DOÑA GUADA – Ramón Garzón Peñalver

Por Ramón Garzón Peñalver

LA TOJA, 3 de septiembre, 1938.

Benjamín Padre.
La madera crujió bajo sus pasos y Benjamín se detuvo en seco, maldiciendo cada tabla del suelo que amenazaba con delatarle. Era más de medianoche, y la tormenta rugía fuera, como si el cielo también llevase algún tiempo aguantando en silencio.
En el interior de su despacho, solo la tenue luz ámbar de la lámpara eléctrica rompía la penumbra. La estancia olía a madera vieja y cuero gastado. Con cada relámpago se iluminaban brevemente las estanterías de roble francés que cubrían las paredes, repletas
de libros de derecho, economía, finanzas, historia y póker. El juego donde más dinero se movía.
Frente a la estantería, una gran chimenea traída de París. Fría como el recuerdo de un fracaso que creía haber enterrado, y que, sin embargo, ardía de nuevo en su conciencia.
Benjamín suspiró y se sentó con pesadez en la butaca de cuero, sintiendo cómo crujía bajo él, como un eco de sus propios errores.
Posó la vista en su mesa de caoba, un campo de batalla ordenado, pues creía que un hombre que se preciase de serlo no podía consentir que el desorden dominase su vida.
Allí estaba su preciada caja de plomo. Cerrada, callada y como él, valiosa por dentro.
Pero nadie lo sabría…aún.
¿Cómo he llegado a esto?, se preguntó.
Había escrito dos cartas. La primera estaba dentro de la caja, la segunda sobre la mesa.
Quería que ella leyera esa.
Su Guada, con esos ojos verdes que veían a través de él. Siempre la recordaba como la primera vez en París: rubia, con el pelo rizado, perfectamente peinado. Parecía que flotaba allá por donde pasaba, erguida, sin miedo.
Su Guada le conocía a la perfección, quizás más que él mismo, y aun así le quería.
Se puso su batín de terciopelo verde sobre el pijama, y con manos temblorosas cogió el whisky de la mesa. El whisky era viejo, fuerte. Le dio un sorbo. Quemaba.
«Entre copa y copa, el marqués las cartas dio».
Su frase de apertura en las partidas de póker, que siempre le había traído suerte. Él repartía y marcaba el ritmo, y le gustaba, quizás demasiado. Se confió, y cuando quiso reaccionar, era tarde. Le hicieron firmar a punta de pistola.
Aquella noche había recibido su propia medicina. Le hicieron beber, reír, jugar. Y perder.
Olvidó la máxima del póker: «Si a media partida no sabes quién es el pardillo, el pardillo eres tú».
Con el siguiente trueno, lo haría.

Benjamín Hijo.
En el piso de arriba, el niño podía escuchar los truenos desde la cama. Aquella tormenta era una de las grandes.
Cerró los ojos con fuerza repitiendo: «Soy valiente, soy valiente». Recordaba las palabras de su madre sobre el miedo mientras le miraba con aquellos ojos verdes:
—El miedo es natural, pero no puede dominarte. Deja que venga, pero no lo alimentes.
No dejes que crezca. Enfréntate a él para que desaparezca. Un hombre que se precie no puede estar dominado por sus miedos.
Se incorporó y se puso sus zapatillas y batín. No quería estar solo y salió hacia la habitación de sus padres. La puerta estaba entreabierta. Solo veía a su madre en la cama.
Su padre no estaba.
Un relámpago iluminó el pasillo. Desde la barandilla vio la planta baja; el despacho de su padre tenía luz. Sin pensarlo mucho, bajó los escalones de madera sigilosamente.
Desde el último peldaño vio la luz por la puerta entreabierta. Se asomó lo justo para ver a su padre sentado con un vaso en la mano. El despacho estaba poco iluminado, pero pudo ver que su padre tenía algo metálico en su regazo.
Lo vio dejar el whisky en la mesita, tomar aquello en sus manos y respirar hondo.
Benjamín padre cerró los ojos, tensó el gesto, se acercó el metal contra la cabeza y respiró hondo.
—¡Papá! —gritó el niño mientras abría la puerta con violencia y se lanzaba hacia él olvidando sus miedos. En aquel momento, retumbó algo más que un trueno.
Doña Guada entró segundos después.
Al entrar, vio al niño y al padre con el rifle a su lado. Había sangre por todo el suelo. Supo que aquello había llegado demasiado lejos. Corrió a coger a su hijo en brazos.
– ¡Que alguien llame al médico!

Años después.
BARCELONA, diciembre de 1948.
—Tres plantas más, Don José María. Si el edificio de Telefónica ha superado la altura legal, yo también. Este hotel no será discreto, será un hito. Y debe estar listo antes del otoño. La vida es muy corta para no pensar a lo grande.
El arquitecto, José María Plaja, la miraba incrédulo. Sobre la mesa, desplegados, los planos del hotel que ella estaba construyendo en Madrid, en el último solar de la Plaza de España, en el tramo final de lo que sería la Gran Vía.
—Don José María —intervino Don Luis, abogado de Doña Guada—, la señora tiene razón. El edificio al que hace mención ha superado en casi un diez por ciento la altura permitida. Podemos usarlo para plantear que nos lo autoricen. Además, el suyo va a presidir el proyecto de la Plaza de España. Usted haga los planos, yo me encargo del ayuntamiento.
Doña Guada sonrió satisfecha. Don José María bajó la vista: aquella mujer no era común.
Lo sabía desde la primera reunión. Hablaba con firmeza. Más que una orden, sus frases parecían planos trazados. Era dueña de su destino, y de todos los presentes
—Señores, seguiremos mañana. Tengo asuntos a los que atender ahora —y los acompañó
a la puerta.
Se dejó caer en el sofá bajo la ventana. El Paseo de Gracia se desdibujaba detrás del cristal. Pensó en sus Benjamines. En su hijo. Amaba su nueva vida y el proyecto del futuro hotel en Madrid, levantado a pulso entre planos y negativas. Ser mujer no ayudaba. Nunca ayudaba. Era fuerte y se sentía fuerte, pero de vez en cuando, un sentimiento de soledad se apoderaba de ella. El ruido de unos pasos que llegaban por el pasillo la sacó de sus pensamientos.
—Adelante.
—¡Buenos días, Mamá!
—¡Benjamín! —dijo Doña Guada—. ¡Qué ilusión! ¡Has vuelto! Dame un abrazo, por favor.
—¡Qué ganas tenía de verte, Mamá! No sabes lo que me apetecía salir del colegio —le regaló un sonoro beso en la mejilla. El olor a violetas le inundó, y sonrió satisfecho.
—No te quejes, no todo el mundo tiene la suerte de estudiar en un colegio privado en París.
Doña Guada miró a su hijo. «Catorce años. Alto, serio, con la sombra del padre en los ojos. El mismo color miel, pero más limpios. Aún».
Se sentaron en el sofá e intercambiaron anécdotas de los últimos meses. Llegados a un punto, Benjamín se puso de pie y miró por la ventana.
—Mamá, dime la verdad —dijo con tono serio—. Siempre te lo pregunto y nunca me respondes, y necesito respuestas. Por favor, dime, ¿qué pasó en La Toja? ¿Qué pasó con Papá?
Ella asintió despacio mirándole a los ojos. Se acercó al escritorio sin decir palabra. Abrió el cajón, y entre papeles, sacó la caja. La colocó con cuidado entre las manos de su hijo
Parecía hecha de plomo. Leyó la inscripción: «Esta caja y todo lo que contiene pertenece a mi hijo Benjamín. De su padre que le quiere». La abrió. Dentro encontró una carta manuscrita y varios objetos. Comenzó a leer.

La Toja, 3 de octubre de 1938.
Querido hijo,
Si estás leyendo esto, es que ya no estoy contigo.
Sin embargo, esta no era la carta que había preparado para ti.
Aquella la rompí.
Lo que hiciste esa noche me salvó la vida. Y también me la quitó, porque desde entonces no he podido vivir conmigo mismo.
Lo intenté, pero no pude.
Tú no lo recuerdas. Nunca supimos si fue por el golpe que diste en la cabeza al saltar sobre mí o si fue por el shock de ver cómo tu padre quería quitarse la vida.
Pero me salvaste. Fuiste un buen hijo.
Sin embargo, al hacerlo, nació en mí la vergüenza. No podía mirarte a la cara, sabiendo que fui un cobarde y que casi te dejo huérfano.
La culpa y la vergüenza me consumían.
Lo perdí todo jugando a las cartas: el hotel de París primero, el balneario de La Toja después.
Era un hombre dominado por sus vicios. Perdí la dignidad, y casi te pierdo a ti.
Todo ha sido culpa mía, tenlo presente, ¡todo!
Por eso me fui, desaparecí para así liberaros de vivir con ese peso.
Sé que estás en las mejores manos. Tu madre siempre ha sido fuerte y siempre te cuidará.
Esta caja contiene el poco legado que puedo darte: mi preciada cruz de Caravaca, una
lista con los libros que todo hombre debe leer al menos una vez en su vida y esta carta.
Te quiero, y quizás, algún día, volvamos a vernos.
«Certus an incertus quando», como siempre te decía cuando venías a por la paga.
Tuyo siempre, Papá.
PD: Bajo la capa de plomo, la caja es de oro macizo. Era mi plan de emergencia para tiempos difíciles. Ahora es tuyo: Conviértelo en sabiduría y más riqueza.
Benjamín levantó la vista. La carta tembló en sus manos.
—¡No lo recuerdo! ¡NO LO RECUERDO! —gritó mientras se venía abajo, golpeando con el puño el respaldo del sofá—. ¡¿Cómo es posible?!
Doña Guada le abrazó con fuerza mientras él se desmoronaba.
—Ven, hijo mío, calma. Calma —susurró con voz dulce—. No es culpa tuya. Acepta este dolor, pero como el miedo, deja que se vaya, poco a poco. Respira, tranquilo.
Le sostuvo y con delicadeza, le ayudó a sentarse de nuevo en el sofá.
—Aquella noche de tormenta, las odiabas, bajaste al despacho buscando a tu padre.
Cuando llegaste y viste lo que iba a hacer, saltaste sobre él para impedirlo. Te golpeaste fuertemente la cabeza con su rifle. Te desmayaste. Yo os encontré a los dos tirados en el suelo. Había mucha sangre y creí que estabais muertos. La sangre era tuya, pero estabas vivo. Los dos lo estabais, pero tu padre no se recuperó. La culpa y la vergüenza lo atormentaban. Al poco se fue sin avisar. Todo el mundo creyó que se fue por habernos arruinado, y yo no les corregí. Después de aquello, nada nos vinculaba a La Toja.
Habíamos perdido el balneario, así que vendí la casa y nos mudamos a Barcelona, donde yo tenía familia. En cuanto pude, te mandé a París a estudiar, para que estuvieses lejos de cualquier posible comentario que pudiera hacerte daño.
—Se fue por vergüenza —murmuró Benjamín, secándose las lágrimas.
—Sí —admitió con tristeza—. Porque no podía mirarte a los ojos. Temía que algún día recordases todo.
—De un modo u otro, perdí a mi padre aquella noche —dijo con amargura.
—Tu padre ya estaba perdido, por el juego. Era cuestión de tiempo. Y yo no supe pararle, le quería tanto que quise creer que cambiaría —inspiró lentamente—. Perdóname, te lo ruego —se levantó y le abrazó de nuevo—. Pero me tienes a mí. Siempre. Y conociendo a tu padre, estoy segura de que, de algún modo, está siguiendo tus pasos. Tal vez, en el futuro, quién sabe.
Volvió a acercarle hacia sí y se fundieron en un largo y cálido abrazo.
Aquel olor de su madre siempre le calmaba. Decidió quedarse envuelto en ese perfume que era para él hogar, fortaleza, amor. El dolor daría paso a más preguntas, y las preguntas a la aceptación.
—Siempre estaré contigo. Siempre —murmuró Guada contra su pelo.
Abajo en la calle, una figura observaba la escena desde un banco. Una lágrima surcaba su mejilla. Reconoció en ese gesto todo lo que había perdido, lo que ya no podría reparar.
Con resignación, caló el sombrero, se levantó y desapareció entre la gente. Tal vez algún día encontraría el valor que le faltó aquella noche tormentosa. «Certus an incertusquando».

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