Almudena Ojosnegros
Por MARCOS ALLENDE TOMÉ
04/01/2018
No había vuelto a oír su voz desde hacía dieciséis años. Al principio, creyó que era una fantasía que le dibujaba su imaginación, sin sentido, después de tantos años de lucha contra su deseo.
Les separaba una estantería de libros, pero estaba seguro de que era ella. Dejó el periódico de cada día apoyado en su carpeta nueva y dio los pasos que le acercaban aún más a su voz, que le removió de nuevo todo su cuerpo. El mismo pelo ondulado, el mismo porte fino y elegante. Todo llegó de golpe, igual que como se había ido, con la primavera y los árboles en flor, dejándole el alma inmensamente vacía, no, vacía no, llena de tantos recuerdos que no caben y duelen, y dan gozo, qué ironía, y van y vienen, como el mar de sus ojos. No le dijo nada porque no le salió la voz. La vio marcharse al ritmo de sus tacones y se desmayó.
Joaquín, el dueño de la tienda, le llamó por tres veces hasta que reaccionó. Sus ojos mudos de expresión, su boca vacía, entreabierta, sus piernas temblando y heladas, como si un sobrepeso las hubiera debilitado por instantes eternos, reconocibles como hace dieciséis años. El pasado regresa siempre sin avisar, acosándote y dejándote fuera de juego, sin armas con que combatir, con el miedo pegado a cada poro, que suda irremediablemente, que se revuelve y pica hasta arañar toda la piel. El silencio fue más mudo que el último beso que ella le dio, el mejor y el más doloroso, en el que ella selló todo su miedo y su rabia, con el que se hizo dueña para siempre de sus sueños tediosos y malditos.
Después de tantos años él ya no era el mismo, ni su alma la misma, ni sus miedos ni sus ganas, aunque todo había vuelto a tener un poco de luz, más cada día desde que el mar le salpicara poco a poco la vida. Sus manos volvían a estar abiertas, su aire caminaba aliado, sus piernas andaban hacia adelante con ilusiones nuevas. La arena fue la casa donde empezar a reconstruir la vida, no la que ella se había llevado, sino una nueva con los restos de una guerra cobardemente combatida, sin fe, pero abandonado a un ruego de esperanza.
Joaquín lo llevó a su casa, lo subió a su habitación pulcramente ordenada, lo cuidó como a un niño indefenso y lo arropó entre las sábanas recién cambiadas. Joaquín lo admiraba con una pasión desmesurada, supo que así sería desde que lo vio por primera vez, cuando espió sus manos entre las hojas de su libro más odiado. Manos que acompasaban el aire al pasar las páginas, ojos que se mecían entre las letras y emanaban paz, una paz recién estrenada, una paz que quería beberse desde el momento en que le descubrió. Siempre recordaría el día en que le preguntó su nombre, con los ojos fijos en sus labios, y esa voz, más fina de lo que se había imaginado, más cordial y serena de lo que le hubiera gustado oír, una voz que imaginó de nadie hasta que la bebiera con su deseo siempre tan imaginativo.
– Marcos Allende Tomé – pronunció, con una seguridad rotunda, con una seriedad hierática en los ojos al mirar, con un porte mucho menos altivo que hace dieciséis años, cuando se comía el mundo.
Llegó al pueblo cuando anochecía sobre las colinas verdes que lo cubrían todo y su mirada se cegó con tanta luz, una sensación de ahogo y paz entremezcladas dejaban la boca llena de una sed nueva. Estaba ansioso por beberse cada hora de cada día, lejos de tanta oscuridad. Los primeros días, sus labios estaban tan callados como las noches inmensas de los días ciegos de invierno, sus pasos tan despistados e inciertos como su alma herida, su mirada tan llena de miedo que uno querría abrazarse a ella y reconfortarla de calma y luz.
Joaquín sintió una quemazón en la boca del estómago cuando escuchó su saludo por primera vez, bajo el tintineo de la campana sobre el dintel de la puerta, que advertía de la llegada de un cliente nuevo. Cuando sus ojos se encontraron supo que volvería a tener problemas con su alma, tan enamoradiza y confiada. Supo que no había camino de vuelta, que quería seguir oyendo esa voz aunque no prestara atención a casi nada, únicamente mecerse en el vaivén del fluir de sus labios con el aire. Y supo que sufriría de nuevo cuando descubrió que esos ojos llevaban pegados un nombre, dolorosamente amarrado, y en los que no cabía nadie más.
Marcos no tardó en descubrir el deseo de su amigo, su amor silenciado y mal disimulado. Aunque no podía corresponder en la misma medida, no sabía qué era lo que le impulsaba a dejarse mecer y calmar por él. Le atraía esa entrega incondicional a cambio de nada, su capacidad para conformarse con unos buenos días y una rápida charla por la mañana. Y unas cervezas frente al malecón en verano o unas copas de vino junto a la chimenea de su casa el resto del año, charlas y risas interminables. Confesiones bajo el efecto del vino con momentos vertiginosos, confusos de caricias y amaneceres intencionadamente callados. Con los años Marcos se acomodó a Joaquín y sus rutinas, pero en las horas más solitarias, regresaba siempre ella, bailaba sobre su espalda, se ceñía a su cintura pelviana y hacía indeleble su recuerdo.
Joaquín esperó su reacción sentado en el sillón despejado de libros y páginas abiertas. El olor a papel y café estaba presente en toda la casa. Marcos reaccionó de golpe, como en casi todas sus decisiones. Se levantó arrastrándose a la ducha y se quedó desnudo ante Joaquín y el mundo y pasó cientos de minutos dejando correr su miedo y dolor bajo los chorros generosos del agua, seguro ante la presencia serena de su amigo.
Bajo los chorros calientes hasta casi quemar, no dejaba de preguntarse por qué regresaba, ahora que había conseguido disfrutar de una rutina plácida: tomaba un café medio frío cada mañana en el mismo camino a la universidad, leía las noticias, raudo y con el interés justo, más por el placer de ese momento sereno, que por todo lo gris que contaban tantas letras juntas. Casi a diario comía en “Julieta”, carne a la brasa con aroma de hierbas y vino viejo, o pescado recién traído por Andrés, el más veterano desafiando la furia del mar. El viento era tibio, allí siempre lo es, el regusto de un jersey y su olor a limpio, el cielo claro, adornado de nubes serpenteantes y blancas, las casas intermitentes con sus prados y sus vacas, el ir y venir de tantas caras distintas, de tantos pasos rápidos: el saludo, la queja, la mirada esquiva, la que no te quita ojo hasta que te pierde en la calle, el olor a la bollería de Paco, sabrosa de mantequilla.
Y en el devenir de esta rutina aparecía de nuevo ella, en ese mismo paisaje, con esa voz envolvente y segura, enterrando los dieciséis años como viento demasiado impetuoso, como tempestad no predicha, como luz que te cambia la dirección de tu puerto.
El vaho le trajo el recuerdo de la primera vez que la vio. Coincidieron por primera vez en la universidad y le preguntó por la vida que giraba en torno a las clases, las tutorías y los profesores, y se adueñó de su alma como fuego abrasador. La encontró en el pasillo, con los libros apoyados en su falda, un poco corta y de cuadros blancos y rojos y ella lo retó, con tantas preguntas juntas en esos labios jugosos, desafiantes, inmensamente provocadores.
Marcos la hubiera besado allí mismo, el calor se le antojó demasiado prematuro para la fecha y en sus pantalones empezaba a moverse incómodo lo que tanto temía. Se disculpó y avanzó exhausto hasta los vestuarios y se odió por no controlar tan absurdo momento.
Bárbara lo buscó por las clases, ella no entendió sus prisas, ni su disculpa. Le llamaron la atención sus manos fuertes sosteniendo los libros como si los protegiera de todo.
Marcos apareció veinte minutos más tarde con su cabello graciosamente ondulado, negro, con los ojos llorosos y las mismas manos, sosteniendo ahora el aire, acompasando las palabras que pronunciaba. Aquel día fue el primero de dieciséis años, y después la ausencia y un duelo helado.
Pero un viento no anunciado arrancaba ahora de golpe la vida plana, y traía de nuevo desiertos, oasis y huracanes de pasiones retenidas, traía olvidos de la rabia y del pasado. Y se reencontraron de nuevo en la universidad y no pudo esquivar la furia de titanes que luchaban en su cabeza, guerra de reproches por el deseo de arder de nuevo entre sus muslos y acariciar sus pechos y beber su jugo.
Lo tenía decidido, ya no iría a ver a Joaquín, ni leería la prensa, ni ojearía sus libros, no dejaría el periódico sobre su carpeta nueva, no habría cervezas y vino junto a la chimenea, retaría a los recuerdos de una vida en calma. No hubo despedidas, se evaporó como el vaho tras abrir la ventana, sin una excusa, sólo el silencio y un abismo vertiginoso.
Y se abandonó de nuevo a Bárbara, a los días de flirteo, los meses locos y exhaustos, los años de acomodo a su cuerpo después de dieciséis años, los nuevos hábitos y la mudanza, el mar y su barca. Sus paseos descalzos por el parque, sus desayunos con diamantes, sus días de vino y rosas, los días de gozo ya olvidados y las noches de sueños malditos.
El despertador sonó a las siete en punto, como cada día. Lo tiró sobre la alfombra champán y ella se tapó un instante los oídos bajo el trozo de almohada que él le dejaba. Marcos, aturdido, se palpó asustado como cada madrugada. Estaba empapado en sudor y se giró de golpe y allí estaba ella hecha un ovillo, en posición fetal y los brazos cruzados, bajo la manta hecha a mano por la abuela Roberta.
Y pudo respirar y echar fuera el miedo que se pegaba cada mañana a la piel y de nuevo se arrastró a la ducha, quedándose desnudo ante Bárbara y el mundo. Bajo los chorros generosos del agua ella lo besaba.
Las hojas dejaron huérfanos los árboles y las nieves colmaron las vecinas montañas. Emigraron las cigüeñas, brotaron las semillas en los huertos y los jardines presumían sus colores. La playa se llenó de algarabía y de noches insomnes con vino y guitarras. Y volvieron los ocasos rojos y plateados. Y la rueda gira que gira hasta que un noviembre negro y helado atravesó de nuevo los huesos.
Joaquín bebía frente al malecón, con las cervezas frías, presintiendo su llegada. Esta mañana oyó decir en la tienda, que la noche pasada encontraron a Marcos vagando desnudo por la orilla, bailando una danza macabra, encendidos los ojos, repitiendo un lacónico mantra, un nombre agonizando en el vaivén de sus labios, hondo y profundo:
– Bárbaraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa
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