No sé ustedes, pero yo no conocía este concepto hasta hace unos meses. Por lo visto se acuñó allá por los años treinta y sirve para denominar “la planificación o programación de la vida útil de un producto o servicio de modo que –tras un período calculado por el fabricante o la empresa– dicho producto se torne obsoleto e inútil”. O, expresado en román paladino, antes te comprabas una nevera, un esmalte de uñas, un jersey de cachemir, o lo que fuera, y te duraba muchísimo y ahora se estropea o se rompe en un suspiro: obsolescencia programada. Resulta curioso cómo se introducen en nuestras vidas términos que nunca antes habíamos oído pero que describen algo que hemos sufrido durante años sin ponerle nombre.
Y no solo eso. Resulta que, a poco que uno reflexione sobre el asunto, se da cuenta de que esa nueva expresión que hemos introducido en nuestro vocabulario sirve, además, para describir, y muy bien, la sociedad en que vivimos. El primer ejemplo que me viene a la cabeza es la palabra glamour, de la que ahora parece que no podemos prescindir. El caso es que esta palabra, que creemos sinónimo de sofisticación, elegancia y estilo en origen quería decir algo ligeramente distinto. Según el Diccionario inglés universal de Oxford glamour es “belleza mágica o ficticia de un objeto o persona, también brillo falso” y, como se puede ver, la definición encaja perfectamente con el espejismo que hemos vivido en los últimos años.
En cuanto a la obsolescencia programada, ésta también es síntoma de nuestro tiempo. Ahora todo tiene fecha de caducidad, desde los yogures hasta los amores. En las revistas de corazón, fuente inagotable de inspiración para quienes nos divierte observar la banalidad reinante, no hay semana que no salga un famosuelo proclamando algo así como: «Mengano/a es mi alma gemela, he encontrado al amor de mi vida». Sin embargo, como vivimos en la obsolescencia programada, una semana, un mes o un par de años más tarde el mismo individuo aparece allí proclamando: «Se me rompió el amor con Mengano, suerte que ahora he encontrado el amor de mi vida en Perengano».
Y así van cambiando de “amores de su vida” como de plancha a vapor o de iPhone. Conste que no seré yo la moralista que diga que le parece mal que la gente se descase si cree que se ha equivocado de camino y piensa que el futuro con esa persona es una pesadilla. Lo que digo es que, a la hora de elegir, se debería pensar más en amores que no tengan fecha de caducidad tan corta (y eso uno lo sabe siempre). En otras palabras, buscar un compañero que sea más un proyecto de vida que un objeto de usar y tirar, más una apuesta de futuro que un kleenex.
Lo malo es que actualmente la vida está más programada para la obsolescencia que para la durabilidad, por lo que la gente no se toma la molestia de cuidar no solo sus relaciones sino sus pertenencias. En este caso, el mejor ejemplo son los niños. Antes el gran desiderátum era tener una bici. Y se pasaba uno años ahorrando y haciéndose la cama o lavando los platos para conseguirla, por lo que su llegada era como un santo advenimiento.
¿Y cómo es ahora regalar una bici a un hijo? Pues si le dan bola al artilugio durante veinte minutos ya es como para dar gracias al cielo porque luego hay que jugar con la wi de Nintendo y más tarde con el ordenador y con el móvil, los patines, el skate, la tabla de surf… objetos todos, por cierto, que también tienen su obsolescencia programada, de modo que dentro de nada habrá que comprar nuevos y seguir alimentando así a ese monstruo que entre todos hemos cebado hasta la obesidad mórbida y que llamamos sociedad de consumo.
Por eso yo, cuando veo que la crisis arrecia y el panorama en vez de mejorar se vuelve cada día más desalentador, a veces me consuelo pensando que tal vez sirva por lo menos para desprogramar la obsolescencia de marras. No solo la de las marcas que, a poco espabiladas que sean, verán un filón en fabricar objetos más duraderos, sino también la de nuestras cabezas que hacen que todo –amores, afectos y hasta los anhelos– sea más perecedero que un yogur con bifidus.