DESPUÉS DE TODO, NO LO HICE MAL – Lydia Monreal Mena

“Me he apuntado a un curso de escritura y me han pedido que me describa.

¡Qué horror! ¿Qué puedo decir de mí? ¡Madre mía! Tarea estresante si la hay, en especial para mi querido lector.

Le dije a mi marido que me retratase.  ¡Dios!  Lo intentaré yo porque resultará mucho más rápido y menos traumático para nuestra relación. ¿Por dónde empiezo? ¡Uf!  Mejor será confiar en la imagen que me devuelve un espejo.  Desde la pulida superficie me mira una chica de mediana edad, algo entrada en kilos. En su cara ovalada una sonrisa burlona y unos ojos chisposos me recuerdan que ni la gimnasia ni la magnesia han logrado que su vientre luzca terso”

Su fuerte carácter parece doblar su metro y medio de estatura.  Entre sus defectos se encuentran la incontrolable aversión hacia los ruiditos continuos, el perfeccionismo y la perseverancia que raya en lo injustificado. Su peor cualidad es decir en voz alta lo que los demás piensan, eso sí, con la voz más dulce que pueda encontrar en ese momento.

Suele mostrarse tan calculadora y meticulosa que en el cine es capaz de localizar las puertas de entrada, salida, y emergencia, mientras calcula al detalle todas las posibilidades que tiene el espectador de salir ileso en caso de incendiarse la sala por culpa de que la máquina de hacer palomitas se atasque.

Si abres la puerta de su despacho, con lo primero que te topas es con montones de papeles creciendo a lo alto y desparramándose por los laterales de una mesa que en algún rincón parece ser de color nogal. Ella se siente bien y segura de su vida cuando la cierra y piensa, con la mano en el picaporte: “todo está bien”.

Cada septiembre, tiene por costumbre apuntarse a algún deporte, aunque durante el resto del año, siempre le surgen otras actividades más atractivas… como leer, o comer chocolate, así que lo normal es que alrededor de mayo se pase por el gym a darse de baja.