“Este es el último grito” –me dijo no hace mucho mi amigo Boris Izaguirre, mientras íbamos por los pasillos del Ateneo de Madrid camino de un “bolo”. “¿Ves? –añadió al tiempo que enfocaba con la cámara de su iPhone las paredes, los muebles, los cuadros de los venerables próceres que allí cuelgan. “Con esta aplicación puedo retransmitir a mis amigos de Twitter y Facebook todo lo que hago en cada momento. ¿Te gustaría bajártela? Es divina, deja que te ayude».
Me dieron temblores. Soy torpísima con las nuevas tecnologías, no tengo Twitter y mis amigos de Facebook están a punto de abandonarme por vaga y recalcitrante. Sin embargo hago verdaderos esfuerzos por ser como todo el mundo y desde luego me quedo hasta las tantas intentando ponerme al día con correos, linkedIns, chats, sms, whatsapps y demás mensajes que parecen reproducirse como la esporas. Comprendo que es agradable tener amigos repartidos por el mundo entero que se interesan por uno; acepto que es una ventaja poder desahogarse en Twitter e incluso dar noticias y aclarar malentendidos; entiendo también que el correo electrónico permite comunicarse de forma rápida y eficaz. Pero esa esclavitud de estar alimentando a tan insaciables monstruos sin solución de continuidad siempre me ha parecido una pesadilla. De todos modos, como he dicho, hasta ahora me he esmerado en ocultar mi falta de sintonía con el resto de la humanidad. Recurría a la vieja excusa de no tener tiempo para justificar mi reticencia a interactuar de forma permanente y fingía interesarme muchísimo por las experiencias de los demás en la red del tipo: “¡¡¡Me encanta la dama de Elche, aquí os dejo foto!!!» o “¡¡¡Dos lagrimones se me caen con este salmorejo de mi amiga Pili!!!». Sin embargo, desde aquel día en el Ateneo, cuando me vislumbré no solo teniendo que narrar sino también retrasmitir mi vida en directo, tuve lo que los pedantes llaman una epifanía y he decidido salir del armario. Ya está, se acabó, me confieso públicamente desenchufada, no soporto la idea de estar todo el día pendiente de internet y sus servidumbres. Lo curioso del asunto es que desde mi salida del clóset he descubierto que no soy la única rara. Ayer mismo, por ejemplo, la prensa se hacía eco de las palabras de dos grandes gurús de las nuevas tecnologías, Tiffany Shlain, fundadora de los premios Webby (los Oscar de la red) y Ken Goldberg, autor de The Telegarden, comunidad que abandera un nuevo movimiento que se llama precisamente así, Unplugged, Desenchufados. “Se nos ocurrió” –explica Tíffany– “al ver a las mejores mentes de nuestra generación tecleando, maileando, twitteando y arrastrándose hasta la madrugada entre enlaces de Google en busca de un chute de información». Estudios que han hecho indican que mientras estamos despiertos el tiempo máximo que aguantamos sin mirar el móvil es de diez minutos, mientras que un 43 por ciento de las personas consultadas confiesa que se entretienen con el teléfono porque lo que tienen cerca les parece aburrido. “Desde entonces” –continua Ken Goldberg– “cada viernes desenchufamos nuestros ordenadores durante 24 horas y descubrimos entonces que los beneficios de nuestro particular sabbat tecnológico son tales que hemos decidido difundir el Día Desenchufado a través del Sabbath Manifesto”. Después de leer estas juiciosas palabras, me he hecho devota de esta nueva religión pagana. Aún no sé en qué consisten sus diez mandamientos, pero sí cuál es su pecado más grave: Amar a internet, tu dios, más que a ti mismo. Ya sé que declararse permanentemente desenchufada es más un desiderátum que una realidad, pero en cambio creo posible que un día empecemos a disfrutar las ventajas (y la belleza) de vivir la vida en directo y no a través de una pantalla. Y tal vez el momento ideal para recordar cómo se hace sea precisamente este, el verano, cuando el buen tiempo invita a compartir, no con el artilugio que llevo en el bolsillo sino con otro ser humano de carne y hueso. Y quien dice compartir dice amar, gozar, comer, reír, bromear, pasear, jugar. En fin, aquello que hacíamos antes de convertirnos en yonquies cibernéticos.
Carmen Posadas, escritora y directora de los Talleres de Yoquieroescribir.com