COMER, COMEMOS TODOS
Por Margarita Torres
04/10/2020
Las lágrimas me vinieron todas de golpe y mis ojos empezaron a ver las cosas a través de una cortina de agua. Mi madre, que me oyó llorar, apareció de repente en mi habitación.
-¡Mamá!, ¡Alex ha desaparecido! Mi madre me miró con esa cara que pone cuando no se entera de nada, y tuve que explicarle que llevaba toda la mañana y parte de la tarde llamándolo por teléfono, y no me cogía. Ahora su contestador decía que estaba apagado o fuera de cobertura.
Sin cambiar la cara, mi madre me estaba explicando que seguro que no pasaba nada, que habría salido a hacer algún recado, a lo mejor estaba con gripe…..
-¡Por Dios mamá!, estamos encerrados. No podemos salir, y si estuviera con gripe me lo habría dicho.
-¿Has llamado a sus amigos, por si saben algo de él?
¿Cómo no se me había ocurrido a mí? Llamé uno por uno a todos los de la pandilla, pero nadie había tenido ningún contacto con él desde la noche anterior.
Alex es mi vida, no sé si ya lo he dicho, pero de verdad que es mi vida, sin él no podré seguir viviendo.
Estuve toda la mañana en mi cuarto, llorando, viendo fotos de los dos y mirando la carátula de mi teléfono por si me llamaba y yo no lo oía. Pero nada, todo seguía igual, Alex no daba señales de vida.
A media tarde le dije a mi madre que iba a estudiar, porque de alguna manera cuando este encierro termine habría que examinarse. Me iba a conectar a internet para hacer la clase que me había saltado por la mañana, así que le pedí por favor, que no me interrumpiera porque iba a estar en directo con mi grupo de estudio. Ya había hablado con ellos y estaban de acuerdo en conectarse todos dentro de 10 minutos, y a la hora de cenar ya habríamos acabado.
Al subir a mi habitación pasé por el recibidor en donde estaban las mascarillas y los guantes, y cogí un par de cada, por si tocaba algo y tenía que cambiarme. Me deslicé escaleras arriba sintiéndome culpable por lo que iba a hacer, pero si fuera al revés, Alex lo habría hecho.
Abrí sigilosamente la ventana y salí al pequeño tejado que estaba debajo de ella, dejando un libro como tope para que no se cerrara y poder volver a entrar por el mismo sitio sin ser vista. Me deslicé por las oscuras tejas con cuidado porque abajo estaba la cocina, y quizás mi madre podría oírme. Llegué a la puerta de salida, y seguí recorriendo el perímetro del cierre hasta un lugar donde un seto se estaba secando y hacía fácil la salida, y allí mismo me puse la mascarilla y los guantes, y empecé a correr pidiéndole a Dios que no me viera nadie, pues seguro que inmediatamente llamarían a mi madre para decírselo.
Al enfilar la calle de Alex, vi su casa. Estaba todo iluminado, ¡Qué raro! Me quedé embobada mirando unas sombras que se veían a través de la ventana. De repente, alguien me estaba hablando, metido dentro de un traje de plástico con un fumigador en la espalda.
-¿Qué haces aquí niña? No sabes que no se puede salir y menos estar en una casa que se está desinfectando.
-¿Desinfectando, por…? No me salían las palabras y aquel personaje me daba repelús.
-En esta casa ha habido personas contagiadas de Covid, ¿tú sabes lo que es?, ¡estas corriendo un riesgo estando aquí! ¡Márchate ahora mismo o llamo a la policía!
Eché a correr sin mirar lo que estaba haciendo y de repente sentí un fuerte golpe y caí al suelo. Lo siguiente que vi era a un policía y un hombre de bata blanca que me miraban fijamente.
-Nombre y dirección, teléfono de tus padres. ¡No sabes que los menores de edad no podéis salir a la calle!
¿Tú sabes que es el confinamiento?
– Por favor, déjeme a mí. Primero vamos a descartar que no tenga nada, y en cuanto tenga los datos se los paso, dijo el hombre de bata blanca.
Se trataba de un médico, le di el número de teléfono de mis padres y me estuvo haciendo preguntas.
Después de un rato de estar esperando tumbada en una camilla, apareció y se sentó al borde de la misma.
-¿Puedo? Sólo tienes un fuerte golpe que te dejará un morado en la espalda y tendrás durante días dolor. Te voy a recetar unos calmantes y si todo va bien no tendrás que volver.
-¿Me gustaría que me explicaras qué hacías en la calle? ¿No sabes que no se puede salir?
Le conté lo que estaba pasando.
-Acompáñame, te voy a poner un traje especial con el que irás protegida y te voy a enseñar a lo que te has arriesgado.
Me llevó a un pasillo donde todos estaban tapados con unos trajes de plástico, guantes en las manos, mascarillas y gorro cubriendo la cabeza. Me explicó que los que tenían más suerte, podían tener un traje de aislamiento. Mucho personal sanitario tenía que improvisar con bolsas de plástico, incluso estaban usando gafas para protegerse de las que normalmente llevamos a la playa.
No entendía nada. Me cogió de la mano y entramos en un corredor que desembocaba en una sala donde había personas en la cama conectadas a tubos. Y me fue explicando, primero que era el Covid, o qué creían que era el Covid porque ni ellos lo tenían claro. Después, lo enfermos que estaban los que ingresaban en salas como aquella. Qué problemas de salud tenían a lo largo de su ingreso. Algunos volvían a ingresar al poco de salir con problemas por todo lo que habían pasado. Fue un recorrido que a mí me pareció aterrador y eterno. El médico se esforzaba porque yo entendiera lo que me contaba, pero yo lo único que quería era escapar de allí. Ver a mis padres, a pesar de saber que me iban a castigar.
Terminada la “visita” me dejó en manos de dos enfermeras que me explicaron que probablemente el traje que llevaba estaba “contaminado”, que había que sacárselo con mucho cuidado para no contagiarme, y me siguieron bombardeando con el tema de la gravedad del contagio.
Ya no podía más y me puse a llorar. En ese estado una de las enfermeras me acompañó a donde estaban mis padres hablando con el doctor.
-Hola María. Le estoy explicando a tus padres lo que ya te comenté del golpe que te dio el coche, y además les he dicho que te hemos llevado de paseo por la UCI de los enfermos de Covid para que vieses qué estragos hace la enfermedad a la que te has expuesto. Les he dicho que además debes aislarte y hacer una cuarentena por si te has contagiado durante el rato que has estado en la calle, y en contacto con el conductor que te atropelló, así como con el policía que te ha traído en la ambulancia. Si todo va bien, pasado el plazo que hemos fijado, podrás salir de tu habitación y observar las normas que estén impuestas en ese momento.
-Espero que todo se quede en un susto.
-Te dejo mi teléfono por si en algún momento tienes alguna duda sobre el Covid o quieres ayudar en algo.
-Gracias por todo doctor, le dijeron mis padres, y salimos a la zona de recepción en donde nos esperaba un policía.
-¿Todo bien?
-¡Sí!, contestó mi padre.
-Hemos cursado una denuncia por incumplimiento de la restricción de salida de menores a la calle. Y ya recibirán noticias.
-Gracias por sus molestias y por su rápida gestión en traer a mi hija al hospital.
-De nada, a su servicio. Y tú, María, espero que hayas aprendido algo de todo esto.
-Sí, señor.
Todo el camino de vuelta a casa estuvo rodeado de un silencio que me oprimía.
-¡Perdón! Y rompí a llorar.
-María, tu padre y yo estamos muy disgustados con tu comportamiento. No sé si te das cuenta del alcance de lo que has hecho. Vete a la cama, medita y mañana lo hablaremos.
Toda la noche la pasé entre pesadillas, unos hombres envueltos en plástico querían contagiarme y yo no podía escapar. Por otro lado la imagen de los enfermos boca abajo en sus camas, todos llenos de tubos, y lo que me habían explicado sobre la falta de material, se cruzaban en mis sueños.
A la mañana siguiente en cuanto mis padres se levantaron fui a la cocina. Tuvimos una conversación sobre todo lo que había pasado, y mi padre me sugirió que como castigo “voluntario”, durante el confinamiento intentara, en la medida de lo posible, involucrarme o en los comedores sociales, o en el banco de alimentos. También hablamos sobre la situación actual de los trabajadores, que era un ERTE y un ERE, y porqué había tanto trabajador parado.
Empecé a buscar información para distinguir un comedor social de un banco de alimentos, y lo que significaba.
Decidí utilizar mi cuenta de Instagram y de Facebook para contar lo que había visto en el hospital. No dije que me había escapado de casa, no fuera que alguno de mis seguidores tuviera la misma idea. Les conté que Alex y parte de su familia estaban contagiados de Covid. Pedí que hablaran con sus padres, para que hicieran donación de comida a los bancos de alimentos para gente que había perdido el empleo, o simplemente para gente que no tenía para comer. Les propuse que viesen la televisión para ver las colas que se formaban en los comedores, y que se informasen de todo lo que se estaba viviendo en la pandemia a nivel mundial.
Al mediodía ya tenía un montón de likes. No solo mis amigos y compañeros de colegio estaban de acuerdo con hacer una recogida de alimentos, sino que también se habían sumado un montón de personas desconocidas. Eso estaba muy bien.
A la tarde mi padre se sumó activamente a la campaña, a la que le habíamos puesto el lema, “Comer, comemos todos”. Contactó con el banco de alimentos en el que tenía un amigo, para que nos orientase sobre cómo teníamos que hacer la recogida, si había preferencias en productos, a quién entregarlos, etc. Todos estos datos se pusieron en la red para aunar criterios. Ya sabíamos que lo más importante eran los productos de primera necesidad, aunque había otros no tan importantes pero que podían alegrar la comida de cualquiera. Unas galletas ricas para el café del desayuno o de la tarde de unos niños o unas personas mayores. Lo mismo con la bollería. Vamos, que cuantas más cosas consiguiéramos mejor. Si algún padre quería, sería bienvenido para ayudar, tanto en los comedores como en alguno de los bancos de alimentos. Nosotros, de momento, tenemos que quedarnos en casa.
A la mañana siguiente en mi correo tenía un ofrecimiento de guantes de látex, pantallas, mascarillas y monos de protección de un taller de voluntarios que habían leído la falta de material que yo había visto en urgencias, con lo que llamé al médico que me había atendido para ponerlos en contacto. El doctor me agradeció lo que estábamos consiguiendo a través de donaciones, tanto de alimentos, como de equipación hospitalaria, y me animó a seguir en ese camino. Estuvimos de acuerdo en que menos juerga por los balcones, menos aplausos y más cooperación. También coincidimos en que aún no pudiendo salir de casa, podíamos ayudar de múltiples maneras.
No sé qué me deparaban los días siguientes, pero me sentí bien estando implicada en ayudar a los demás. Me di cuenta que esa acción podría formar parte de mi futuro, porque por desgracia, siempre había personas desfavorecidas que necesitaban una mano amiga.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
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Me encanta este relato. Se nota que está muy trabajado. Eres capaz de sentir las emociones que tiene el personaje en cada momento.