DESTINO – Mª del Carmen Sánchez Rivera

Por Mª del Carmen Sánchez Rivera

Caminamos los unos hacia los otros, buscándonos, sin vernos. Nos cruzamos, llegamos a intuirnos, y en ese instante giramos en otra dirección. Solo en el mejor de los casos nos encontramos, que es cuando realmente sucede la “Vida”.

El tren que podríamos llamar “Destino” salió de la estación Puerta de Atocha, en Madrid, a las 7:45 horas. En su interior viajaban decenas de historias, de corazones, en los que el amor y el miedo luchaban por ganar batallas.

Hernán era el protagonista de una de tantas historias en las que el miedo iba ganando terreno. Huía de un error, una negligencia fatídica que un día tornó una vida de confianza y éxito en un abismo de dolor y soledad. Como las verdaderas huidas, no tenía un destino marcado o al menos él así lo creía.

A la misma hora, otro tren al que podríamos apodar “Futuro” partía de París. Ambos estaban destinados a cruzarse ignorantes de las consecuencias que eso traería.

Eva apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos. Se dejó mecer por el ligero traqueteo, ya que eran muchas las emociones que se agolpaban en su pecho al iniciar una nueva vida en una nueva ciudad, con un nuevo trabajo, amistades por entablar, compañeros por conocer… Ella sí sabía hacia dónde se dirigía. En su historia iba venciendo el amor.

Hacía cinco meses que había saltado a los titulares de los principales medios de comunicación la noticia de un grave accidente de tráfico en el que se vieron afectados varios vehículos y en el que hubo unos cuantos heridos, siendo uno de los más graves  un joven motorista. Juan Montaner había salido despedido varios metros al impactar su moto frontalmente con una furgoneta. Juan era un prometedor arquitecto que pese a no haber cumplido los treinta y seis años, acumulaba en su currículo importantes obras y reconocidos premios. Nació en Pontevedra, aunque se trasladó a Madrid junto con su amigo Hernán para realizar los estudios universitarios. En aquellos años, lo único que no compartían era la carrera, pues Hernán se había decantado por la medicina y soñaba con ser cirujano.

—Algún día diseñaré tu casa. No temas, te haré un buen precio —bromeaba Juan en sus días de estudiantes.

—Yo seré tu médico. Siempre cuidaré de ti —le aseguraba Hernán.

Pasaron los años y Juan cumplió su promesa y construyó la casa para su amigo. Y quiso el destino que le llegara la hora a Hernán de cumplir la suya.

Hernán acababa de llegar a casa, después de una guardia de diez horas, cuando  sonó el móvil.

—¿Sí? —contestó mientras abría el grifo de la ducha.

—Hola. Soy Elena. Te llamo del hospital  porque… verás… han ingresado en urgencias a tu amigo Juan Montaner —tragó saliva la enfermera—. Van a intervenirle en cuanto esté preparado.

—¿Qué ha pasado? ¿Es grave? —acertó a preguntar, pues le faltaba el aire.

—Ha sido un accidente de moto. Tiene hemorragia interna, contusiones y ha entrado con parada. Le han reanimado y ahora están valorando para pasarle a quirófano. Es muy grave, Hernán… Lo siento mucho.

—Salgo para allá. Prepara mis cosas que quiero estar en el quirófano. Yo le voy a operar —dijo y cortó la llamada. Estaba decidido, él le salvaría.

Hernán era el mejor cirujano vascular de su generación, conocido a nivel mundial. Solía colaborar en revistas especializadas y a menudo le invitaban a dar conferencias en universidades de distintos países. Tenía éxito y confianza en sí mismo, esto último le llevó a tomar la decisión de operar a su amigo. Esa decisión cambiaría su vida.

—Doctor Ortega,  acaba de salir de una guardia y debe descansar, no está en condiciones de entrar en quirófano y menos con la carga emocional que está soportando. –la doctora Vivas abordó a Hernán en el pasillo de urgencias.

—Estoy perfectamente. Le prometí que cuidaría de él si me necesitaba y lo voy a hacer. Los dos sabemos que soy el mejor en este tipo de intervenciones. Así, que si me disculpa, no hay tiempo que perder.

La doctora Vivas conocía a su colega y sabía que nada le iba a detener, por eso no impuso su derecho a realizar la operación y decidió confiar y ayudar en el quirófano como asistente. La operación duró seis horas en las que las facultades de Hernán se vieron superadas por la responsabilidad y las emociones. El doctor Hernán Ortega no pudo cumplir la promesa que le hiciera a su amigo y el dolor superó a la razón.

Pasaban los días y el dolor se volvía más asfixiante porque la culpa le dominaba. Pidió una baja y acudió a un colega psiquiatra, sin conseguir sentirse mejor. Los antidepresivos le hacían la existencia soportable, pero no le ayudaban a recuperar “su vida”.

Con el paso de los meses, viendo que no mejoraba, tomó la decisión de alejarse de todo, de empezar de nuevo en otra ciudad. Dejaría la cirugía y se dedicaría solo a la medicina. El tiempo diría si habría de volver.

Y así emprendió ese viaje, quería que fuese lento, no tenía prisa.  Necesitaba pensar, ser consciente del paso que daba. El avión sería demasiado brusco; tiempo, quería tiempo, por eso eligió el tren.

Eva tenía treinta y cinco años, hija de emigrantes españoles en Francia, estudió medicina en La Sorbona de París. Tras pasar años trabajando y formándose en algunos de los mejores hospitales de Francia y Suecia, decidió solicitar plaza como cirujana vascular en un prestigioso hospital madrileño. Deseaba establecerse cerca de su familia, que había retornado a España tras la jubilación de su padre. Aunque iba ligera de equipaje decidió viajar en tren desde París, amaba los trenes desde que era niña y visitaba a su padre en la Gare du Nord donde trabajaba como guardagujas. Se sentía afortunada, meses atrás le parecía imposible conseguir puesto en el mejor hospital de Madrid. Para ella había sido un golpe de suerte que el prestigioso doctor Ortega se diera de baja y dejara vacante su plaza.

Las horas transcurrían, los trenes se aproximaban entre sí y con ellos las vidas de muchas personas se cruzaban sin que prestaran atención a esas historias que, en silencio, pasaban a su lado.

En Hendaya, cerca de la frontera hispano francesa, tendría lugar el encuentro. El “destino” y “el futuro” se encuentran en ese instante en el que se decide la vida.

Hernán y Eva se disponían a hacer el transbordo cuando les avisaron de que, por problemas en la red informática, la salida se retrasaría una hora.

—Pueden abandonar el tren si lo desean. Les enviaremos un mensaje al móvil cuando esté subsanada la avería —anunciaban los interventores  y se leía en las pantallas de información—. Muchas gracias por su comprensión.

La cafetería de la estación se llenó enseguida con los viajeros que decidieron aprovechar para tomar un café o un aperitivo mientras durara la espera. Hernán decidió buscar un sitio más tranquilo para descansar y comer algo. Cerca de la estación, un pequeño restaurante, Casa José, le pareció el lugar idóneo. Entró y se sentó cerca de la ventana.

—Bonjour, Monsieur. ¿Español? —saludó el camarero.

—Buenos días. Sí, español. Tomaré una cerveza sin alcohol y un bocadillo de esos —dijo señalando a la barra—, de bonito con pimientos creo que son.

—Así es. Ahora mismo, señor.

Hernán sacó el móvil de su chaqueta para estar atento a cualquier aviso y, mientras esperaba, decidió leer la prensa local.

Eva bajó del tren agradeciendo poder dar un paseo y respirar un poco de aire puro. Al cabo de unos minutos, sintió hambre y, al pasar por delante de un pequeño restaurante, vio la oportunidad de saciarlo.

Dos ancianas que en ese momento también caminaban por el lugar, tuvieron la misma idea y entraron con ella, solo quedaba una mesa libre y al precipitarse para llegar a ella, las ancianas empujaron a la joven cirujana sobre Hernán que, distraído con la lectura, se mostraba ajeno a la escena.

—Lo siento, no he podido evitarlo —se disculpó Eva sonrojada mientras se incorporaba. Las ancianas celebraban su triunfo llamando al camarero y aprovechaban para pedir los dos últimos croissant.

—No ha sido nada, no se preocupe —contesto Hernán y sonrió, dándose cuenta de lo que había pasado—. Siéntese en mi mesa, hay sitio de sobra. Será un placer compartirla con usted.

—Muchas gracias. Acepto encantada. Lo cierto es que tengo hambre y poco tiempo, enseguida he de volver a la estación. Por cierto, me llamo Eva —dijo tendiéndole la mano.

—Encantado, Eva, yo soy… Luis —sintió la necesidad de mentir—. ¿Viaja también a París?

—No, vengo de París, viajo a Madrid. Allí me espera un puesto del trabajo con el que llevo mucho tiempo soñando.

—Genial, le deseo mucha suerte. ¿Es usted médico? —preguntó señalando las revistas que asomaban del bolso de Eva.

—Sí, cirujana vascular. Voy a incorporarme al cuadro médico de un prestigioso centro hospitalario de la capital. El cirujano al que sustituyo ha causado baja por problemas de salud.

Hernán se quedó pálido. No podía creer que el destino pusiera ante él a la que tomaría el relevo en lo que durante varios años había sido su vocación, su vida.

—Lo siento, tengo que irme —Hernán sintió la necesidad de huir, la impresión era demasiado fuerte, no sabía qué decir—. Un placer conocerla, Eva.

—Vaya… ¿Se encuentra bien? ¿He dicho algo que le haya molestado?

Eva no entendía su reacción.

—No… había olvidado hacer un recado, lo siento. Buen viaje, adiós —dijo, y salió del restaurante tras pagar la cuenta.

—Adiós. Y gracias de nuevo, Luis. Buen viaje también.

Eva pidió un plato combinado y quedó pendiente del móvil. Rezaba porque le diera tiempo a comer todo lo que había pedido.

Hernán Ortega se dirigió hacia la estación ensimismado, pensando en el encuentro que había tenido hacía apenas unos minutos. ¿Casualidad? La vida a veces era realmente extraña, irónica.

Estaba parado ante un semáforo cuando un niño soltó la mano de su madre y se precipitó a la calzada en busca de su pelota. Hernán alcanzó a empujarle en el instante en que una furgoneta de reparto le atropellaba. Él no tuvo suerte porque el impacto le desplazó varios metros dejándole tendido en mitad de la calle.

Cuando minutos más tarde Eva se dirigía hacia la estación, se encontró en su camino con el accidente. Acababa de llegar la ambulancia y la policía alejaba a los curiosos. Al mirar hacia el lugar  le pareció reconocer la ropa de la víctima y se acercó nerviosa a la ambulancia.

—No puede pasar, señorita. Aléjese, por favor —le pidió un policía.

—Soy médico y creo que conozco a ese hombre. Permítame acercarme, se lo ruego.

—Pero solo un momento, ya está siendo atendido.

—Gracias —contestó nerviosa.

Sus sospechas se hicieron tristemente realidad, era el joven que tan amablemente le había cedido sitio en su mesa.

—¿Le conocía? —le preguntó el sanitario que en ese momento tapaba el rostro del cadáver.

—Sí, apenas. Solo sé que se llamaba Luis.

—Disculpe, pero según su documentación, su nombre era Hernán Ortega. Debe de haberlo confundido con otra persona.

—¿Hernán Ortega? ¿Está seguro? No puede ser…

—Sí, señora. Ese hombre encontró su destino, pero su muerte no ha sido en vano, ha salvado la vida de ese niño.

Eva reconoció el nombre del exitoso cirujano al que sustituiría y unas lágrimas silenciosas se deslizaron por sus mejillas. Aún brillaban sus ojos cuando el tren arrancó poniendo rumbo a su futuro.

 

 

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Esta entrada tiene un comentario

  1. María José Amor Pérez

    Muy bueno. Te felicito.

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