¡AULLIDOS! – Jose Luis Martínez
Por José Luis Martínez Cabrían

¡Aullidos!
Cuando Casilda llegó a la agencia de empleo le preguntaron qué sabía hacer y ella respondió que cuidar niños y ancianos. Entonces le ofrecieron una oportunidad que no podía rechazar. A la mañana siguiente, a las nueve en punto, tenía que estar en el número 13 del Callejón de las Ánimas, en el barrio del Búho. Le costó encontrar el lugar porque nunca antes había estado allí. La llave de la casa la encontraría en el canalón de aguas que había junto a la ventana, y antes de entrar debía recoger el correo del buzón que estaba encima de la perrera, al otro lado de la verja.
Se sentía feliz y afortunada por el hecho de haber encontrado ocupación apenas recién llegada de su país. Tenía treinta y cinco años, separada, y no había terminado los estudios de primaria siempre en su pueblo natal, Humareda. Sus tres pequeños habían quedado a cargo de los abuelos a miles de kilómetros de donde se encontraba, y de aquel hombre del que fue algún día, sólo le quedaba el mal recuerdo.
Diógenes Cienfuegos, el anciano boticario para el que iba a trabajar, siempre había hecho gala de su independencia y eterna soltería. Según le habían advertido en la agencia, no soportaba que se metieran en su vida hecha de costumbres y manías imposible de cambiar tras ochenta años de existencia, la mayoría de ellos en la más absoluta soledad. También le advirtieron, y de qué manera, que el más insignificante detalle que encontrara a su llegada, debía quedar tal y como estuviera, sobre todo no cambiar de lugar el cenicero de la biblioteca.
Casilda encontró la llave, forcejeó con la cancela, y tras varios intentos logró que la puerta se entreabriese lo justo para pasar. Al instante un fuerte olor a podrido le hizo retroceder unos pasos. <<Qué hedor sale de ahí y que fúnebre el aspecto de esos cortinajes. ¡Uf…! no creo que pueda aguantarlo >>
Una vez dentro, Casilda arrastró los pies hacia una leve claridad que entraba por un ventanuco. << ¿Dónde estará el interruptor de la luz? No veo nada >> Se preguntaba intrigada. A cada paso que daba, el crujir de la madera le hacía sentir escalofríos por todo el cuerpo, mientras con los brazos levantados por miedo a tropezar en la oscuridad, avanzaba lentamente hasta que encontró una ventana, descorriendo las cortinas para hacer entrar la luz a raudales y descubrir aquél lúgubre espacio con sillones forrados en terciopelo negro. Junto a la pared, en un lugar preeminente, destacaban dos percheros con pie de árbol atiborrados de prendas de vestir: Abrigos a medio uso con las solapas y los bolsillos sucios y desgastados. Una capa raída y varios batines de seda con quemaduras en la pechera; amén de sombreros, bastones y hasta una chistera, todo impregnado con un desagradable olor a sótano de botica.
Encima de una vieja cómoda se veía un tapete hecho con aguja de ganchillo, y sobre él, maltrechas figuras de Acámbaro junto a una careta con los ojos vacíos. Al otro lado y compitiendo por un lugar de lucimiento, dormían jarrones de porcelana china; y sobre una repisa varias fotografías de personajes con la mirada perdida, llamándole la atención una foto en blanco y negro, donde se veía un hombre azotando con saña a un perro con las fauces desencajadas de dolor. Al margen ponía algo escrito a mano: – Adiestrando a Thor- Casilda se quedó un tiempo mirándola con el ceño fruncido. << Pobre animal >> dijo en voz alta.
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Las paredes estaban atestadas de “pinturas negras”, y del techo colgaban varias lámparas chorreando la cera enquistada de otros tiempos. Casilda miraba aquel centenario desorden con resignación, y sin demorarse ya que el tic-tac del reloj discurría indiferente al pasado, se dispuso a realizar la tarea encomendada.
Cada mañana, de nueve a catorce y antes de que regresara el boticario, debía limpiar estancias atestadas de objetos inservibles; además del retrete, la cocina y de todos los remedos que surgían a su paso. Eso sí, bajo ningún concepto debía entrar en la alcoba del señor, y a la biblioteca, solamente accedería para vaciar la calavera de perro que, a modo de cenicero, rebosaba de colillas cada mañana. Una vez vaciado el horripilante objeto, la quijada del animal debía de quedar orientada hacia el crucifijo de marfil que presidía el escritorio.
Transcurrían los días y el misterioso reducto del inquietante Cienfuegos, iba generando en ella el deseo creciente de curiosear en su interior, << ¿Qué esconderá allí el viejo boticario? >> se preguntaba, pero se quedaba con las ganas por la expresa prohibición de acceder al lugar ni siquiera para cambiar las sábanas. Pasaban los días y la rutina formaba parte del quehacer diario de la empleada de Diógenes: abrir el buzón de encima de la perrera, coger la llave del canalón de aguas pluviales, forcejear con la cancela para entrar de tan peculiar manera, e iniciar la limpieza de aquellos inservibles cachivaches que tanto dificultaban su trabajo. Por último, vaciar el cenicero impregnado de un olor que ya no podía distinguir.
Siguiendo el plan de cada día, una mañana entró en la biblioteca y observo con extrañeza que el cenicero estaba tal y como ella lo había dejado el día anterior.
Asombrada, cerró la puerta y se marchó hasta la mañana siguiente, cuando comprobó que el horripilante objeto seguía reluciente como una patena, y así durante varios días; cierto que el hedor iba mutando hacia la putrefacción, creando una atmósfera grisácea y pegajosa que le provocaba arcadas, no teniendo más remedio que realizar las tareas tapándose la nariz con un pañuelo al ser imposible respirar en ese ambiente de cámara mortuoria.
Decidida a terminar con la situación, escribió una nota al señor Cienfuegos haciéndole saber que no estaba dispuesta a seguir a su servicio en esas condiciones, anunciándole que procedería a abrir las ventanas para airear la casa, incluido su dormitorio y la biblioteca, ¡faltaría más! <<Lo lamento por mis hijos, pero no puedo seguir así por mucho que necesite el dinero. -pensaba entristecida- Echo de menos el aire puro de las montañas de mi tierra. Ya no puedo más>> Casilda, abrumada por el sentimiento de nostalgia recordando lo que había dejado allí, puso la nota junto al cenicero de la biblioteca con la esperanza de que al día siguiente el boticario se dignara a presentarse para escuchar sus quejas, ya que, hasta el momento, jamás había dado la cara. Pero todo siguió igual, ni ese día, ni en los siguientes Diógenes Cienfuegos tuvo la delicadeza de contestar a su nota, y menos hacer acto de presencia. Cansada de esperar y jugándose el puesto de trabajo, tomó la decisión de airear toda la casa incluida la habitación del señor y la biblioteca, aunque sólo fuese lo que dura un suspiro de aire puro.
Había llegado el día, y conforme se acercaba a la habitación del señor, el crujido de sus pisadas se iba tornando en quejidos, como si el suelo se fuera haciendo astillas.
Decidida a llevar a cabo lo anunciado, recorrió el largo pasillo situándose delante la puerta de la habitación prohibida. Tensó el brazo y con mano temblorosa apalancó el picaporte empujando hacia el interior, pero la puerta no cedió porque debía de estar cerrada con llave. Entonces miró a su alrededor percatándose que había un neceser
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sobre el cochambroso chifonier del pasillo. Dentro había una llave de hierro, y cuál fue su sorpresa al escuchar el chirrido que daba acceso al dormitorio de Diógenes Cienfuegos.
Apenas traspasó el umbral de la puerta, Casilda ahogó una arcada, pues era de allí de donde procedía aquel hedor que todo lo impregnaba. Lo primero que le impacto fue la pintura de un coro de ángeles negros cuyas miradas penetraban al observarlos. En la penumbra se vislumbraba un cochambroso armario con las puertas y cajones abiertos abarrotados de ropa, y al lado, junto a un dosel con luz de velatorio, se encontraba un Cristo crucificado que parecía humano. El tétrico aposento provocaba pánico a todo el que osara adentrarse en él, y Casilda, con los ojos fuera de las orbitas e impulsada por su temeraria curiosidad, se fue acercando a esa especie de altar. A su paso, la madera crujía como el sonido chirriante de un violín desafinado. De repente, un golpe de aire frio le hizo girar la cabeza, y fue cuando vio por primera vez a Diógenes Cienfuegos. En ese instante quedó sin aliento, y tapándose la boca contempló espantada el rostro de la muerte. <<No puedo más>> gritaba enloquecida << Dios mío sácame de aquí >> imploraba sin dejar de mirar la faz del muerto.
El cadáver mostraba la boca abierta con el pelo escurrido, la nariz aguileña y un sudario blanco cubriéndole hasta el cuello. Tenía la mandíbula desdentada y las cuencas de los ojos rebosaban de colillas. La venganza del fiel amigo del hombre se había consumado. Aterrada y a punto de desmayarse, quiso regresar por donde había llegado, pero tropezó con algo que le hizo caer. Presa de pánico intentaba levantarse
sin conseguirlo, como si los descarnados brazos del muerto le impidieran ponerse en pie. Al instante escuchó los terribles aullidos, y dando traspiés y gritos de espanto, logró salir de aquel infierno. Despavorida y pensando en sus hijos a los que nunca más volvería a ver, imaginó tras ella las fauces del perro de Cienfuegos, echando a correr por el Callejón de las Ánimas. Al volver la cabeza comprobó con espanto que en aquel lugar no había nada, ni verja, ni casa empedrada, ni rastro del boticario… solo una bruma grisácea y el hedor putrefacto a vísceras podridas.
José Luis Martínez Cabrían
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José Luis Martínez Cabrían
05/06/2025
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