BUENAS PERSONAS – Ramón Fernández-Aparicio Arroyo
Por Ramón Fernández-Aparicio Arroyo
Eran tiempos difíciles, las diferencias entre ambas facciones eran irreconciliables. Juan y Matilde eran hijos de distintos bandos en un pueblo donde todo el mundo se conoce, pero habían conseguido salvar el inmenso espacio que les separaba.
Matilde era afortunada, la menor de doce hermanos.
El padre de Matilde era un hombre bueno. Así se le llamaba en La Mancha, al hombre que era padre de una familia numerosa, adinerado, recto, hacendoso y dotado de una notable inteligencia natural, pero ante todo muy católico fiel al mandato Divino “creced y multiplicaos” y “con la Iglesia hemos topado amigo Sancho”, cita en El Quijote Cervantino. Tanto, que fue durante muchos años hermano mayor de la cofradía del Gran Poder, eso le daba no solo notoriedad, sino un carácter de personaje con autoridad moral para mediar en causas nobles, negocios y litigios que solían presentarse en el pueblo; siendo muy común en La Mancha el apellido “Del Hombrebueno”.
De sus doce hijos de su primer matrimonio, tres eran hembras y nueve eran varones, de ellos seis estuvieron en el frente durante la guerra civil; dos fueron alistados al bando franquista, los vencedores y los otros cuatro al bando republicano; los dos vencedores regresaron al pueblo al finalizar la contienda, triunfantes y laureados; los otros cuatro fueron juzgados y encarcelados en diferentes cárceles del país.
En la familia notoria y gloriosamente vencedores, se contaban acontecimientos sucedidos; a pesar de la tragedia y crueldad de la guerra, hubo episodios que a todos emocionaban. En una ocasión, cerca del pueblo de Hellín, en una posición del frente por la que se luchaba en una loma para seguir avanzando, cuando caía la tarde, era frecuente que los que estaban de un lado de la loma hablaran con los enemigos, que estaban relativamente cercanos del otro lado:
– ¿Quién hay por ahí? ¿De dónde sois? –preguntaron del lado republicano.
– De Almagro –se escuchó del lado franquista.
Se hizo un silencio sepulcral durante unos segundos y se escuchó una voz del lado republicano, que dijo:
– Yo también soy de Almagro. ¿Cómo te llamas?
– Me llamo Valeriano –contestó otra voz del lado franquista.
– ¿Valeriano que más? –respondió de modo inquisitorial, la voz del lado republicano.
– Valeriano Arroyo –contestó la voz del lado franquista. Volvió a hacerse el silencio y la voz del lado republicano respondió:
– Yo soy Tomás Arroyo de Almagro.
En ese instante el soldado Valeriano Arroyo se dirigió a su Sargento para decirle:
– Mi sargento con su permiso, voy a subir a la loma para darle un abrazo a mi hermano Tomás.
El sargento, no sin ciertas cautelas, le autorizó… y ambos hermanos subieron, se reconocieron y sin palabra alguna se fundieron en un abrazo por unos minutos, ¡¡la guerra se había parado esos mágicos instantes!! Se despidieron con lágrimas en los ojos, cada uno a su puesto de combate.
Al día siguiente continuó la contienda, ninguno de los dos hermanos sufrió heridas, pero Tomás fue aprehendido y encarcelado. Los franquistas habían conquistado la posición. Contaban que acontecimientos similares, se produjeron en el frente con cierta frecuencia. Cualquier guerra es injusta y terrible, pero las guerras civiles son las más crueles, solamente falseando la verdad puede disculparse una maligna actuación del ser humano, pero aquí no había nada que justificara aquella cruel y bárbara realidad de una guerra entre hermanos.
La guerra había terminado, la familia de Matilde disfrutaba del privilegio que se otorga a los vencedores y además de la complicidad e impunidad de la indisoluble unión de los militares y clero, allí no había cartillas de racionamiento, aunque como diría Franco “queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles”, para ellos la vida estaba llena de abundancia, sus campos de trigo, maíz y viñas continuaban produciendo y la comida en época del estraperlo, no faltaba.
Juan fue menos afortunado, era el tercero de cuatro hijos, dos hembras y dos varones, de una familia acomodada y dedicada a la explotación de sus campos de vid y de su hacienda.
Durante la guerra una noche, hubo un episodio que les cambiaría sus vidas para siempre. Estando todos ya casi dormidos, la madre de Juan escuchó que alguien saltando el muro de su hacienda, aporreaba la puerta de la casa, gritando:
– ¡¡Abrirme, por favor, me van a matar!!
La madre de Juan abrió la puerta y lo reconoció de inmediato, vestido de falangista, era el hijo de sus vecinos.
– Claro hijo, espera un momento que voy a llamar a mi marido –le dijo ella muy impresionada. Consciente de que una mujer no podía dejar pasar a su casa a ningún ajeno, sin el permiso de su marido, se dirigió al dormitorio para avisarlo.
– Sal, que está el hijo de nuestros vecinos en la puerta, y necesita ayuda –le dijo.
Salieron ambos a la puerta de la casa y el muchacho había desaparecido, quedaron sorprendidos.
– ¿Se habrá imaginado que no queríamos ayudarle? ¿Quizás se haya escondido en algún lugar de la hacienda? -se preguntaban los padres de Juan.
Los padres de Juan, en la mañana del día siguiente, fueron a la casa del muchacho a explicar a los padres lo sucedido con su hijo. Los padres del muchacho recibieron en la tarde de ese mismo día, la desgraciada noticia, su hijo había aparecido muerto con un tiro en la nuca, en una cuneta del pueblo contiguo al de Juan.
Aquello fue interpretado por los padres del muchacho como una ofensa, y culpabilizaron a los padres de Juan de la muerte de su hijo. ¿Quizás fueron sus delatores?
¡Acabó la guerra! y surgieron las rencillas, venganzas y ajustes de cuentas en los pueblos. Los vencedores ponen en marcha un programa de represión masiva y demonización de los vencidos. Los padres del muchacho muerto del bando vencedor, denunciaron acusando de falta de socorro a su hijo y de delatores a los padres de Juan. Estos de inmediato fueron detenidos, y en juicio sumarísimo, un tribunal donde el acusador y el juez son la misma persona, y en el que los acusados apenas conocen los cargos presentados contra ellos, el mismo día fueron condenados a muerte por traición.
Juan con apenas doce años, no tenía tiempo que perder, sus padres iban a ser ejecutados y desesperado corrió hacia el convento de las Monjas Mínimas del pueblo, donde su padre y abuelo daban el mantenimiento y soporte del convento hacía muchos años, no por fe, sino por continuar la tradición familiar de ayuda a una congregación religiosa a la que ellos consideraban buena colaboradora con los más necesitados.
La intención de Juan era clara; que por mediación de las Monjas Mínimas consiguieran salvar a sus padres de una muerte segura, y así lo hicieron, lograron que les fueran conmutadas la pena de muerte por la de dos años en prisión en el penal del Puerto de Santa María. Los caminos del Señor son inescrutables.
Aquella situación supuso la ruina de la familia, los cuatro hermanos todos menores de edad, solos, marcados ya por los vencedores como traidores, sus propiedades fueron esquilmadas, quedándoles apenas la casa de la hacienda como refugio, y un pequeño huerto donde lo poco que cultivaban, la mayoría de las veces era robado por la noche; tanto los animales que tenían para las tareas agrícolas, como lo que producían las viñas y la hacienda fue saqueado.
Durante la estancia en la prisión, a los padres de Juan no se les permitió tener contacto entre ellos. Fueron dos años de penalidades y desconsuelo, sin saber cuál habría sido el destino de sus hijos. A modo de nueva inquisición debían ir a misa, confesar y comulgar o de lo contrario sufrir mayores vejaciones y castigos.
La salida de prisión del padre de Juan fue justo un día antes de la salida de la madre de este, el padre preocupado por la situación de su familia ya había tomado un tren para llegar cuanto antes al pueblo, pero a los dos días de su llegada fue informado de la muerte de su esposa el día anterior en el andén de la estación de tren del Puerto de Santa María.
Aquello supuso un mazazo mayor para el padre de Juan, un hombre bueno también, bondadoso y generoso, un luchador incansable, sin más ideales que sacar adelante a sus hijos, nunca perdió la esperanza después de su trágico proceso; con tesón y mucho esfuerzo, consiguió gracias a la ayuda de las Monjas Mínimas, recuperar lo que le había sido expoliado, poner en producción sus viñas y dar estudios a sus hijos, aunque solo Juan fue quien finalmente alcanzó su titulación, para ejercer como profesor de mecánica en la Granja Escuela del pueblo.
Matilde y Juan se enamoraron en una sociedad que no era fácil para el amor entre clases sociales que estaban claramente delimitadas. Unos eran los vencedores y los otros los vencidos. La interrelación entre ambas era complicada y espinosa, el amor y el odio competían. Pero aquí ga-nó el amor. Pasados unos meses como novios en riguroso secreto, decidieron que había llegado el momento de casarse y Juan, ilusionado pero temeroso, fue a casa de Matilde a pedir la mano de su amada, al padre de esta:
– Llevamos ya un tiempo como novios y me gustaría pedirle su bendición para casarme con su hija –le dijo Juan al padre de Matilde.
– ¿De quién eres tú? ¿Qué seguridad puedes ofrecer a mi hija? –le respondió. De nuevo volvía, la sombra inquisitorial de la “limpieza de sangre”.
– Amo a Matilde. Y soy profesor de mecánica en la Granja Escuela del pueblo –le dijo Juan.
– ¿Con eso tú crees que podréis vivir? – le respondió.
– Se lo aseguro, mi padre tiene una casa preparada, para cuando nos hayamos casado podamos vivir en ella –le contestó Juan.
– ¡Ah, ya caigo quienes son tus padres! Fueron los que estuvieron en la cárcel y los salvaron las monjas, ahora lo recuerdo me lo contó Don Tiburcio, el cura de San Pedro. Está bien, si El Señor lo ha querido, como decía Santa Teresa: quien a Dios tiene, nada le falta, solo Dios basta; por mi parte no tengo inconveniente en que mi hija se case contigo –le dijo.
– Eso sí Juan, como comprenderás no estamos en situación de asistir a ceremonia alguna, después de lo que pasó con tus padres –añadió de manera contundente el padre de Matilde.
– No tengo culpa alguna de lo que sucediera con mis padres, además han pasado diez años y la vida debe continuar, si seguimos con las rencillas de la guerra, ¿no sé dónde vamos a ir a parar en este país? –dijo Juan.
Salieron Juan y Matilde de la casa de esta, muy afligidos, ¿cómo podrían explicar la situación al padre de Juan?
Cuando llegaron a casa de Juan, contaron lo sucedido al padre de este, y les dijo:
– Si es vuestro deseo, os casáis y aquí esta vuestra casa, el resto depende de vosotros.
La boda fue un esperpento, nadie de la familia de Matilde acudió a la ceremonia y la celebración fue íntima con la familia de Juan, un sacerdote recomendado por las Monjas Mínimas y en su capilla; el amor había triunfado. Durante un año y hasta el nacimiento del primer hijo del matrimonio. Juan tuvo que pasar un auténtico calvario al relacionarse con su suegro.
El acercamiento entre Juan y el padre de Matilde se produjo cuando llego el día del bautizo del primer hijo del matrimonio. El acontecimiento religioso había ayudado a reconciliar la relación entre ambos, a pesar de ello Juan tuvo que pasar por el tamiz de la familia de los vencedores, que durante unos años le siguieron tratando como el “hijo de los traidores”, a veces hay personas que pueden herir a los demás por el hecho de existir.
Juan otro hombre bueno, de gran corazón, honesto, trabajador, buen esposo y padre de familia, fue creciendo como profesional. Se trasladó a Madrid, eran los tiempos de la emigración en busca de un mejor porvenir. Consiguió un puesto de trabajo en el Ayuntamiento de Madrid, donde desempeñó varios puestos y cargos de responsabilidad.
Matilde y Juan, tuvieron cuatro hijos: dos varones y dos hembras. La vida de Matilde pasó de ser una señorita de buena familia de pueblo, a ser madre y esposa de un hombre bueno y trabajador, pero marcado por la malaventura de ser “hijo de traidores”, lo que la separó por muchos años de su propia familia.
Eran tiempos de prosperidad y Juan se había ganado la confianza del padre de Matilde; poco antes de fallecer, un día le dijo a esta que necesitaba hablar de un asunto importante con Juan.
– Pero solo con él –le dijo el padre a Matilde.
Juan acudió a la cita un tanto desconcertado, por la prevención que le había hecho Matilde, que quería hablar a solas con él.
– Buenos días, me ha dicho Matilde que quería hablar usted conmigo algo confidencial, a su disposición –dijo Juan al padre de Matilde.
– Juan me has demostrado en estos años que eres un hombre bueno y honrado, que estás dando una buena vida a mi hija, quiero hacerte una encomienda, de la que no deseo que ninguno de mis hijos tenga noticias – dijo el padre de Matilde.
– Usted dirá –dijo Juan.
– Veras, Juan, tengo ahí unas “finquillas” y esta casa que es bien grande, y las quiero repartir por igual entre todos mis hijos, he pensado que quien mejor que tú, para cuando yo falte, te hagas cargo de que el reparto sea equitativo –dijo el padre de Matilde.
– Por mi parte no tengo problema alguno, pero tiene usted doce hijos, y no sé cómo irán a interpretar esta decisión -dijo Juan.
– Es mi decisión Juan, ¿quieres ser mi albacea o no? –dijo el padre de Matilde, con voz firme.
– Usted es un hombre bueno. Si es su decisión, cuente conmigo y así será –respondió Juan. Pasado poco tiempo, Juan cumplió la encomienda a la muerte del padre de Matilde.
La revelación de que Juan era el albacea del padre de Matilde, causó un auténtico estallido entre los hermanos de Matilde, como sería posible que su padre hubiera confiado esa misión a “un hijo de traidores”.
Cuando la vida les había regalado una posición económica y social estable en Madrid, una nueva desgracia les sorprendió de nuevo.
La hija menor de apenas tres años, en una suerte de infortunio del destino, al ser lanzada al aire por una prima hermana de Matilde, con la expresión de:
– ¡¡Ay que bonita que es esta niña!! –dijo la prima de Matilde.
Hizo un extraño giro abriendo sus brazos y cayó al suelo, apenas respiraba, Juan con la niña en sus brazos, corrió desesperado hacia la casa de socorro más próxima y allí, el medico consiguió reanimarla, pero los segundos que habían transcurrido entre la caída y la llegada al centro médico provocaron una lesión irreversible en el cerebro de la niña.
No hubo médico que no acudieran, buscando un remedio para el daño de su niña, siempre había una esperanza, quizás un milagro; durante más de cuarenta años, pasaron por innumerables hospitales públicos y privados, con multitud de pruebas, y todos los diagnósticos coincidían, daño cerebral irreversible.
La tragedia cambió para siempre la vida de Matilde y Juan, el sufrimiento ahora era peor que los años que les habían precedido.
– ¿Qué o quién nos ha maldecido? -se preguntaba Juan.
– Nadie puede desearnos tanto mal, tú que tanto rezas, ¡pídele a tu Dios que nos ayude! Si no hubieras invitado a tu prima, no estaríamos así —decía Juan a Matilde.
– Por Dios, Juan, ha sido un accidente, nadie podría pensar que pasaría algo así –decía Matilde.
La relación entre Juan y Matilde llegó a deteriorarse, el sentimiento de culpa era el peor enemigo, ninguno había sido culpable pero ambos se reprochaban y responsabilizaban de la desgracia, era un calvario, ver como dos personas que tanto habían apostado por su amor, iban destruyéndose.
Fueron unos padres ejemplares de sus cuatro hijos, pero a partir de aquella desgracia, Matilde fue la heroína, una mujer valiente y con una capacidad sobresaliente para afrontar aquella fatalidad, solo tuvo vida para cuidar a su niña pequeña, jamás se separó de ella.
Cuando Juan se jubiló, y regresó a su pueblo, se dedicó a lo que había aprendido de su padre, al cuidado de Matilde y su niña enferma, al cultivo y cuidado de sus fincas y las heredadas por Matilde. Cultivó su amor por la lectura de libros de historia, su pasión desde muy pequeño. Cuando apenas había cumplido los 90 años, Juan murió de un derrame cerebral.
Matilde no pudo soportar la falta de Juan, y muy enferma con una fulminante demencia senil severa, murió al cumplirse un año de la muerte de este.
La niña, fue internada en un centro especializado para sus necesidades, donde estuvo bien atendida y cuidada, gracias a la herencia que le dejaron Juan y Matilde, para que en su ausencia nunca le faltara lo que necesitara.
Por fortuna siempre hay algunos padres buenos; buenas personas.
El hombre es bueno por naturaleza. (Rousseau en “Emilio o la educación”)
FIN
Sevilla, marzo 2023
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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07/10/2024
Muy emocionante.
Real como la vida misma.
Triste pero realista.
Enhorabuena