BRUMA- Francisco Javier Pagola
Por Francisco Javier Pagola
A Eloy le extrañó que ese día no hubiera un alma en el andén, donde cada mañana, a eso de las ocho, tomaba el tren que le llevaba a su puesto de trabajo, una sucursal bancaria en el extrarradio de la capital. Tan solo se había cruzado unos minutos antes con el encargado de expender los billetes, uno de esos tipos impersonales, de quienes es imposible retener un rasgo que le distinga del resto de los mortales. Un derroche de apatía, hasta el punto de que cuando se movía, algo poco frecuente, lo hacía arrastrando sus zapatos. En lugar de hablar emitía gruñidos ininteligibles. Le recordaba a uno de esos maniquíes que no tienen rostro. Pero en esta ocasión se había mostrado algo más inquieto que de costumbre. Carraspeaba, miraba a un lado y a otro… Incluso le extendió el ticket con mano visiblemente temblorosa. “Algo le preocupa”, pensó.
Los pronósticos habían anticipado una jornada de bajas temperaturas, normal en estas latitudes cuando principiaba el invierno, pero la sensación térmica era aún más gélida por la bruma y por el viento del norte que arreciaba con fuerza en la intemperie del andén. Para entrar en calor, Eloy decidió pasear de un lado a otro, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos del abrigo, entretenido con el vaho que exhalaba por la boca. Era muy previsor y le gustaba arribar a la estación antes de tiempo. Mientras aguardaba la llegada del tren, recordó el incidente del que fue testigo la noche anterior, cuando, después de una jornada maratoniana, entraba en el portal de su casa. Allí se cruzó con dos individuos que descendían apresuradamente las escaleras con sendas cajas. Le pareció que una de ellas llevaba una etiqueta con la palabra “explosivo”. Y de la otra asomaban los cañones de varias pistolas. Tuvo reflejos para hacerse el despistado, pero, al subir las escaleras, cedió a la tentación de darse la vuelta y comprobó que los dos sujetos le miraban. Uno de ellos simuló con el dedo índice que le iba a cortar el cuello; el otro, con el pulgar, fingió que podría cerrarle los labios con una cremallera. Interpretó el gesto como una amenaza: “O te callas, o te precintamos la boca para siempre”. Una vez en casa se lo comentó a su mujer. “¿Denunciarlo a la Policía? Ni hablar”.
Al rememorar este episodio, pensó en su hijo Diego, que había pasado una mala noche, con fiebre alta. Y así, sumergido en esas preocupaciones, vio de soslayo al oficinista, que le vigilaba sigilosamente desde una de las ventanas de la estación. Al sentirse sorprendido, el maniquí sin rostro corrió el visillo y se hizo invisible.
“Parece que hoy todo el mundo se ha puesto enfermo para no ir a trabajar o a la escuela”, se dijo, mientras miraba su reloj. “Las ocho y siete minutos. El tren viene con retraso, algo que se repite demasiado”. Entró en el recinto con la intención de recabar información, pero no vio al oficinista fisgón. Sí observó en una de las esquinas a la mujer de la limpieza pasando la mopa aparentemente concentrada en la música que escuchaba a través de unos auriculares tan mayúsculos que parecían orejeras. Era baja de estatura, extremadamente delgada; tenía la tez pálida, la nariz afilada, los labios finos y el pelo grisáceo recogido torpemente en un moño. Podría tener unos sesenta años. Al percatarse de la presencia de Eloy, se introdujo en el lavabo de señoras. “Qué extraño, siempre se hace la encontradiza en busca de cháchara. Hoy parece que no tiene ganas de platicar”.
Eloy optó entonces por salir de nuevo al andén. “Esto parece una película de ciencia ficción, en la que ha estallado una bomba química capaz de desintegrar a todos los habitantes del planeta”.
Reanudó sus idas y venidas en paralelo a las vías, con la pretensión de no congelarse, y de pronto vislumbró a distancia las siluetas de tres individuos que emergían entre la densa bruma. En un primer momento no pudo precisar si avanzaban hacia él o se alejaban. “Vaya, al menos hay otros tres terrícolas que han sobrevivido a la hecatombe”. Eloy siguió con sus pasos, a un lado y al otro, y al darse la vuelta comprobó que los desconocidos caminaban hacia él, pero aún se mantenían a cierta distancia. Parecía que andaban en cámara lenta, porque pese a que lo hacían a paso firme, no acababan de acercarse. Tuvo entonces un mal presentimiento y un fuerte escalofrío le sacudió el cuerpo.
En ese momento se le apareció en su mente Vanesa, tan real como la había visto minutos antes, cuando se despidieron en la puerta de casa. “Ten cuidado, cariño. Ponme un mensaje cuando llegues a la estación, y otro cuando estés ya en el vagón. Ah, y otro desde el trabajo. Ya sabes… Y no cuentes nada”, le había insistido.
Sintió una honda inquietud y en su mente comenzaron a intercalarse imágenes del pasado. Se enamoró de Vanesa nada más conocerla. De ello hacía tres años, cinco meses y doce días. Desde el primer momento le atrajo la seguridad que ocultaba dentro de una aparente timidez. También su sentido del humor. Luego, cuando llegaron al pueblo, de apenas cien habitantes, fue perdiendo esa seguridad, aunque intentaba disimularlo. Decía que la gente era muy introvertida. Incluso huraña y desconfiada.
Esta historia de amor comenzó de manera inesperada. Ella había acudido al banco para recoger su tarjeta de crédito renovada.
-Señorita, necesito su DNI.
-Se lo digo, a ver…
-Perdone, me lo tiene que mostrar.
-No lo he traído.
-¿Cómo es que no lo ha traído? Hay que llevarlo siempre.
Ella, azorada, se encogió de hombros.
-Es que soy un poco despistada.
-Lo siento, no le puedo dar la tarjeta.
-Bueno, así tengo una excusa para volver mañana. ¿Estará usted?
Y estuvo.
Las tres siluetas estaban ya cerca. Entonces se le apareció el pequeño Diego, tan real, tan vulnerable como lo había sentido minutos antes, cuando cogió sus manitas para besarlas repetidamente.
El tipo que caminaba en medio era el más alto. Los tres se protegían del frío con gorros de invierno y bufandas que les cubrían hasta la nariz. Su caminar era decidido, pero se mantenía a cámara lenta. Eso al menos le pareció a Eloy, que los tenía a unos veinte metros. Ya no hubo presentimiento, sino certeza. Adivinó, entre tanta prenda, la mirada del tipo que comandaba el pelotón de fusilamiento.
Y otro estremecimiento le recorrió el cuerpo. Visionó en secuencias rápidas los últimos tres años de su vida. La primera cita con Vanesa; el noviazgo exprés. En la boda no pudo reprimir unas cuantas lágrimas cuando el coro cantó La Salve Marinera, que tantos recuerdos le traía de su pueblo pesquero. Cómo olvidar el apasionante viaje a Perú; el nacimiento de Diego, su bautizo; los planes para aumentar la familia… Proyectos, ilusiones, sueños… Todo se iba a desvanecer en cuestión de minutos. Y de nuevo, otro estremecimiento le llenó de profunda tristeza. Jamás llevaría a su hijo a la guardería. Tampoco lo acompañaría al parque ni le enseñaría a andar en bici, la ilusión de todo padre. Adiós al placer de verle crecer. Sería el ausente en su Primera Comunión… Y de nuevo se le apareció Vanesa. En unos segundos se iba a truncar ese viaje planeado mil veces a Venecia. Y ella, su mujer amada, se iba a convertir en joven viuda. Y Diego, en huérfano prematuro.
Rastreó con una fugaz mirada el andén. Ni un alma. Ni tan siquiera el fisgón tras la ventana. Ya tenía a los tipos cara a cara y conociendo de antemano el veredicto, miró fijamente a quien comandaba el siniestro escuadrón, buscando, como única salida, clemencia digna. Tuvo un momento de lucidez para recordar la obra de García Márquez “Crónica de una muerte anunciada”, que leyó en aquel ilusionante, y ya lejano, año de COU. Y en los umbrales de la muerte, aún tuvo un atisbo de ironía. “Voy a protagonizar una nueva versión: Crónica de una muerte ralentizada”. Esto le sirvió para mantener la mirada fija en quien comandaba el pelotón de fusilamiento. En ese momento lo tuvo claro. Era uno de los tipos con los que se había cruzado la noche anterior.
Pidió auxilio, pero nadie acudió en su ayuda. Intentó entonces refugiarse en la estación, pero ya era tarde. Los verdugos interceptaban el breve trayecto que lo separaba del acceso. No vio otra alternativa que salir corriendo. Cubiertos unos veinte metros sintió un latigazo a la altura del hombro izquierdo, que le hizo tambalearse, pero pudo mantenerse en pie. Se dio la vuelta y cruzó su agónica mirada con la del cabecilla, que era fría, como el ambiente. El segundo latigazo, preciso en el corazón, le tumbó boca arriba. Cerró los ojos. Y de nuevo se le apareció Vanesa, con su sonrisa. Y el chiquitín, tan real como hacía apenas una hora. Un tercer disparo acabó definitivamente con un sinfín de esperanzas compartidas.
De la misma forma que habían emergido entre la bruma, los tres verdugos se perdieron entre la nada, a cámara lenta. Se detuvo el tiempo porque no pasaba nada. Ni un alma; ni un silbido que anunciara la inmediata llegada del tren; ni un ladrido lejano; ni tan siquiera el vuelo de un gorrión en busca de unas migajas. Quietud absoluta. La imagen de la tragedia quedó congelada hasta que el viejo reloj de la iglesia marcó con estridencia las ocho y cuarto de la mañana. Era la señal convenida para que un tipo con mono verde retirara de la entrada un letrero escrito en rojo y a trazos gruesos. “Prohibido el acceso por falta de suministro eléctrico. La reparación durará sólo unos minutos”. A partir de ese momento, los pasajeros habituales, que aguardaban en el exterior, se apresuraron a tomar los billetes, porque el silbido del tren anunciaba su inminente llegada.
-Mamá, allá hay un hombre tumbado.
-Será un vagabundo. Anda niño, corre que no llegamos.
Mientras, no lejos de allí, en una modesta vivienda, el pequeño Diego lloraba sin consuelo. Intentaba desesperadamente abrazar a su madre, pero la buena mujer, tan cariñosa siempre, no le correspondía. Tenía los ojos abiertos, no parpadeaba, y ni tan siquiera esbozaba una ligera sonrisa. El niño se tumbó junto a ella en el suelo, reclamando mimos, y la besó en la mejilla. Después se miró las manitas y comprobó asustado que las tenía manchadas de sangre. Aumentó entonces la intensidad del llanto. Alertada, Teresa, la anciana del piso de abajo, subió apresuradamente y se encontró la puerta medio abierta con signos de haber sido forzada.
La mujer de la limpieza se ajustó su descompuesto moño frente al espejo del lavabo y cuando apenas había abierto la puerta para marcharse, los gritos desesperados del expendedor de billetes la retuvieron.
-No, no. No disparéis, he hecho todo lo que me habéis mandado. No voy a contar nada -suplicaba a dos tipos.
Un certero disparo en la frente acalló sus ruegos. El hombre fue dejando un reguero de sangre en la pared a medida que se iba deslizando, hasta quedar sentado en el suelo.
Aterrorizada, se encerró en uno de los compartimentos del aseo y llamó a la Policía.
-Vengan, rápido, han matado a un hombre en la estación de Paniagua. He visto a los asesinos.
A la empleada le sorprendió que, apenas transcurridos dos minutos, el sonido de una sirena anunciara la llegada de la Policía. Y quedó paralizada por el terror cuando, al salir de su escondite, observó que los agentes eran los individuos que instantes antes habían disparado contra su compañero. No le dio tiempo tan siquiera a pedir clemencia.
-Hemos liquidado a todo aquel que nos pudiera delatar.
– ¿No crees jefe que deberíamos haber matado también al crío?
-Los bebés no hablan.
-Llevaré la pistola al coche.
-Luego nos tendremos que deshacer de ella.
-Sí, jefe.
-Y a currar. Recuerda, somos policías y nuestros compañeros estarán a punto de llegar.
RELATO DEL TALLER DE:
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024