COGE AIRE

Por Belen Lamas García

Paquita soplaba ciento once años. Solo tres velas adornaban la tarta, que agradecía enormemente porque sus pulmones ya no estaban para tanto aliento. Su cabeza, que en ocasiones, se paseaba entre luces y sombras, hoy le concedía una tregua, que agradecía sobremanera porque esperaba una visita muy especial. Estaba sentada en frente de un ventanal y como de costumbre, se abstraía con el baile de los estorninos. A pesar de que su bisnieta iba ataviada con bata, gorro y mascarilla, la reconoció enseguida y se fundieron en un plastificado pero largo y sentido abrazo.

Con ganas de hablar, pero sobre todo, de contar, Paquita se remontó a cuando tenía ocho años:

 Vivíamos en Madrid, en el barrio de Maravillas, me gustaba ir con mi madre a casa de Pilar, una costurera que vivía en la misma calle, sobre todo, para ver a su hija Clara, que siempre me decía que podía ser lo que yo quisiera y que no diera crédito a lo que tantas veces escucharía a lo largo de mi vida: «la mujer al hogar y el hombre al mundo». Lo cierto es que era la única persona que yo conocía que pensaba así. Por eso me gustaba tanto.

En esa época, mi madre no permitía que saliéramos a la calle sin esas máscaras de tela y gasa que hacía para nosotras. Pasábamos mucho tiempo en casa mientras ella trabajaba como voluntaria en uno de los improvisados hospitales de campaña que atendía a tantos enfermos, por la gripe de moda. La escuchábamos llorar desesperada por la noche, como te pasa a ti ahora, por la impotencia de no poder hacer lo suficiente, y aunque han pasado más de cien años, no hay tanta diferencia. Pobrecilla, ella sola con dos niñas pequeñas, ahora lo pienso y no sé de dónde sacaba tanta energía. Su manera de ser constituyó la mejor herencia que me pudo dejar: su fortaleza, ganas de vivir, su entrega a los más desfavorecidos y la gratitud que sentía por todo.

No lo he tenido fácil, en general, como cualquier mujer, ¿sabes? ¡Claro que lo sabes!

Recuerdo con especial emoción el día en que por primera vez pudimos ir a votar. Pensé que mi abuelo no echaría en falta una de las botellas de vino, que con tanto celo guardaba. La ocasión, desde luego lo merecía. Éramos cuatro amigas; recuerdo ese momento como si estuvieran hoy aquí: brindamos contentas y abrazadas. Cada vez que juntábamos nuestras copas, yo lo hacía por Clara, la de los Campoamor, la hija de Pilar. Ella lo había hecho posible.  La última vez que la vi fue en un discurso, hablaba del respeto a todo ser humano…y es que la esencia de la vida, Andrea, es eso. No tardarían en llegar tiempos peores, la verdad es que no suelo dedicarle demasiado tiempo, no veo la necesidad.

Yo también fui enfermera, pero a mí, el título, me lo dio la guerra. Como tú este año, he visto reflejado en miradas el horror, el miedo, la tristeza y la súplica y me he dedicado a lo mejor que sabido hacer:  cuidar y curar heridas, tanto del cuerpo como del alma. Pero en ese escenario también fui feliz, ya sea por mi naturaleza o porque nunca me he permitido desperdiciar un segundo; he bailado, reído, sentido y he conocido el tipo de amor que perimetra a dos personas y desdibuja al resto. No te conformes con menos. 

Era médico en el mismo hospital y aunque intentaba huir de tópicos, de lo que no pude escapar es de lo que sentía mi corazón. Me enamoré a escondidas. Estaba casado. Aunque luchaba cada día contra mí misma, siempre salía derrotada. Me enseñó a apreciar las pequeñas cosas, me estremecía cuando estaba con él y me recreaba cuando no lo estaba. Nos encontrábamos en el cine, en una época en la que se escuchaban silbidos de bala, y no precisamente en la sala; también en el hospital con miradas esquivas y besos fugaces. Todo merecía la pena hasta mi corazón roto, pero agradecido por haber vivido lo que nunca hubiera imaginado. Y como fue un tiempo de bandos y divisiones, también lo hicieron con nosotros. Nos volvimos a ver, años más tarde, y te puedo asegurar que cuando me crucé con su mirada, mis ojos todavía ardían. 

Luego conocí el amor calmado, en tiempos de hambre, represión y censura pero de nuevo fui feliz con el nacimiento de mi hija. Sara, mi salvación. Después llegaría Victoria y mi vida fueron ellas, aunque sin perderme nunca como mujer… No me gustaría aburrirte con más historias, solo quería que conocieras un poco más la mía y decirte que intentes sacar la parte buena de cualquier situación, porque con toda seguridad, si nuestra generación fue capaz ¡qué no pódreis hacer vosotras!

Andrea tenía la cara inundada, adoraba a esa mujer desde que era pequeña, estudió enfermería porque quería ser como ella, pero terminada la carrera, se encontró de frente con el coronavirus y el desaliento de la primera línea. La preocupación, su inexperiencia y tantas pérdidas, apenas la dejan comer y dormir. Sale llorando de cada turno. Se ducha antes de salir, intentando arrastrar el miedo que tiene al volver a casa, temiendo contagiar a su familia. No es una buena temporada, pero sabe que le hará bien hablar con su bisabuela, de hecho ya se encuentra mucho mejor. También Paquita.

Su «bisa» es alegría, no se queja nunca e intenta sacar partido de todo lo que la vida le va poniendo delante. La visita a menudo en la residencia que ella misma ha elegido, para comprobar que sus días son tan buenos como les transmite, porque conoce perfectamente su faceta de no querer molestar. Se lamenta a menudo de esos centros en los que despojan de autonomía y decisión sin haber perdido estas capacidades. Pero ella ha formado un club de lectura y quincenalmente se reúnen con el ritual que ha propuesto: una copita de jerez al lado, a quien su medicación se lo permita, y así en un círculo, de nada menos, que doce personas, como si de una fiesta se tratase, comentan y discuten un mismo libro, que al escuchar todas las voces parece que se trata de tramas diferentes. Es como una burbuja de aire para todos.

Goza de cierta libertad, el entorno es precioso y cada mañana se coloca sus gafas de sol, su bastón preventivo como ella misma lo llamaba y descubre cosas nuevas que le regalaban las diferentes estaciones. Nunca le gustó la baraja, así es que, rehúye la partida de las tardes, por muy animosa que parezca; prefiere una buena conversación, visitar y animar a personas que son menos afortunadas que ella o enfrascarse en sus lecturas.

Andrea estaba más tranquila, con el ánimo renovado; la acompañó hasta la puerta y Paquita se dirigió hacia la ventana para despedirla. Sus ojos no pudieron contener la emoción al ver a toda su familia dedicándole un jubiloso cumpleaños feliz y ¡vaya si lo era! Aunque la situación no permitía aproximarse, los sentía muy cerca. No podía pedirle más a la vida, ni la vida tampoco a ella. Allí estaban todos, lanzando besos al aire, con gestos de que no se le escapaba ninguno, los guardaba uno a uno con mimo en su corazón.

Al día siguiente una preciosa foto salió en el periódico conmemorando el aniversario de una mujer que había pasado el siglo XX como si de una carrera de obstáculos se tratara, pero lo más llamativo no era su edad, sino el brillo que todavía conservaba su mirada.

FIN

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

Deja una respuesta

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Goizargi

    Me ha gustado la parte en la que Paquita describe su vida pasada. Me gusta la idea de dar voz a una persona que pasó la gripe española, la guerra civil y que al final de sus días, se ve de nueva inmersa en una nueva pandemia como el coronavirus.

  2. Belén Lamas García

    Muchas gracias por tu tiempo y tu comentario.

Descubre nuestros talleres

Taller de Escritura Creativa

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Escritura Creativa Superior

95 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Autobiografía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Poesía

85 horas
Inicio: Inscripción abierta

Taller de Literatura Infantil y Juvenil

85 horas
Inicio: Inscripción abierta