sé… —musité, temerosa de hablar demasiado.
Y entonces, otro destello:
Corría desnuda entre los árboles, la luna llena iluminando mi piel embarrada.
Oía voces. No humanas, sino guturales, salvajes, mezcladas con jadeos y gruñidos. Aullidos rompiendo el cielo.
Volví al presente. El segundo grillete cayó.
La cadena cedió con un chasquido seco. El hombre sonrió, aliviado, y levantó la vista.
—Te prometo que te ayudaré, pero no… no quiero hacerte daño —dijo, como si tratara de calmarme, pero sus palabras no llegaban.
Yo no pude responder. El impulso era más fuerte, el hambre me dominaba de nuevo. Su rostro, su voz… todo me llamaba. Pero no pude.
Entonces, la parte de mí que había intentado mantener controlada, esa parte salvaje, salió a la superficie. En un movimiento rápido, me lancé hacia él, mis manos buscando su cuello. La bestia que había estado dentro de mí todo el tiempo lo reclamaba. No fue un ataque consciente, sino el estallido de un instinto que había esperado demasiado tiempo. Mi cuerpo lo derribó de espaldas, su cabeza golpeó la piedra con un crujido apagado. Intentó apartarme, pero mis dedos, alargados y rígidos, se cerraron sobre su garganta.
El aroma de su carne caliente golpeó mi nariz como un perfume imposible de resistir. Hundí los dientes mientras mis recuerdos se agolpaban en mi mente.
Su sangre se deslizó por mi mejilla, a medida que esta se alargaba en un hocico. Mi piel se estiró, cubriéndose de pelo áspero, formando un escudo salvaje y rudo.
Tras alimentarme, levanté la vista. Mi respiración seguía agitada, cada latido retumbaba en mis oídos como un eco distante, mezclado con el goteo de la sangre. Mi ropa, ahora hecha trizas, yacía esparcida sobre el suelo húmedo, oscurecida por el barro y la sangre que me cubría. No quedaba casi nada de lo que fui, solo jirones de tela adheridos a la tierra.
Algo metálico sobresalía del bolsillo desgarrado de lo que antes fueron mis pantalones. Me acerqué a cuatro patas, arrastrando las garras sobre la piedra, sintiendo la sangre fresca aún templada sobre mi hocico. Mis fauces se entreabrieron en un gruñido bajo, no de amenaza, sino de reconocimiento.
Mis dedos torpes apenas lograron sujetar el pequeño manojo de llaves.
El frío metal perforó mi memoria.
Las reconocí al instante. Eran las llaves de los grilletes, los mismos que aprisionaban mis muñecas y tobillos, conteniendome. Y ahora estaban allí, en mi propio bolsillo.
La verdad me golpeó con brutalidad: fui yo.
Fui yo quien cerró el candado. Fui yo quien aseguró cada traba, quien ajustó cada cadena con las manos temblorosas de alguien que conoce su condena. No hubo cazadores, ni enemigos invisibles. No fui capturada. Me encerré porque sabía lo que era. Porque vi lo que podía hacer y quise detenerlo antes de que fuera demasiado tarde.
Me quedé allí, bajo la luz pálida que se filtraba desde la entrada, observando esas llaves como si pudieran responderme. Como si pudieran devolverme la vida que había perdido. Lo que una vez fui —la senderista que amaba perderse en los bosques— ya no existe. Solo quedaba esto. Este ser deformado, esta necesidad insaciable, esta fuerza salvaje que palpitaba bajo mi piel.
Solté las llaves y mis dedos rozaron el objeto con el que él había intentado salvarme. Lo sostuve entre mis manos, aún tibio, con el filo tosco que podía poner fin a todo.
Quería hacerlo, acabar con mi existencia, antes de perderme del todo. Antes de que la bestia, me devorase desde dentro. Solo haría falta un gesto, hundirlo en mi pecho.
Pero mis manos no se movieron.
La bestia rugía en mi interior, reclamando el control. El bosque me llamaba. Y yo, aún no sabía si responder como mujer, o como bestia.
Mis manos temblaban, atrapadas entre el miedo y la certeza. El frío metal me rozó la piel cuando acerqué la daga a mi pecho. Un gesto tan pequeño, y aún así me costó cada aliento. Me obligué a recordar quién era. A la mujer que amaba perderse entre árboles y lluvia. A la que prometió no convertirse en monstruo.
El filo se clavó y un calor denso me inundó la boca. Dolía, pero al menos era un dolor humano.
Mientras la oscuridad me envolvía, comprendí que tal vez no era el fin. Solo un respiro de todo por lo que había pasado, en algún lugar de mi mente, tenía la esperanza de despertarme y que todo fuese un sueño.
No quería morir. Solo silenciar a la bestia.
Cerré los ojos y todo se desvaneció.

 

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