«Mi madre ha sido una de esas mujeres guapísimas a la que todo le era perdonado. ¿Se han fijado en que las bellas casi siempre son terriblemente impuntuales? Mamá, por ejemplo, tenía por costumbre llegar, como mínimo, una hora tarde a todas partes. Si se trataba de una fiesta, cuando ya todos habían agotado el tema de conversación y los whiskies comenzaban a hacer su agradable efecto, entraba ella en escena radiante, como una aparición, dejándolos boquiabiertos. Lo malo es que esa costumbre, que tan buenos réditos sociales le daba, se extendía a todos los órdenes de su vida y, por extensión, también de la nuestra. Aún me recuerdo embarcando media hora tarde en aviones que (milagrosamente) nos esperaban y en los que pocos eran los que se atrevían a protestar, tal vez porque, como decía Baudelaire «La belleza del cuerpo es un sublime don que de toda infamia arranca un perdón”. Otro tanto ocurría cuando íbamos al cine, solo que en la penumbra, y por tanto sin poder admirar la maravillosa sonrisa capaz de derretir icebergs de mi madre, nos decían no pocas lindezas. Pero lo peor fue mi primera comunión. Para una niña tímida como era yo entonces, tener que hacer el paseíllo sola hasta el altar, sin más asidero que un misal de nácar, es un momento que reaparece a menudo en mis pesadillas. Otro tanto me pasó en mi primera boda. Está aceptado que las novias lleguen con unos minutos de retraso, pero en esa ocasión la novia estaba furiosa sentada en el coche a la espera de que la madrina hiciera su habitual y estelar entrada en escena. Después de tanto trauma infantil y juvenil, me convertí en una persona extremadamente puntual. Creo sinceramente que la vida es más fácil cuando la gente no malgasta la paciencia y el tiempo ajeno. Sin embargo, como no me gusta ser parcial en mis afirmaciones, diré también que hay personas que no solo no entienden las ventajas de la puntualidad sino que les parece que nosotros los puntuales somos unos palizas, unos seres torvos y calculadores. Piensan que las cosas buenas de la vida no deben regirse por la tiranía de los relojes: una cita amorosa, un rato de disfrute con los niños, la elaboración de una deliciosa receta de cocina… ¿Qué es mejor, entonces, ordenar la vida para que haya tiempo para todo o, como en el bolero, hacer que el reloj no marque las horas? ¿Quién tiene razón, los que veneramos el tiempo o los que prefieren despilfarrarlo? Para contestar estas preguntas he recurrido a una de mis actividades favoritas, consultar un libro de citas célebres. Ante mi estupor, ganan por goleada los seguidores de mi querida madre en esto de enfrentarse al tiempo. Golda Meir, que me habría apostado la cabeza a que era una persona muy puntual, dijo, por ejemplo, que tiene uno que gobernar al reloj y no dejarse gobernar por él. Marguerite Duras todavía fue más clara y meridiana; escribió que la mejor manera de llenar el tiempo es malgastarlo. ¿Y Chesterton, y Bernard Shaw, dos de mis autores favoritos y personas muy serias? Según el primero “El reloj habla demasiado fuerte; me asustó lo que decía y hace años decidí tirarlo a la basura”. El segundo por su parte, aseguraba que cualquier cosa puede pasar si se sienta uno a esperar. Únicamente el refranero y Charles Darwin parecen estar de acuerdo conmigo en sostener que el tiempo es oro. El autor de El origen de las especies opinaba que el hombre que malgasta una hora de su tiempo no ha descubierto aún el valor de la vida. Y, en cuanto al refranero, ya se sabe eso de que al que madruga Dios lo ayuda, etcétera. Empezaba a sentirme como un bicho raro entre tantos partidarios de la impuntualidad cuando de pronto, en ese mismo libro, me topé con una frase que adorna muchos relojes medievales. Es muy salomónica, porque no se decanta ni por uno ni por otro y dice así: Omnes feriunt, ultima necat, es decir “Todas las horas hieren, la última mata”. A vivir, por tanto, que estamos en verano y que –seamos puntuales o impuntuales– no son más que días».
Carmen Posadas, Directora de los Talleres de escritura de Yoquieroescribir.com