A LA SUELA DEL ZAPATO – Adelaida Chinchilla Martínez
Por Adelaida Chinchilla Martínez
Y sin mayor esfuerzo, el niño que sobrevivió a la guerra entre palmeras se convirtió en un nuevo rico amargado. Una empresa y dos familias, con sus dos respectivas esposas, dirigían su vida en un carrusel de billetes, traiciones, gritos y sexo.
Pasado uno de los inviernos más fríos que se recuerdan en la ciudad de Murcia, siempre bañada por el sol y con la sombra de las palmeras dibujando las calles, Manuel salía de su casa para ir a trabajar. Su paso determinante daba comienzo a un nuevo día en su perfecta, aunque angustiada, existencia. Tenía todo lo soñado, y más. Sin embargo, el huérfano libraba una lucha interna que hacía inalcanzable su satisfacción personal. Era una losa que llevaba consigo y que dejaba ir a menudo sobre las personas que le rodeaban, la mayoría de ellos súbditos. Aunque este grupo incluía también a su familia. Conducía su propio coche, un Mercedes 600 plateado que había mandado traer desde Alemania. El único coche en el barrio. Él adoraba presumir de su éxito empresarial y pasear sus trofeos por el centro, anteponiendo como un mantra lo material sobre lo mundano, ya que se sabía de paso por este mundo y pocas cosas le importaban de verdad, excepto el dinero y la ostentación.
Al llegar a la fábrica, unas paredes de colores tierra intensos, con plantas por todas partes, daban la bienvenida al jefe. Se trataba de aquella moda de formas y tonalidades estrambóticas, donde las líneas rectas eran difíciles de encontrar y el minimalismo era del todo inexistente. Un momento dorado para la industria de la moda en la zona que había que explotar y, sobre todo, mostrar. Así, la mañana transcurría entre reuniones y voces altas. Era importante dejar claro quién mandaba. Los insultos con los que se refería a sus personas de confianza dejaban entrever un bajo intelecto maquillado de billetes. Esa estrategia le valía el estatus alcanzado hasta entonces y, con ello, su derecho a ser un necio exitoso.
Sus dos “mano derecha”, hechos a su imagen y semejanza, eran los hijos que compartía con su esposa, la primera de las dos mujeres de su vida. Conducidos por el dinero y la apariencia, los semidioses, al igual que el patriarca, carecían de olfato por los negocios. Sin embargo, la etapa boyante del sector y algunas buenas decisiones les habían colocado en lo más alto a nivel nacional. Desde entonces, ya no existía techo que parase esos egos. Los dos hermanos habitaban en una nube de oro y llevaban una vida extraordinaria, llena de comodidades y caprichos. El único precio a pagar era la lucha por ser el ojito derecho de su padre. Aunque, para eso, ambos contaban con un arma secreta de igual calibre: esposas que les manipulaban para lucir el Rolex más caro del mercado.
Además de estas dos piezas, Manuel tenía dos hijas; la mayor, Emma, y la pequeña, Clara. Como solía ocurrir en aquella época, las mujeres de la casa carecían de propósito o participación en la empresa familiar. Sin embargo, el marido de Emma, Leo, pronto se vio forzado a entrar a jugar, como también lo hizo la propia Clara. Ambos asumieron cargos menores en la compañía, aunque se encontraban en el embrollo como parte del séquito de marionetas que eran sus trabajadores. Este nuevo papel de infiltradas entre la sangre y los negocios las ataba todavía más al patriarca, que no dudaba en apretar la cuerda, si era necesario, para que la maquinaria familiar perpetuara su trono.
Y, en último lugar, ella: la esposa. Una figurante más en el teatro que era la vida de Manuel. La que contaba con el papel menor en su particular juego de marionetas y la persona que más lo amaba. Ana era una mujer sencilla, humilde, que había sufrido junto a su madre las inclemencias de la Guerra Civil española. De vez en cuando se permitía recordar aquellos días en los que la piel de la patata era su único alimento. Por aquel entonces, su madre trabajaba en la cocina del único hotel de la ciudad. Había experimentado la miseria en primera persona, y aún así una sonrisa fresca y un gesto burlón eran su seña de identidad. Ella quería ser libre, aunque el destino le asignó una tarea ardua: criar a cuatro hijos en un hogar destrozado por la traición, roto de ira y manchado por la infidelidad. Pero el amor que sentía por aquel hombretón de manos como salchichas y mirada punzante la impulsaba cual muelle a continuar. Trataba de aliviar a sus hijos, en la medida que su limitada inteligencia emocional le permitía, y cerraba los ojos ante los gritos de su marido. Y, así, transcurría una temporada tras otra y los viajes, las joyas y los restaurantes paliaban las inclemencias de su amor no correspondido.
El éxito seguía acaudalando a la casa Menéndez al paso que la familia aumentaba. Un miércoles cualquiera, Paula paseaba por la calle colindante a su colegio cuando le pareció ver a su abuelo sentado en un BMW azul. La puerta del asiento del copiloto estaba abierta y Manuel tenía una pierna fuera, como si estuviera despidiéndose de la persona que conducía. Qué extraño, pensó Paula. ¿Qué hará mi abuelo por aquí un día de colegio? ¿Y quién es la mujer que conduce?
Paula era la hija menor de las tres que tuvieron Emma y Leo. Para ella todo era normal en su familia. Tenía la sensación de vivir holgadamente, aunque sin grandes lujos, en una casa plagada de respeto y amor. Contaba con una madre presente y disponible a tiempo completo para sus hijas y con un padre que, a pesar de trabajar fuera la mayor parte del día, sentía cerca constantemente. Los domingos, la familia al completo se reunía en la casa de campo de sus abuelos y Paula pasaba el día divirtiéndose con sus primas.
Pasaron los días y la nieta siguió reflexionando sobre la escena que había presenciado, aunque decidió no compartirlo con sus padres. Sin embargo, la niña sentía que algo había cambiado en su interior al ver a su abuelo en aquel contexto y comenzó a obsesionarse con la relación entre sus abuelos. A pesar de su corta edad, poseía una sensibilidad especial y una manera extraordinariamente madura de comprender el mundo. Unas semanas después, como tantos otros viernes, fue a cenar a casa de su tía Clara –la menor de las hijas del patriarca-, que tenía dos niños pequeños. A Paula le encantaba pasar tiempo jugando, viendo películas y durmiendo con ellos. Pero aquella noche fue distinta: durante la cena, ya a solas con su tía, se decidió a sacar el tema.
—Tía —alertó Paula—, el otro día vi al abuelito cerca de mi colegio. Iba en un coche, con una mujer.
Clara se quedó pensativa y, sin dudarlo demasiado, le espetó:
—¿Es que nunca te lo han contado?
—¿El qué?— respondió la niña con ansias de conocer, al fin, la respuesta que llevaba días persiguiendo.
—El abuelito tiene otra mujer, y otra familia— soltó su tía sin pestañear.
La joven se quedó pasmada. Su mundo quedó nublado y miles de preguntas se amontonaron en su mente.
—Pero…no lo entiendo— replicó. ¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¿Quién lo sabe?
Fue entonces cuando su tía le explicó la situación desde el principio…
—Desde siempre, Pau. Toda la familia lo sabe, y también toda la ciudad. Yo me enteré cuando tenía unos quince años y desde entonces no he dejado de pelear con él. Hemos tenido auténticos dramas, y a mí todavía me cuesta comprender que nosotros, y sobre todo mi madre, vivamos de esta manera. La casa de “la otra”, pagada por él, claro, está al lado de tu colegio. Tiene dos hijas y un nieto, al que han tenido la indecencia de llamar Manuel, como su abuelo…La abuelita decidió seguir con él, sin que pudiéramos opinar. Por supuesto, no hay ningún contacto entre las dos familias, y tampoco conocemos a nuestras hermanastras. Es todo muy triste y difícil de comprender, especialmente para una niña como tú…Pero creo que es justo que conozcas la realidad, ya te vas haciendo mayor.
Paula no daba crédito. Ni siquiera se atrevía a formular más preguntas. Simplemente escuchó y trató de hacerse a la idea de la absoluta farsa que era su familia. Sintió que todo había cambiado y que nunca volvería a ser la misma persona. Algo se rompió para siempre.
¿Cómo podría volver a mirarle a la cara? se dijo. Y más aún, ¿con qué cara enfrentaría a su abuela? Con conocimiento del sufrimiento constante que debía ser su vida. Y la vergüenza…¿Cómo era capaz de vivir así? ¿Sería el amor? ¿El dinero?
Pensamientos demasiado complejos para una niña. La sensación de llevar dentro un detonador que explotaría lentamente a lo largo de toda su vida.
Adelaida Chinchilla
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024