CUIDADO CON EL BOTÓN, LA VOZ QUE TE CUIDA- Carolina Rincón Florez

Por Carolina Rincón Florez

Me está engañando, la voz en mi cabeza grita: –presiona el botón — de llamar de nuevo, al número con el que mi esposo estaba hablando: mí mejor amiga es su amante.

Cuelgo la llamada, le gritó, él voltea, no alcanza a mirarme cuando siente el golpe del escritorio cayéndole en sus piernas, no me sabía con tanta fuerza, vuelan papeles al son de los gritos: ¡bomba!, sus empleados corren asustados.

Peligro real, mi corazón se está saliendo, mi cabeza palpita, estoy roja como un tomate. Mi cuerpo se quema, mis pupilas se dilatan, lo voy a acribillar. El botón lo delató. Siempre se puede empezar, me lo dice mi abogado.

Este dolor ardiente me impulsa: diez años sin trabajar, ya no sé del mercado accionario, miedo a lo desconocido. Soy una perdedora compitiendo con los de treinta; marco a mi ex jefe: presiono el botón número uno.

–Hola Sebastián–, No alcanzo a terminar y ya Sebastián me está respondiendo:

–está es tu casa-, acá está tu escritorio y tu ordenador esperándote.

Mi primera semana de trabajo lista para empezar el día, me levanto, son las cinco de la mañana, salgo de mi casa en el norte de la ciudad, la oficina queda en el centro, demasiado tráfico, pongo en duda sí lograré llegar a tiempo, lo que me estresa. Son solo las seis y diez de la mañana y ya empezó mí mente a volar. No tengo tiempo de desayunar, así que salgo a buscar mi automóvil, en mis tacones negros de 12 centímetros, nada cómodos, para mis 45 años, pero se ven muy bien en mí, suficiente para usarlos. Tengo unas piernas largas, muy bien torneadas, soy delgada, pelo largo con mechones rubios. Visto de sastre para ir a la oficina, es lo que se exige, mis sastres son de diseñador. Me encantan las faldas, preferiblemente las minifaldas. Tengo fama de no ser muy buena con los números, pero sí una excelente comercial, como dice mi amigo Leo: —no he conocido una mejor vendedora en este planeta—, no lo creo, pero los tengo convencidos a todos; me cree fama y me quede con ella. Siempre una sonrisa en mis labios, todos me sonríen de vuelta. Mi sonrisa es un defecto de nacimiento, no puedo cerrar la boca, así que no es gran cosa, no tengo que esforzarme para hacerlo, solo ser yo misma y la gente me sonríe de vuelta, es muy fácil.

Conduzco al tiempo que tomo el café y me maquillo. A través de el retrovisor, no solo veo mi cara, también esas líneas finas alrededor de mis ojos, mi boca, las que no me pasan por alto, a las que no puede evitar regañar. Veo la cara de angustia de los otros conductores, pasajeros, hombres arreglándose la corbata, el cuello de la camisa, el que ven a través del retrovisor, al tiempo que le gritan al que les pita.

Las mujeres con rulos en la cabeza acomodando el mechón, esperando no se les olvide quitarlos antes de bajarse del carro. Celulares en sus piernas, al igual que el mío; la policía no los puede ver, es prohibido usarlos al tiempo que desayunamos..

Debo estar en la oficina 7:30 de la mañana, después de este tráfico de Bogotá, estoy lista para enfrentar lo que venga, ya con mi cerebro caliente.

Por fin, sentada en mi escritorio miro el computador,  llamadas en los tres teléfonos. Clientes que quieren ser atendidos todos a la vez, un viento frío me atraviesa, la angustia del primer día en este mercado donde todos son monarcas: clientes y comisionistas. Las divisas, las acciones, las que suben y bajan en segundos, —¿a cómo está el dólar, necesito comprar?—, pregunta un cliente; al mismo tiempo otro pregunta lo mismo pero necesita vender. La voz en mi cabeza siempre me habla, me dice que va a pasar en el mercado y como no quiero creerle, la ignoro; escojo mirar las pantallas, las que siempre se equivocan, algún día aprenderé a escuchar esa voz, la que no se calla.

Ya pasó mi primera mañana, un negocio grande: una orden para comprar quinientos mil euros en acciones, la ejecuto a la perfección,–revisa- grita la voz, no le hago caso, no quiero que me vean insegura. La operación se finiquita en tres días, así que espero los tres días para dictar los datos al cliente. Hoy, el segundo día, entro a mi ordenador para ver como va la liquidación, ¡un error!, no lo puedo creer, vuelvo y miro por segunda vez, un hilo helado atraviesa mi cuerpo, queda paralizado, mis neuronas se congelan, mi piel de gallina ¡un cero de más!, no se que paso, solo que no compre quinientos mil, compre cinco millones de euros. Me estremezco, alguien es el culpable: ¡el botón!, <<seguro presione el botón seis veces y no cinco>>, maldito botón. Mi instinto me hace correr hasta el segundo piso, voy a donde mi jefe, lo sacó de una reunión, mi rostro pálido, mi voz temblorosa:

—¿Qué pasa?–.

—Tenía una orden de compra de acciones Apple por quinientos mil euros y compré cinco millones, dije sin titubear. Mi jefe sonríe: — no te preocupes— y con su voz calmada dice, —lo único que no tiene solución es la muerte, lo peor que te puede pasar es que te toque vender tu carro, tu casa, tus ahorros y pagas—, estoy tan asustada que hasta alivio siento de ver su reacción, ¡no me despidió!

Me dirijo al departamento de acciones, mi único error fue presionar el botón una vez más. Ahora esperar que el precio de la acción suba mañana, así vender al precio de compra o por encima para no dar perdida.

Esa noche, no duermo, mi ojo no para de parpadear. Escucho el eco del monstruo que llevo dentro diciendo que soy una perdedora.  A la mañana siguiente soy la primera en llegar a la oficina, quiero estar ahí para cuando abran los mercados, todo es muy rápido. No puedo operar, solo ellos, los encargados de presionar el botón.

Un minuto para que abra el mercado, estoy muy inquieta, no tengo control sobre lo que pueda pasar, mis sentidos se oscurecen, escucho el tamboreo de mi corazón, el que se está saliendo, lo veo brincar en mi pecho, <<prometo que sí salgo bien de esto, le pondré cuidado a esta voz, la que me habla, la que siempre ha estado, la que insisto en ignorar>>.

Suenan las campanas, abre el mercado; cierro mis ojos: esos portales que iluminan todo desde dentro, tengo fe. No soy capaz de mirar las pantallas; los siento a todos parlotear, cuando abro los ojos veo el aire cargado de tensión, labios moviéndose. El mercado abre hacia arriba, mis compañeros presionan el botón y al segundo, el precio se desploma; alcanzo a ver estas fracciones de segundo: sube, venden, se desploma. ¡Alegría total!, me vuelve la audición, fue un milagro, todos nos unimos, gritamos, aplaudimos; por un segundo éramos solo uno, desde la unión lo manifestamos, creamos el momento. La unicidad; mi alma, la que había perdido en el divorcio, vuelve a mi cuerpo, de pronto nunca se fue, estaba ahí, no la sentía, la acabo de recuperar.

En esta, mi primera semana de trabajo, encuentro mí ser, nunca pensé que  volvería a mi cuerpo, pero acá estamos de nuevo navegando juntos. Aprendimos que el botón de los ceros se presiona con cuidado.

Nos avisan que llegó la fecha de los seis exámenes a presentar para poder operar en bolsa, se presentan cada 3 años. Entró en inundación, otra vez mi corazón da un vuelco, no puedo perderlos o me despiden.

Tres meses estudiando, llega el día del primer examen. Todos en un salón universitario frente a un computador, botones por todos lados, tiempo controlado, silencio total, sudor en el ambiente, el tic tac del reloj que nos da el aviso de empezar, preguntas, respuestas, término, se acabó. Ahora a presionar el botón que me llevará a la nota: lo presiono: setenta, pase. La de atrás, una chica de 25 años, lo pierde, se da cuenta que yo lo logré, está furiosa, chilla: —esa señora no pudo hacerlo mejor que yo–. La miro, solo veo, ¡globos de oro! Le contesto: —siempre se puede empezar, me lo dijo mi abogado— mi boca abierta sonríe, ¡aleluya!

Necesito un tinto, al espacio que tiene mesas para cuatro, dónde encuentro manjares. Nunca faltan los amigos listos para compartir el estrés del día, acompañándonos de este liquido de color oscuro, olor a hogar: oprimo el botón y un milagro: aroma delicioso a cítrico frutal, sabor ardiente de buenos recuerdos abrazando el corazón, el que lo ha soportado todo.

Aún recuerdo mis miedos, la incertidumbre de los primeros días en el trabajo, ahora ya no soy el caos, soy la clienta.

Una terraza en la que me reúno con mi corredor de valores. Me encuentro en ella realizando una operación financiera, estoy trasladando todo el ahorro de años de trabajo a un fondo petrolero. Presiono el botón en mí ordenador que llevará todos mis ahorros a quedar invertidos en él; se cae el internet, el traslado no se realiza. Un poco molesta vuelvo a seguir los pasos para llegar al momento de oprimir el botón, en el momento que lo hago se va la luz, cuando esta vuelve me doy cuenta que una vez más la operación no queda hecha. Me va a dar un ataque, sin entender porque cada vez que aprieto un botón todo sale mal. Es mi única oportunidad de pertenecer a los millonarios, es el fondo de mayor rentabilidad en el país, en un minuto se cierra. Todo es tan difícil, mis dedos tiritan; no estoy pensando bien, estoy tratando de hacer lo mejor y el universo se empeña en que yo no lo logre. Respiro profundo, lo intentó de nuevo, estrujo el botón, ¡se apaga! el ordenador. Miro hacia el cielo, de nuevo soy un caos, estoy perdida, tengo tanta indignación, perdí mi última oportunidad de ser millonaria, siento que el mundo se viene abajo, no entiendo.

Volteo los ojos hacia adentro, esa voz que siempre habla, aparece en los pasillos de mi cabeza, susurra: —confía—

Me sitúo dentro de mí y le digo —gracias— a regañadientes. Una semana después, la rentabilidad del fondo cae a lo más bajo que puede caer. Nunca se recuperó. ¡Bendito botón!, entendí… ya era millonaria.

Viajo a Aruba, voy en la bicicleta de montaña, estoy perdida en la mitad del desierto, pedaleando sobre este colchón de polvo amarillo, a la izquierda el agua del mar de un color azul cielo, rayos de luz amarilla reflejándose en él; un sol ardiente como el fuego. Nunca había sentido una sed como está, sin una gota de agua en mi botella, mi cuerpo se va a desvanecer. La voz en mi cabeza me grita como un estallido de trueno: —frena… hala el botón del freno—, cada vez aúlla con más intensidad, no le hago caso. No veo porque me grita, pero freno en seco en medio de este polvo amarillo que opaca mi visión, pongo los pies en la arena, miro hacia abajo en rendición:  una botella de agua, enterrada en la arena, sellada, gotas de hielo resbalando por ella; bebo esta lluvia de agua, un efecto electrizante y vivificador; como si nunca hubiera sentido el menor cansancio en mi vida, una fuerza viva inunda mi cuerpo. La voz sabia donde estaba el agua salvadora, bendita voz. Un ventarrón furioso silba en mis oídos, me envuelve como un manto violeta de protección, me empuja con tal fuerza que no se puede explicar, no hay duda en mi ser, un hilo de humo se desprende de esta ráfaga; la voz, la que siempre me guía, me susurra: —síguelo, te está mostrando el camino de regreso a casa—. Recuerdo mi promesa y confío.

—¿Quién eres?, le preguntó a la voz.

—yo soy: tú misma—, contesta ella, —conquistando el temor—.

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