ALFA 33 – Ignacio García Risco

Por Ignacio García Risco

Unos vecinos pensaron que era un terremoto. Otros, que había caído una bomba. Los más asustadizos creyeron que el mundo tocaba a su fin. El ruido fue estruendoso. Con miedo, salieron de sus casas y vieron que un coche se había estrellado contra el campanario de la iglesia. Alguien llamó a Emergencias y en pocos minutos el pueblo fue invadido por dos vehículos de la Guardia Civil y un par de ambulancias que iluminaron el lugar con sus luces estroboscópicas. Era imposible que el ocupante u ocupantes del automóvil hubieran sobrevivido al impacto.

Aquella tarde de viernes mi padre fue al pub habitual a beberse la vida a sorbos cortos pero constantes como hacía más a menudo de lo que aconsejaban su médico y el sentido común. Llevaba sin levantar cabeza desde que mi madre se largara seis años antes. Este hecho lo había sumido en una melancolía y una tristeza que ahogaba en whisky de manera suicida. Una pareja de la Guardia Civil entró en el local. Alguien señaló a mi progenitor y los agentes se acercaron a la barra. Sin más preámbulos, el que lucía un bigote reglamentario le preguntó que si era el padre de Sinesio Sacristán Camino. Asintió con la cabeza y el agente le dijo que lamentaba comunicarle que yo, su hijo, acababa de tener un accidente fatal con el coche en el término de Rubí.

−¿Fatal? ¿Ha muerto? −balbució con un hilo de voz pastosa.

−Me temo que sí. Tendrá que venir con nosotros a reconocer el cuerpo.

A cualquier otro le hubiera supuesto un mazazo terrible, pero mi padre lo tomó con resignación. Una vez que subió al coche de la Benemérita, se atrevió a preguntar cómo había sido el accidente, si había algún fallecido más y si era culpa mía. Le comentaron que era pronto para dar cualquier tipo de información, que se estaba investigando; que lo único que le podían decir era que el automóvil o lo que quedaba del mismo −un amasijo de hierros− era un Alfa Romeo 33 con la matrícula 0326N que, según habían comprobado en su base de datos, pertenecía a su hijo; que el accidentado había sido llevado en estado crítico al hospital comarcal donde, a pesar de los esfuerzos de los médicos de guardia, había muerto por las heridas incompatibles con la vida. Mi padre pensó que aquello, más pronto que tarde, había de ocurrir. Su hijo, es decir, un servidor, era experto en cargarse coches, aunque en ocasiones anteriores la suerte, el destino o las manos de algún santo o del ángel de la guarda, habían logrado que el incidente quedara en un susto para mí y en el disgusto de mi progenitor. Hizo un cálculo mental y vio que era el cuarto coche que mandaba al desguace. El primero fue un 600, el segundo, un Panda y, el anterior a éste, un Renault Fuego. Todos ellos por mi mala cabeza.

El cuerpo estaba en un box de urgencias tapado con una sábana. No en una morgue de paredes alicatadas en azulejo blanco y nichos con puertas de acero. El cadáver tampoco llevaba una etiqueta en el dedo gordo del pie con su nombre ni el de John Doe. Descubrieron el cuerpo y mi padre dijo, supongo que un tanto aliviado: “Este no es mi hijo”.

−¿Quién es? −preguntó un agente.

−¿Lo conoce? −preguntó el otro.

−Es un ami…, un conocido −se corrigió− de mi chico. Se llama Javier Colomer.

Mi padre les contó todo lo que sabía que era más bien poco: un chico con problemas. Luego les pidió que le acercaran al centro si no había ningún otro asunto en el que pudiera servirles de ayuda, quería buscarme. Una vez más, yo había vuelto a la vida, como un gato.

Al día siguiente logró contactar conmigo y me refirió sin paños calientes lo que había sucedido. Estaba enfadado como una mona, se cagó en lo divino, lo humano, lo civil y lo militar, y me soltó con voz poco meliflua el mal rato que había pasado por mi culpa.

Lamenté lo de Javi el Cuervo, y ¡cómo me dolió quedarme sin el Alfa! Fue el primer coche que compré con mis propios medios, los anteriores habían sido regalos de mi hermano o de mi padre. Aquel Alfa Romeo 33 con 107 caballos tenía unos extras que no eran lo habitual en los automóviles de finales de los 80: elevalunas eléctrico, dirección asistida, aire acondicionado, radiocasete extraíble… equipamiento que luego fueron incorporando las demás marcas, pero que en aquel momento solo los Alfa tenían de serie. Su línea me encantaba, pero más aún ese reprís que lo hacía imbatible en las salidas y en los adelantamientos. No dejaba conducirlo a nadie, ni siquiera a mi hermano cuyos coches le había pedido en infinidad de ocasiones. Mucho menos a los amigos. ¿Por qué se lo dejé a Javi?

La tarde de autos estaba yo de buen ánimo pues tenía plan. Había quedado nada menos que con Miki, la Sueca, que nos hacía babear a todos como el perro de Paulov. Aquello era insólito ya que aquel bombón de curvas jabonosas, aunque tenía fama de chica fácil, era bastante inaccesible y nunca había logrado quedar con ella a pesar de mi insistencia. Pero, no sé si por mi tozudez o por mi coche deslumbrante o porque ya me tocaba tener un poco de suerte, el caso es que accedió a tener una cita que prometía fuegos artificiales.

Javi se me acercó. Yo estaba en una terraza haciendo tiempo, tomando una cerveza, esperando que llegara la hora para reunirme con la Sueca.

−Hola, Monstruo -saludó tímido y visiblemente nervioso.

−Ya sabes que no me gusta que me llamen así, que te suelto una hostia, Cuervo de los cojones.

−Vale, vale, Sine, perdona…

En la pandilla todos teníamos nuestro mote, pero llega un momento en que hay que pasar página. Me habían puesto Monstruo por lo del monstruo del lago Ness. Javi leyó que al monstruo lo llamaban Nessie y como a mí me llamaban así, Nesi, para acortar lo de Sinesio, me quedé con el mote ya para toda la vida.

−¿Qué cojones quieres? −le pregunté con agresividad−. Ya sabes que no te doy un duro y menos para la mierda esa que te metes. Con lo bien que estabas…−dejé en el aire pensando en su rehabilitación pasajera.

Miré su cara demacrada, su boca llena de ausencias, su bamboleo constante y ese rascarse brazos y cabeza de manera compulsiva que quebraba mis nervios. Me pregunté una vez más cómo llega alguien a ese estado. Yo coqueteé con drogas de adolescente, aunque aquello no pasó de fumar algún porro a la marrueca o tomar una centramina que decían que te colocaba un montón pero que a mí sólo me ponía un poco catatónico.

¿Cómo había llegado a ese estado? Recapitulé. Era un niño pijo al que su padre le soltaba mil duros todos los sábados y le decía que no volviera a casa hasta que lo hubiera gastado todo. ¡Mil duros! Yo recibía cien duros de paga y, haciendo malabarismos, compraba tabaco, iba a la discoteca y guardaba algo para el día siguiente. Javi, con tanto dinero en el bolsillo, comenzó a frecuentar gentuza que le introdujo en el mundo de las drogas. Primero fue el hachís y luego llegaron otras sustancias más fuertes y adictivas. Comenzó a fumar chinos los sábados, luego más a menudo y, finalmente, se pasó al pico porque era más barato y duraba más el colocón. En muy poco tiempo era un drogadicto de manual y pasó de ave de la paz a pájaro de mal agüero. Para mayor desgracia, arrastró en la vorágine de aquel mundo a su novia.

Fue todo de mal en peor. Robaba a sus padres, engañaba a todo el que podía, daba sablazos a diestro y siniestro. Le echaron de casa, no querían volver a verlo, hartos de ser expoliados en cuanto se descuidaban. Un mal día participó en un atraco por la necesidad de comprar la dosis que necesitaba y, claro, le pillaron. Hubo juicio y el juez, quizá conmovido por el dolor de la madre, dijo que no lo mandaría a la cárcel si se comprometía a realizar un programa de desintoxicación y de reinserción. Cumplió la condena en una clínica de postín y, cuando volvió a casa, era un hombre nuevo, lleno de ilusión y ganas de hacer las cosas bien.

Pero poco duran las alegrías. Carmencita, su antigua novia, seguía enganchada y, aunque él se prometió no volver a verla, no pudo por menos que preguntarle a un conocido por ella. Y un día se vieron. Y siguieron viéndose. Y retomaron la relación. Él trató de sacarla de la inmundicia. Pero ganó ella una tarde que, tras haber hecho el amor, le ofreció un pico. La boca se le hizo agua, un temblor nervioso le recorrió el cuerpo. Se debatió entre la ansiedad (volver a sentir el efecto de la droga) y la determinación que tenía en no volver a caer. Se dijo que sería la última vez, la despedida de ese mundo, que se pondría con Carmencita y que al día siguiente se marcharía para siempre de aquel pueblo, de aquella vida llena de tentaciones.

En tres meses estaba sumido en el círculo vicioso de la heroína con más intensidad que antes de la desintoxicación.

Unos meses después, Carmencita apareció muerta, ahogada en su propio vómito. Se había colocado ella sola y se había quedado dormida boca arriba. Javi lloró la pérdida, pero este suceso, lejos de ahuyentarle, parecía haberle dado un impulso para seguir autodestruyéndose. Ahora mendigaba para conseguir un pico y no quiero imaginar qué terribles cosas hizo para obtener las dosis que le pedía su cuerpo.

Me daba pena, mucha lástima.

−Tengo que pedirte un grandísimo favor. Necesito tu coche. Tengo que ir a Salamanca, es vital, vida o muerte. Necesito comprar. Te lo suplico. No tengo a nadie más a quien acudir. Por favor, por favor, por favor.

Detrás de mí se había puesto Miki, no la había visto llegar. Había escuchado la conversación, cómo yo le decía que no por activa y por pasiva. Me tocó el hombro y, con una voz tan dulce y sensual que me conmovió como nunca hubiera imaginado, dijo: “Anda, déjaselo. Mañana te lo devuelve. No nos hace falta, vamos a mi casa a cenar y luego no vamos a salir, ¿no?”. Me apiadé de él y le tiré las llaves del Alfa, mi Alfa 33, para que fuera a buscar su droga o, como supe más adelante, su destino.

−Ni se te ocurra hacerle un rasguño que te mato. Cuídalo como si fuese tu novia −se me escapó y en seguida me arrepentí de haberlo soltado−. Y mañana a primera hora lo quiero ver aquí, ¿entendido? Ah, otra cosa: está casi seco. Toma −le dije dejando un billete de mil sobre la mesa−, echa gasofa. Es suficiente para ir y volver. Y ahora, aire, que se nos hace tarde.

No me cogió el dinero. Dijo que no me preocupara, que era la última vez que me iba a pedir un favor, que lo tenía todo controlado, que ya vería. Sonaba a despedida y no supe interpretarlo. La frase preferida del drogata: tengo todo controlado. Ahora veo que lo tenía todo bien pensado y controlado, por una vez.

He imaginado sus últimos momentos:

Puso el volumen alto, muy alto: Hotel California. El campanario era una figura negra que se recortaba en el horizonte rojizo. Pisó el acelerador. Tenía que hacerlo. Era una sed insaciable. Cien, ciento veinte, ciento cuarenta, ciento sesenta, ciento ochenta, el muro del campanario. Todo se funde en negro. El sol se ha puesto. Se apaga la sed. Check-out.

 

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