APRENDIENDO A VIVIR – Catalina Obrador Gomila
Por Catalina Obrador Gomila

APRENDIENDO A VIVIR
Voy a casa. He salido de trabajar, he estado nueve horas, como cada día.
Sólo pensar en llegar se me quitan las ganas. Son las 21’00h.
Bajo del coche y las manos temblorosas me delatan. El corazón me va a salir del pecho y el pulso en la nuca me va a explotar, no puedo más. Lloro. Quiero desaparecer, no quiero atravesar esta puerta. Es de color madera rústico, dividida en dos, reseca por el paso del verano; pide a gritos una buena pasada de protector antes que el invierno agriete más sus venas y silbe a través de las rendijas. Está más viva que yo; que ironía, ya estoy paranoica y la locura atraviesa mi mente.
Esto es lo que hay, no sé lo que me encontraré hoy: si será un monstruo que escupe fuego por la boca y suelta palabras del infierno, uno que me haga sentir que no soy nadie, o aquel que siembra palabras hermosas por donde paso y por detrás me ataca sutilmente y me mata.
Tengo mucho miedo. El aire corta la tensión, la siento por todo el cuerpo. Entro, tengo que proteger a mis tesoros, no los puedo abandonar, son lo mejor que me ha pasado en este mundo, lo que más amo. Y cuando digo “hola” casi sin voz incomprensible se asoman unas cabecitas que vienen haciendo carreras a verme y a preguntar cómo me fue en el trabajo, y después de unos instantes de hablar internet los vuelve a absorber dentro de su mundo. Me pregunto que para qué me esfuerzo tanto si ni a los que más amo no me hacen caso. Las nuevas tecnologías me hacen la competencia. Me cabreo y me desanimo más.
Les levanto la voz y les digo que dejen por un rato los aparatitos.
Me doy cuenta de que no está el padre de mis hijos. Suspiro, me siento aliviada y dejo el bolso tirado encima de la cama como un muerto. Cansada del trabajo y agotada por tener que luchar contra un monstruo constantemente del cual no sé cómo librarme, empiezo a quitarme la ropa y me tumbo diez minutos en la cama. Estoy muy acalorada. Tengo que ducharme, pero ahora que hay paz mental intento disfrutar de este silencio que pronto será asesinado por los gritos de una persona a la que ya no puedo ver.
Suena el claxon, ese que avisa que ya ha llegado el momento en el que estoy resignada.
De momento no puedo hacer nada. Antes de que entre en casa, corro a la ducha, descalza y desnuda, no quiero que me vea y tenga ganas de tocarme, cierro la puerta y me encuentro con otro potente enemigo.
Al entrar al baño a la derecha está la luz, al lado el lavabo con ese espejo, el que cada vez me devuelve una imagen que no me gusta nada: estoy gorda, tengo la barriga abultada, soy fea, mis pechos son defectuosos (he amamantado a mis criaturas), tengo estrías en las piernas, soy un monstruo, estoy loca, soy retrasada y no me merezco nada. Le doy la espalda para no vomitar.
Mientras empieza a caer una lluvia de gritos me meto en la ducha y con el ruido del agua intento amortiguar cada sonido gutural que se oye de fondo; no quiero escuchar, ni ver, ni vivir. No puedo más. Cada día de mi vida durante muchos años ha sido así, desde que nació mi primer hijo. Las consecuencias psicológicas son brutales, no tengo palabras para explicarlo. Me dejo llevar por el agua tibia e intento relajarme un poco, tengo contracturas por todo el cuerpo. Me siento culpable por necesitar estar tranquila veinte minutos.
El campo de batalla cada vez es más intenso, los niños insultan al padre, él les dice que son subnormales y unos inútiles, oigo pasos, vienen todos al lavabo:
—¡Mamá, papá nos molesta!
—¡Mamá, los niños no me respetan!
Les saco fuera.
—Después hablaremos. ¡No soy tu madre, sólo tengo dos hijos! — digo.
—¡Mala puta, ojalá te mueras, me cago en tu puta madre!
Callo. Me seco. Lloro con gritos silenciados, tengo temblores y no son del frío. Termino sentada en la alfombra sin fuerzas. Cada uno va a lo suyo. Lloro. No quiero estar en esta casa, la que me devuelve a la desgraciada realidad.
Creo que lo más penoso que he sufrido son sus abusos sexuales con coacciones, con insultos y manipulaciones mentales. Sí, es verdad, no me pega casi nunca. No sé qué es peor, si los agravios que me repite cada momento y que me martillean la cabeza como un disco rayado cuando estoy sola o que me pegue. Todo lo que me dice: que no soy nadie, sin él no comeríamos, es el que nos mantiene, que soy una inútil y una loca, me mantiene en vilo muchas noches. No duermo. Finalmente me dice que son bromas. Le creo y pienso que esto es lo normal en una pareja. Me siento mal en las reuniones familiares, no sé exactamente el motivo, pero Eduardo hace que me sienta peor al hablar borracho, cuando los que tendrían que protegerme no me creen y están de su parte.
Entonces me aíslo.
Por las noches, cuando termina de hacer lo que quiere conmigo me deja en paz, corro al baño con ganas de vomitar, desnuda, vulnerable mentalmente y físicamente ante aquel monstruo que puede volver a agredirme con amenazas. La ducha es larga y con mucho jabón. Friego cada poro de la piel como si tuviese suciedad muy incrustada. Con la toalla sigo el rito de arrasar con todo posible rastro del sentimiento de suciedad y culpabilidad. Me visto y me tapo en la cama llorando. Con unos bombones de los más caros él piensa que todo queda arreglado.
Quiero pegarme, me quiero cortar las venas, tengo las pastillas delante para tomarlas…
Tengo ganas de hacerme daño en la zona de siempre. Este es mi secreto. Me autolesiono hace muchos años. Nadie lo sabe. La parte del cuerpo en que me infrinjo tal dolor no lo he contado nunca. Mi cuerpo es la única cosa que puedo controlar. Nadie más. No lo quiero hacer. Sólo con pararlo me sentiría bien. Me gustaría desaparecer, dormir y no levantarme, estoy cansada de todo, de todo el mundo y de mí. Me cuesta respirar, es como si tuviese un peso en los pechos.
Algo me posee, una fuerza interior que agudiza mis pensamientos, no puedo controlar el cuerpo. Hace días que pienso en el momento. No me ha pasado nunca. Ha llegado a casa justo para la cena, el vino que exige que le sirva esta vez viene acompañado, le he puesto relajantes musculares y veneno. Las manos me tiemblan y derramo un poco. Se levanta de la mesa cabreado y me apunta con el cuchillo al cuello, a pocos centímetros. Nuestra respiración se entrecorta. Los ojos llorosos y el calor que me sube a las sienes me delatarán si no me pongo tranquila. Los niños duermen. Hoy también he bebido hasta el punto que me relaja para hacer lo que tendría que haber hecho hace tiempo y me tomo pastillas para dormir, para no ver como acabará Eduardo. Esta será la última noche que quiera obligarme. Cuando me llama a la cama me invade una rabia muy poderosa.
No sé qué me ha pasado, no estoy bien. Despierto de mi pesadilla. Al abrir los ojos me siento aturdida con lo que veo. No puedo reaccionar ante el cadáver. No puedo creer lo que he hecho. Todo a mi alrededor me da vueltas. Es él. Está blanco como los muertos.
Me agacho y las lágrimas tibias que perforan mis pupilas caen encima de su frente fría.
Le doy un beso de despedida, le pongo una manta encima y le tapo desde los pies hasta la cabeza. Llamo a urgencias. Veo que entra la policía, a la guardia civil, ambulancias, luces, mis hijos llorando. La vista está nublada, oigo como si estuviese debajo del agua, le veo en el suelo, no se mueve, mucha gente inspecciona la casa, buscan no sé qué, miran a Eduardo exhaustivamente y hacen muchas fotos. ¿Qué día es hoy? Creo que estamos cerca de navidad porque veo un árbol con luces y decoración navideña. Sí, la monté con mis hijos, de esto me acuerdo. ¿Qué pasa? Me asusto. Alguien me hace levantar de la silla en la que estoy hace minutos o horas, no lo sé, he perdido la noción del tiempo. Estoy temblando de frío. Me ponen una manta encima.
Pienso que no he hecho nada malo, solo me he defendido, aunque la verdad no me siento mal por su muerte, más bien es un alivio contradictorio. Me hace falta. Lo echo de menos.
Sin él no soy nada. No puedo contarlo. El veneno que puse en su bebida no se puede rastrear. “Recuérdalo, Mónica, no puedes decir ni contar nada de nada”. Pero me siento aliviada al fin. Río y lloro a la misma vez. No sé qué sentir.
Mi pesadilla no terminará aquí, al salir de este lugar tendré que enfrentarme a un montón de medios de información que esperan la carne podrida como los buitres. Lo que más miedo me da es que estaré obligada a someterme a interrogatorios infinitos de las fuerzas de seguridad. Me da igual si al final descubren lo que le hice al pobre hombre, y si no también porque ahora soy libre.
¿Lo soy?
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