DESABROCHA TU LIBERTAD – Mª Joaquina Guerrero Escusa
Por Mª Joaquina Guerrero Escusa
Una noche más el sueño se resistió a visitarla. Estaba agotada, cansada de vagar por ese laberinto negro dando vueltas a lo mismo, sin encontrar la salida. Por más que lo intentaba no podía salir de la parálisis en la que estaba sumida y la angustia le corroía las tripas, subiendo a su boca un sabor amargo que le producía nauseas.
Necesitaba vomitar toda la mierda que había acumulado durante años, mientras apretaba los dientes y se tragaba las lágrimas; siempre callada dejando las palabras presas en su garganta y ahogando su desesperación para no empeorar las constantes escenas que, día tras día, se sucedían en la casa por cualquier nimiedad y amartillaban su ser destruyendo por completo su dignidad.
La voz de Mariela, como un torbellino energético para esas horas de la mañana, interrumpió sus pensamientos, sacándola precipitadamente de su estado casi catatónico.
—¡Mamá, mamá!, ¿está el desayuno?
Lola se limpió los ojos, a los que apenas le quedaban lágrimas, y bajó las escaleras que la separaban del piso inferior en el que estaba la cocina, de dónde no salía ningún olor que le indicara que la tostadora estuviera en funcionamiento.
—¡Buenos días cariño!, ¿has dormido bien?; hoy te has levantado muy temprano.
Mariela respondió como un torrente atropellado que lo arrasaba todo.
—¡Buenos días mamá!, pensaba que todavía dormías y por eso me he preparado el desayuno, ahí queda un poco de café de ayer, por si quieres. Me tengo que ir rápida, hoy tengo que estar pronto en la uni, he quedado con Raquel para terminar de preparar la presentación de psicología social que tenemos a última hora. —Dijo mientras se tomaba un sorbo de zumo, se metía una magdalena, casi entera, en la boca, se colgaba la mochila y salía apresuradamente de la estancia, dándole un beso no sé bien si a su madre o al aire.
Después, al segundo, un golpetazo en la puerta que sonó como un adiós. Así era Mariela, un torbellino de cabellos rojos que no dejaba títere con cabeza, alegre como unas castañuelas; era insufrible cuando ponía rock and roll a toda voz y se ponía a bailar por toda la casa emulando a Janis Joplin, le encantaba esta mujer de los 60 con espíritu libre, convertida en el icono hippie de su época. Encontraba en ella un reflejo de su esencia, aunque en algunas cosas, su excesiva responsabilidad, le impedía vivir esa vida libre que ansiaba.
Lola se quedó sentada en la cocina, asimilando todavía el remolino que, como un huracán, había pasado por su lado a toda velocidad. Centró su mirada en el papel vacío de la magdalena y el vaso de zumo, como cada día, sin terminar. «¿Por qué se pone un vaso lleno si solo se toma medio?».
Miró la cafetera, solo quedaba café para una taza, se la sirvió sin calentar, no le gustaba el café recalentado, le sabía a rancio; estaba frío, como sacado del frigorífico, congelado como su matrimonio, como su vida, como su alma. Helado como un témpano de hielo que había ido dejando gélido su corazón con cada golpe, cada grito, cada palabra de desprecio, humillación y desaire a lo largo de los años. Daba igual lo que hiciera, a él siempre le parecía mal, daba igual lo que dijera, siempre le parecía una tontería y la tildaba de ingenua e ignorante. Sus palabras hirientes y despectivas, salían de su boca con una facilidad pasmosa, como veneno de víbora que la mataba lentamente paralizando cada una de las partes de su cuerpo y de su mente. Sintió el amargor en cada sorbo, hasta apurar la taza.
Nacida en una familia de pocos recursos, Lola era la menor de seis hermanos, para ella quedaba siempre poco de todo. Sus padres trabajaban de sol a sol para poder llevar a la casa el pan y poca cosa más, y nada más llegar, los mayores se lo zampaban en un santiamén, con lo que la bronca, los gritos y las peleas, estaban garantizadas cada día. Del lenguaje del amor y sus infinitas manifestaciones, sabían poco. Siempre miraba de soslayo los besos que su madre le daba a su amiga Ana cuando la dejaba en la puerta del colegio; ella nunca recibió, que recordara, un solo beso de la suya y ¡cuánto le habría gustado! Cuando se acercaba a ella porque tenía necesidad de cobijo, su madre siempre tenía prisa y se la quitaba de en medio con brusquedad, diciéndole cosas como: ¡quita pesada!, eres una plasta, siempre incordiando, ¡vete de aquí!
Sus cinco hermanos, todos varones, y su padre, eran rudos, bruscos, a veces algo violentos, y de palabras cariñosas y gestos amables no tenían ni idea. El único que se salvaba era Andrés, el tercero, que iba más a su bola y no se metía en nada, pero Luis, el segundo, era la rebeldía hecha persona, a todo decía que no y se enzarzaba con todos por cualquier cosa, parecía que se empoderaba con sus protestas y sus gritos. Su padre solo había conocido el campo, en el que le obligaron a trabajar desde que tenía unos ocho años; nunca fue al colegio ni aprendió a leer. Según su padre, el abuelo de Mariela muerto ya hace algunos años, leer era una gilipollez que para estar en el campo no se necesita para nada y, además, envenenaba las cabezas con ideas raras.
Lola se acostumbró a los gritos, al castigo y al rechazo desde que tiene conciencia, ya que aprendió a base de órdenes, burlas y humillaciones a resignarse y desoírse a sí misma; así que cuando conoció a su marido no le parecieron extrañas sus malas formas, y como nunca había protestado ni expresado su necesidad, olvidó que alguna vez la hubiera tenido y siguió con el más de lo mismo de su vida, asustada, paralizada y callada, en ese mutismo sordo, mudo y ciego que la estaba matando.
Cuando nació Mariela tenía diecisiete años, apenas una niña sin experiencia de la vida; en cuanto la vio y la pusieron en sus brazos, sintió que esa preciosa niña de piel rosada era la depositaria de todo su amor. Le diría te quiero todos los días, a todas horas, le daría besos a miles, al acostarse, al levantarse, mientras durmiera, a todas horas. Sería como la madre de Ana, la llevaría al colegio todas las mañanas, siempre limpia y arreglada, le pondría lazos de colores en su pelo rojizo, la ayudaría a hacer los deberes, la contemplaría cuando jugara con otros niños en el parque y disfrutaría viéndola crecer como una niña feliz.
La amaba como no sabía que se podía amar y no conocía más amor que el de su hija. Con ella sí que podía hablar, la escuchaba y la entendía, aunque a veces le reñía por tolerar las cosas que le decía su padre y se enfadaba cuando se quedaba callada, con la mirada baja y sin decir palabra. Desde que Mariela empezó a estudiar psicología, se convirtió en una especie de Pepito grillo que llenaba la cabeza de su madre de cosas que ella no entendía y nunca había pensado.
—No tienes por qué aguantar que te grite mamá. Te quedas pasiva y permites que te mangonee y te anule; es un machista, grosero, insensible, insolente y maleducado, así no se trata a quien se quiere. ¡Basta mamá!, dile de una vez ¡basta ya! Tú mereces que te quieran y te traten con respeto, no tienes por qué aguantar ni sus formas ni sus desprecios. ¡Basta ya, mamá!, necesitas ayuda.
Los argumentos de Mariela eran consistentes, sólidos y congruentes, aunque a Lola le sonaban a chino y le daba miedo escucharla. Nunca se habría atrevido pensar que había una forma tan diferente de vivir como la que se planteaba su hija. Sin embargo, sus palabras no caían en dique seco y, cuando se metía en la cama daban vueltas en su cabeza sin demasiado orden y le impedían conciliar el sueño, quedando atrapada en ese conocido halo de indefensión y angustia.
—¡¿Cómo voy a dejarlo?!, él no lo aceptaría ni muerto, me mataría antes, seguro. No, no puedo hacerlo, ¿dónde voy a ir?, ¿dónde voy a vivir?, porque se quedaría en la casa y me echaría. No, no puedo —tenía la cabeza como un bombo tocando un tan, tan, tan, permanente—. ¡Maldita sea!, esta niña me está volviendo loca con estas cosas que me mete en la cabeza.
Eran más tarde de las diez y Mariela no había llegado; salía de la universidad a las ocho y normalmente media hora después ya estaba en casa. Pensó que se había quedado con alguna de sus múltiples amigas contándose sus cosas o hablando de los estudios o de los chicos, que a sus 20 años era lo normal, aunque ella no mostraba demasiado interés por ellos; estaba siempre muy centrada en sus estudios o haciendo trabajos y, cuando no, cantaba a viva voz con el rock and roll de Janis Joplin, que llenaba la casa y, la de todos los vecinos, de música en directo.
En el reloj de pared dieron las 12. Mariela todavía no había llegado ni llamado, cosa inusual en ella cuando se iba a retrasar. El corazón de su madre latía cada vez más deprisa conforme pasaban los minutos y cientos de enanos puñeteros abarrotaban su cabeza con mensajes que iban todos en la misma dirección apuntando una catástrofe.
-Y si ha tenido un accidente, y si la han atacado y le han hecho daño, y si está tirada en algún sitio de la carretera, y si… —los “y si” de su cabeza no paraban, se amontonaban unos con otros sin que ninguno tuviera ni la más mínima compasión por ese corazón que se desmoronaba por momentos y se le salía por la boca. A estas horas ni se le pasó por la cabeza que pudiera estar divirtiéndose y se hubiera olvidado de llamarla.
No sabía qué hacer, ni adónde ir, ni a quién llamar. Por un momento pensó en llamar a su marido, pero desistió al instante, pensando que se pondría furioso y sería peor. Tenía miedo, se le helaba la sangre con solo pensar que llegara antes que Mariela, «se va a liar como llegue y ella no esté».
-Si le ha pasado algo me muero. No lo soportaría. ¡A mi niña, no! —decía con la voz en grito, sorprendiéndose al escucharse a sí misma y descubrir que tenía voz.
Buscó el teléfono de la mejor amiga de su hija y la llamó decidida.
—Hola Raquel, soy Lola, la madre de Mariela. Perdona que te llame a estas horas, pero estoy muy preocupada porque Mariela no ha llegado a casa. ¿Tú sabes dónde está?, ¿has estado con ella hoy?
La voz de Raquel sonó como salida de ultratumba.
—Hola Lola, no, no sé nada de Mariela, hoy no he ido a clase porque estoy resfriada.
—Y ¿tienes idea de a dónde puede haber ido?
—Hoy era el cumple…
Escuchó como entraba la llave en la cerradura de la puerta y dio un salto tan impetuoso, que el móvil salió volando por los aires. Cuando vio aparecer a su marido entrar en el salón, se quedó helada.
—¿Ya se ha acostado la hija? —dijo con voz seca, fría y distante, sin mirarla a la cara. Lola no supo qué responder, lo que sea que le dijera sería motivo de bronca.
En estas, se escuchó de nuevo la puerta de la calle. Era ella. En la cara de Lola se podía apreciar el alivio más absoluto. Su querida hija estaba sana y salva.
—¿Qué horas son estas de venir? ¡Te parecerá bonito, sinvergüenza, que eres una sinvergüenza! -Espetó el padre con una voz bronca y agria, que tenía un tinte claramente despreciativo.
—¡No le hables así a tu hija!
Las palabras de Mariela, ¡basta mamá!, dile ¡basta ya!, que tantas veces le había repetido, resonaron en la cabeza de Lola abriendo su mente y salieron por su boca como un torrente con la fuerza de un tifón, retenido toda su vida.
Su marido la miró sin dar crédito y se quedó callado, lo que era totalmente inusual en él; Mariela miró a su madre y unas lágrimas de emoción y orgullo corrieron por sus mejillas. —¡Bien mamá bien!, —dijo con sus ojos que quedaron prendidos de los de la mujer que le había dado la vida.
Lola estaba nerviosa, su hija la había acompañado hasta la puerta de la consulta de una profesora suya de la universidad, que era terapeuta. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo largo e intenso, que no necesitaba palabras y, fortalecida con la mirada llena de amor de su hija, comenzó a subir las escaleras que la conducían a su libertad.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
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Hola, María Joaquina:
Me ha gustado mucho tu relato. Al principio me perdí por un momento, pero enseguida, al seguir leyendo, me enganchó y me parece interesante como describes a los personajes y las situaciones, así como los pensamientos de Lola.
Un saludo,
María Victoria González Iglesias