CITAS – Francisco Cambronero Martínez
Por Francisco Cambronero Martínez

CITAS
En una de las novelas de Muñoz Molina, uno de los personajes nos dice que “Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros”. Pero la verdad es que Lisboa fue el lugar donde perdí a mi chica. Me dejó por un saxofonista de Jazz, que había comenzado tocando fados hasta que, de la tristeza que le producían estuvo a punto del suicidio.
Mi novia había sido no quien lo sacara del fondo, pero sí quien lo mantuviera a flote espiritual y económicamente. Porque esa es otra, el saxofonista ése tal vez era muy bueno, pero el muy cabrón dejó seca a mi nena.
Lisboa era la ciudad que yo había elegido para pedirle a mi novia que se casara conmigo. Consideraba original hacerlo en medio del ambiente tan intimista y melancólico que esa ciudad encierra, porque ella era muy melancólica, tanto que la llevaba a pasearse desnuda por los lugares más inverosímiles que puedan ustedes imaginar, como la barra de los bares, por ejemplo. Cuando veía que yo me quejaba, ella me citaba los hermosos versos de Neruda, “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”; y claro, yo me callaba pues, ¿de qué sirve la razón ante la belleza de la poesía? Y, ausente, me marchaba a los parques a meditar acerca del silencio. Con el tiempo aprendí a comprenderla, y era yo quien buscaba lugares, los mejores, para que ella pudiera expresar toda la melancolía que llevaba en las venas.
Y así, la gente comenzó a darme dinero, pues mi novia tenía la capacidad de enseñarles, como a mí, que la melancolía era el bien más preciado de las personas sensibles y soñadoras. Y, como dice Marco Aurelio, “Los hombres han nacido los unos para los otros. Por tanto, enséñalos o sopórtalos”, yo comencé por soportarlos, pero acabé enseñándoles cómo debían aproximarse a mi novia, pues todos estamos aquí para los demás.
En una ocasión en que sospechaba que me la estaba dando con uno de los admiradores del noble arte de la melancolía, decidí seguirla. Es posible que ustedes piensen que eso no está bien. Pero Platón nos dice en El Banquete, hablando de Eros, que “si está siempre en contacto, tanto con sus pies como con todo su ser, con las partes más blandas de las cosas más blandas, ha de ser por fuerza sumamente delicado”; por eso yo, que he visto la exquisita sensibilidad que mi novia posee en los pies cuando baila en las barras de los bares, para impedir la unión de sus partes blandas con las cosas blandas de los otros, me vi forzado a controlar, siquiera por una vez, su camino.
Caminaba muy erguida, con un pitillo marrón entre sus finos dedos, y los zapatos de tacón más altos que había encontrado. “Cariño —le dije yo cuando se los compró—, con esos zapatos me sacas cabeza y media, además de la mitad de mi salario”. “Pero Churri —me respondió ella—, ¿no te gusta que todos te admiren por tener una novia tan alta, esbelta, bien alimentada y hermosa como yo?”. Y sonreí sorprendido y abrumado, pues mi chica siempre sabía decir las palabras exactas en el momento oportuno. “Hermosa e inteligente —añadí en mi interior”. Tras apagar el cigarrillo con la punta del zapato, se giró y comenzó a caminar hacia mí. Me había visto.
—¿Por qué me sigues, amor? — su dulce voz de mandarina, tantas veces oída y tan pocas escuchada, volvía a sacudirme por dentro. Decidí que eran los nervios al saber que ella sospechaba de mí. Y mentí con las únicas palabras que acerté a pronunciar.
—¿Cómo podría abandonarte, querida mía, sin compartir tu suerte y ayudarte a soportar la carga que llevas a causa de la envidia? – respondí,
parafraseando a la Filosofía cuando se encuentra por primera vez con Boecio.
—Pero yo no necesito que me sigas. Mi amor por ti es el motor que mueve mi relación con el mundo — dijo mientras me acariciaba la cara con sus suaves y perfumadas manos. —Tú eres ese alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina, por quien el día y la noche son para mí lo que tú quieras, y mi cuerpo y espíritu flotan en tu cuerpo y espíritu como leños perdidos que el mar anega libremente, con la libertad del amor. Por eso mismo no necesito que me sigas.
La alusión a Luis Cernuda me produjo un vahído de emoción, pero conseguí sobreponerme y mentirle. Pero por amor.
—Aunque viniera yo como el silencio cauto, como dijo Vicente Aleixandre, sabrías por dónde van mis pasos. Pero nunca olvides que mi única moral es mi amor por ti, vida mía. — Y fingí alejarme de ella para que se sintiera confiada.
Entró en un local que exhibía un cartel de neón con las palabras “Masajes y Completos”. Pensé que la “y” estaba de más, pues lo lógico era decir “masajes completos”. Con la excusa de poner en evidencia su error lingüístico, me atreví a entrar y saber el motivo que había llevado a mi novia a ese centro de ocio. Pues, como dice Borges, “Nadie en la noche indescifrable tema/ que yo me pierda entre las negras flores/ del parque, etcétera”, porque entrar en ese lugar fue como penetrar en la noche de un parque, de repente, y mezclarse con hermosas flores negras, que me saludaron con auténtico frenesí, y descubrir que llevaban mucho tiempo esperándome, dada la alegría y el cariño con que me recibieron. Tanto calor hizo que me olvidara del motivo lingüístico que me había hecho entrar, y sólo preocuparme en saber dónde estaba mi novia. Les pregunté a esas hermosas mujeres que no dejaban de acariciarme como quien acaricia a su gato. Me señalaron una puerta, y se marcharon. Al abrir, contemplé que ella, mi chica, mi novia, mi amor, era la única rosa entre recios tulipanes negros. Y, aliviado, suspiré: “la melancolía”.
Esa noche, mientras esperaba a que ella llegara a casa, fue cuando decidí que le propondría casarnos, y en Lisboa. Para un ser tan sensible y
espiritual como ella, no había lugar mejor.
Yo esperaba encontrarme una ciudad llena de locales en los que la música triste, callada, melancólica, llenara los espacios vacíos de las calles.
Pero, al llegar a Lisboa, sólo nos encontramos suciedad, miseria, degradación moral y delincuencia. Tras varios días buscando el sitio adecuado donde exponerle la pregunta más importante de mi vida, y cuando ya estaba a punto de dejarme de florituras y pedírselo así, sin más, nos encontramos con el “Birma”, el local que aparece en la novela de Muñoz Molina. Como dice El Principito, “Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en cualquier parte”. Y nosotros descendimos por él, animados por el jazz que se escuchaba. Había concierto de un saxofonista, un pianista y un bajo. Perfecto, me dije. Pedí que nos llevaran a un apartado en el que se pudiera escuchar la música, pero no nos molestara nadie. Y mientras tanto, yo iba ordenando las ideas, cómo se lo diría, cuándo sería el momento propicio, qué palabras usaría exactamente. Y recordé las frases de Thomas Mann en La muerte en Venecia, “Así manipulaba el obcecado sus ideas, así intentaba reforzarlas y salvaguardar su dignidad”. Porque, ante todo, y me respondiera lo que me respondiese, yo debía salir de allí con la dignidad bien alta.
Vale. Ustedes se preguntarán cómo se lo pedí, ¿verdad? Pero la realidad es que fue al baño, y ya no volvió. Mientras esperaba, el pianista se
me acercó y tras darme un puñetazo, me preguntó que dónde coño se había llevado “mi amiga” al mejor saxo de toda Lisboa. Ante mi evidente falta de comprensión, me tiró al suelo, y rapeando, me pateaba y cantaba hijoputa, cabrón, me has roto el espectáculo, mamón. Todo fue tan rápido que, al despertar de la paliza recibida, lo primero que me vino a la mente fue la idea de cuánto tardaba mi novia en regresar del baño…
Pasé varios días en el hospital. Solo. Regresé a Madrid, y comencé a aprender a vivir sin ella. No le guardaba rencor. Era imposible odiar a
alguien tan puro como ella aunque, por un leve momento, se me aparecieron las palabras que John Milton pone en boca de Adán, en El Paraíso perdido,
“¿es éste el amor, ésta/ la recompensa de mi amor hacia ti,/ Ingrata Eva…?”.
Pero, por fortuna, sólo fue un chispazo que no hizo mella en mi corazón.
Los días, como sucede en las historias que leemos, dieron paso a las semanas, y éstas a los meses. Paseaba por la casa vacía, y mis recuerdos se mezclaban con las palabras de Cartarescu en Solenoide: “la desnudaba a veces ante el espejo sin sentir voluptuosidad alguna, sorprendido y contento…”. Ahora creo que era simplemente felicidad. La de poder abrazar a la mujer que, si no fuera porque sudaba y defecaba, sería un ser de luz.
Me pueden culpar de no haberla buscado lo suficiente. Pero no sería justo. Lo hice con el mismo ímpetu con que Dédée buscaba droga para
Johnny en El perseguidor, de Cortázar. Pero fue inútil. Y al igual que Pessoa en su Lisboa revisitada, yo volví a esa ciudad que tanto me dio y tanto me quitó: “Me cerraron todas las puertas abstractas y necesarias.// Corrieron cortinas ante todas las hipótesis que podría// ver en la calle.// En el callejón que yo encontré no hay el número de// puerta que me dieron.” Y, como soy un hombre aplicado, comprendí que era hora de buscar nuevos rumbos en mi vida, que comenzaba a parecerse a un barco a la deriva y que si, seguía así, mi amor, mi dulzura, mi luz, se convertiría en mi Moby Dick y yo en un capitán Ahab apagado, maloliente y pasado de sal.
En fin, para terminar esta historia, y consciente de que es un final abrupto, que se debe al miedo a que se hagan realidad las últimas palabras
de Cien años de soledad: “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. No habían pasado cien años, pero mi corazón había sufrido como mil. Así, repito, para acabar mi historia, permítanme explicarles por qué sé que el saxofonista la desplumó.
Lo sé porque ella, mi amor, mi dulce amor, regresó. Y es que, parafraseando a Claudio Rodríguez, el amor viene del cielo; es un don. Simplemente, y no encuentro cita alguna que sirva para expresar la emoción tan grande que sentí cuando por fin, de nuevo, la tuve entre mis brazos. Y cuando por fin la vi abrazarse, otra vez, a los amigos, los vecinos y todos los hombres que tanto la echaban de menos y a los que tanta dicha ella daba.
FRANCISCO CAMBRONERO MARTÍNEZ
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