Abril del sesenta y ocho- Lluís Carles Domínguez Ródenas
Por Lluís Carles Domínguez Ródenas
Podría haber sido una tarde más. Era un día soleado de abril, típico de primavera, cuando el Domin y el Javi, después de comer en casa con sus padres, iban a em-prender la marcha al colegio. Las tardes acostumbraban a ser más tranquilas que las mañanas, en las que se concentraba más actividad. Habían dejado las carteras en la escuela por lo que ahora iban más ligeros. Solían bajar a toda marcha para ver quién llegaba primero al portal. Al Javi le gustaba ganar siempre a su hermano mayor y saltaba los escalones de dos en dos. El trayecto hasta el colegio duraba pocos minutos y les gustaba salir de casa con el tiempo necesario para encontrarse con sus amigos en el patio antes de subir a sus respectivas clases. Un partido rápido de fútbol o una de portería a portería. Si la puerta de la verja estaba cerrada, mientras esperaban en la acera, les gustaba jugar alguna ronda de churro-mediamanga-mangotero o del salto del moro. Las niñas jugaban a gomas o charlaban apartadas de los niños. En el edificio contiguo, Manuela vivía un calvario personal que ya duraba unos cuan-tos años. Hacía poco que había acabado de comer con su hija, que tenía turno de tarde. Vivía en el piso de Carmen, un tercero, desde que los médicos así lo aconsejaron. Con la mirada perdida a través de la ventana de su habitación, sin fijarla en nada concreto, sentía el hastío de ver siempre la fachada de enfrente con las mismas cristaleras, a veces abiertas, otras cerradas. Si se inclinaba hacia la calle veía personas deambular y algún que otro niño que iba al colegio. Esto le hizo pensar en su lejana infancia, vivida en un pueblo del interior de Valencia, años antes de emigrar con sus padres en busca de trabajo y prosperidad. Algunos recuerdos se agolpaban en su mente distraída. Hoy había tenido una mañana inquieta, sentía un intenso hormi-gueo en sus entrañas que le incomodaba más que otros días.
Llegados al portal, en el vestíbulo de su casa, el Javi recordó que se había dejado el libro de lectura, ya que el miércoles por la tarde tocaba leer en grupo unos cuentos que le fascinaban. Por la mañana no lo había metido en su cartera porque siempre andaba con prisas. Subió casi con la misma velocidad con la que bajó y el Domin lo esperó impaciente. Rebuscó entre sus cosas, tomó el libro y bajó de nuevo para di-rigirse al colegio con su hermano.
A Manuela le venían, con asiduidad, pensamientos de su marido, fallecido hacía unos cuantos años, de un trágico accidente. A veces, a causa de la medicación, se le desvanecían los detalles. Ese día, pese a estar impávida frente a su ventana, los recuerdos de los últimos años vividos pasaban frenéticamente unos detrás de otros, como fotogramas de una película dramática. Su mente se detuvo, sin querer, en ese momento en que le notificaron la muerte de Andrés. Ella, con cincuenta y nueve años, se sentía todavía joven y con energía e ilusión para vivir. El impacto que le causó la llamada de teléfono fue aterrador. Nunca se había imaginado lo que sentiría viviendo sola en su casa.
Los primeros años de viudedad compartía su día a día con algunas amigas y vecinas. De vez en cuando recibía la visita de su hija y de su nieta Rita, que le alegraban la tarde. Otras le venía el recuerdo vago de su hijo que vivía en la otra punta del mundo y con el que no tenía casi relación. También evocaba, con cierta alegría, el momento en el que compró con su marido el piso en el que vivía, después de muchos esfuerzos. Estaba viviendo un momento dulce cuando todo se desvaneció de golpe, en un instante. Pese a ello, la mayor parte del tiempo su pensamiento se extraviaba sin ningún sentido.
Poco a poco, de forma silenciosa, esos contactos se fueron desvaneciendo. Sin darse cuenta de que se iba aislando y que olvidaba cuidarse, pasaban los días irreme-diablemente uno tras otro. La tristeza se había apoderado de su alma. En algunos momentos podía sentir una excitación desmesurada que le duraba poco y luego se sumía con facilidad en el ostracismo. Sentada muchas horas delante de la tele había perdido la llave que le permitiera volver a abrir la puerta de su vida. Esa actitud, fuera de lo común en Manuela, hizo que algún vecino que la conocía desde hacía muchos años llamara a su hija para comentárselo.
Después de unas cuantas visitas médicas y de diagnosticarle una enfermedad mental, Manuela se vio más atendida por Carmen y tomaba la medicación prescrita. Nunca había estado enferma, pues era una mujer fuerte y trabajadora, y ahora no sabía cómo encajar todo lo que le estaba sucediendo.
Manuela fue pasando algunos años sola en su casa hasta que empezó a deteriorarse con rapidez. Los médicos replantearon su situación y probaron de ajustar la medica-ción para intentar devolverle una cierta calidad de vida. El médico responsable le comentó a Carmen que era muy difícil encontrar el fármaco y las dosis que consi-guieran normalizar su situación. Las complicaciones que había sufrido Manuela eran imprevisibles —comentaba el médico que la atendía— y existían algunos casos que evolucionaban mal. Este era uno de ellos. Todo apuntaba a que ya no podría vivir sola y debería estar atendida el mayor tiempo posible. Habría que observar los efec-tos secundarios de la medicación y estar atentos a sus cambios de comportamiento, si es que se producían.
—Es imprescindible que viva con alguien— apuntaron desde el centro de salud.
Ese miércoles se había levantado inquieta, había deambulado por el piso casi sin desayunar pues perdía la sensación de hambre con frecuencia. Caminaba de un lado a otro de la casa repitiendo frases incongruentes. Angustiada, sin saber qué hacer, se había hundido el resto de la mañana en el sofá frente a la televisión apagada y escuchaba un pequeño transistor que tenía en la mesita de centro del salón. Le dis-
traía cualquier programa en el que oyera a gente hablar y contar historias. Antes de retirarse a su habitación, había conseguido comer algo más. Eran cerca de las tres de la tarde. Entró en ella con unas sensaciones extrañas.
El Domin y el Javi salieron del portal para dirigirse al colegio. Su calle, ancha, con al-gunos vehículos aparcados a ambos lados, tenía las aceras embaldosadas con “flo-res de Barcelona”. Girando la esquina de la bocacalle siguiente, era visible la valla de ladrillo y el enrejado negro que rodeaba todo el recinto escolar, un enorme edificio de estilo urbano funcional con un gran patio de tierra y algunos árboles. El ala dere-cha estaba ocupada por las niñas y la izquierda por los niños si se miraba desde la entrada. Eran tiempos de separación de géneros al más puro estilo del nacional ca-tolicismo imperante.
En los bajos del edificio donde vivía Manuela ahora, había una tienda de bebidas, lo que llamaban una bodega. La acera dibujaba un vado que facilitaba la carga y des-carga de los vehículos que proveían las enormes botas del vino que se vendía a gra-nel en botellas o pequeñas garrafas. También lo aprovechaba la camioneta del co-mercio que cargaba el género que repartían semanalmente entre los múltiples clientes que tenían esparcidos por los barrios más cercanos.
Manuela, aturdida y excitada, salió de la habitación cuando Carmen echaba una lige-ra cabezada en el sofá antes de salir al trabajo y mientras esperaba que Rita regresa-ra de clase. Alguien debía quedarse con la abuela esa tarde. Sudorosa, haciendo múltiples aspavientos, salió al balcón que tenía la cristalera corredera abierta. Se podía respirar una leve brisa de aire fresco que alimentaba los pulmones. Miró a la calle. Sentía unas ganas profundas de liberarse de una vez por todas de la densa carga que se había apoderado de ella, deseaba acabar con todo y reunirse con su marido. Tuvo la fuerza suficiente para subirse a un taburete y lanzarse al vacío en el que sería su último viaje. Un vuelo a ese cielo que había anhelado tanto tiempo y donde poder reencontrarse con Andrés. Buscaba la paz que se desvaneció dramáti-camente en un segundo, años atrás. Sus retinas pudieron ver, por un instante, las pequeñas cabezas del Domin y del Javi que iban alegremente al colegio como cada tarde.
Carmen acababa de entrever, atónita, el salto torpe de su madre. Su grito aterrador invadió el salón-comedor que había sido testigo del paseo angustioso de Manuela. La onda sonora se expandió por el espacio y llamó la atención de los niños que diri-gieron sus miradas hacia arriba de forma automática. Estos vieron algo parecido a una muñeca que caía. El tiempo se paró de repente. El cuerpo de Manuela impactó sobre la acera con un ruido duro y seco, a escasos dos o tres metros de distancia. La sacudida que recibió su alma les arrebató la alegría del momento. El cuerpo inerte y ensangrentado de Manuela yacía tendido boca abajo en el suelo gris. De repente, sin saber qué hacer, rodearon el cadáver y dejaron atrás el vado por el que la sangre
resbalaba lentamente. Desconcertados y estupefactos siguieron la rutina de la tar-de, calle arriba hacia la esquina para ir al colegio. Giraron un instante la cabeza para contemplar la gente que se agolpaba alrededor de Manuela. Oían comentarios, gri-tos y llantos.
— ¡Esos niños lo han visto todo!— comentaron algunos.
La tarde en el colegio transcurrió, al principio, con una extraña normalidad. El Domin resolvía los problemas en su cuaderno con algunos compañeros como si fuera un autómata. El Javi se sumergió, ensimismado, en la lectura de algunos cuentos, como hacían todos los miércoles. Sus mentes repasaban, sin desearlo, las imágenes re-cientes de lo que acababan de vivir. El shock se iba haciendo cada vez más presente. No sería una experiencia fácil de olvidar.
De regreso a casa, cogidos de la mano durante el trayecto, no supieron mediar pa-labra. Su madre les abrió la puerta. Se miraron con ojos tristes. No recuerdan lo que contaron, ni cómo, ni a quién, aunque parecía que todos lo sabían. El Domin y el Javi no sospechaban que lo que pasó ese soleado miércoles por la tarde, de la primavera de abril del sesenta y ocho, permanecería en sus almas fragmentadas como una huella imborrable y dolorosa.
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