EL AULLIDO DE VAÉLICO – Aarón Medina Romero
Por Aarón Medina Romero
Aquella noche era estremecedora. El cierzo hacía bailar y susurrar a las hojas y las ramas de los pinos. No había ni un ápice de vida humana en aquel bosque. Solo se escuchaban los misteriosos ruidos de la noche, los insectos, los zorros y la voz de los árboles.
Era de madrugada y Marco estaba en el umbral de la puerta de una casucha hecha enteramente de piedra. El humo saliendo de la chimenea flotaba en el aire de aquella noche invernal. El vaho salía de la boca del chico. Silencio. Se escuchaba el río correr. Nada más. A pesar de esa fría noche de invierno, Marco parecía sentirse en su hogar.
Solo, como un perro abandonado el cual acababa de encontrar su primera comida en dos días. Marco prefería sentirse que estaba al margen de la sociedad, pues creía que el resto de personas entorpecían sus pensamientos.
Giró la cabeza a la derecha mirando a la nada, solamente se veía campo, giró la cabeza a la izquierda y pudo ver una señal de tráfico. En esa parte había una larga carretera, pero ningún coche. Era extraño aunque Marco soltó un suspiro de alivio y miró al cielo. Vivía apartado de todos los vecinos de ese pueblo y gracias a eso podía ver las estrellas con claridad. La soledad lo relajaba. Podía pasar horas y horas dentro de su mente divagando. Era lo que lo mantenía cuerdo.
Se tumbó en el suelo y cerrando los ojos comenzó a imaginar su vida si hubiera nacido en otro mundo. Un mundo mágico. Luchando contra dragones, recorriendo bosques en busca de plantas medicinales, sintiendo los espíritus de la naturaleza al tocar la corteza de un árbol. Sentía que su corazón pertenecía a ese mundo mágico, en el fondo sabía que la «vida real» no era su vida. Que merecía algo más que vivir en un mundo gris y aburrido.
Los sonidos de los animales se mezclaban con la leve lluvia que estaba empezando a caer. El aullido de un lobo se pudo escuchar con extrema claridad. Qué raro, en aquel lugar no había lobos. Tal vez fuera aquel perro abandonado rogando por comida otra vez. Marco abrió los ojos y se levantó, entró en casa y cogió un pedazo de carne sobrante del día anterior. Se hizo con una linterna que apenas funcionaba y salió de casa con el trozo de carne metido en el bolsillo de su chaqueta. Miró otra vez a la derecha, o al menos intentó mirar, pues la lluvia cada vez era más intensa. Pensó en coger un paraguas pero su instinto le decía que era mejor que fuera rápido a buscar a aquel perro y darle refugio.
Comenzó a caminar dando zancadas pero a un ritmo suave para no tropezarse con las piedras del camino. Linterna en mano y con la cabeza agachada mirando al suelo no reparó en aquella sombra que lo observaba.
Después de una larga caminata bajo la lluvia en la noche se adentró en un maizal y empezó a llamar al perro. Qué iluso, cómo si un perro pudiera contestarle. Nada, era normal. Estaba oscuro y no había nadie en aquel campo.
Otra vez, el aullido. Marco miró hacia su alrededor pero no vio nada. ¿De dónde se supone que provenía ese aullido? Cada vez sonaba más a lobo y no a perro. Pero estaba completamente seguro de que no había lobos en esa zona. La luz de su linterna comenzó a parpadear. Le dio un par de golpes y funcionó de nuevo. Continuó su camino en busca del perro. A lo lejos, al final del maizal, vio un pequeño bosque. Pensó que tal vez se habría escondido allí y echó a andar. La lluvia seguía siendo intensa y los ruidos de los insectos cada vez eran más perceptibles. Se estaba alejando mucho de su hogar y sentía que estaba cerca del fin. Era una sensación extraña que no había sentido nunca y se hacía cada vez más fuerte conforme se acercaba al bosque. Por extraño que parezca, esa sensación le gustó tanto como a un gato le gusta la hierba gatera.
La entrada parecía salida de un libro de fantasía. Altos árboles se alzaban intimidantes nada más acabar el maizal. Había arbustos llenos de espinas alrededor de aquellos árboles y todo estaba nevado. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido solo en aquel mágico lugar. En el suelo se podía ver lo que parecía una línea de separación marcada en la tierra. Ésta apenas era visible, el terreno cambiaba de color a un marrón más claro. Marco miró hacia atrás y reconsideró su idea de ir a alimentar al perro. De pronto, se volvió a escuchar el misterioso aullido, solo que esta vez resonaba en su cabeza y saliendo de todas partes a la vez. Pensó que se estaba volviendo loco. Agitó la cabeza tratando de hacer desaparecer las voces, se armó de valor y entró en aquel misterioso bosque, del cual nunca había oído hablar.
La luz de su linterna se apagó completamente, la lluvia cesó al instante y se dejó de escuchar a los árboles y animales. El tiempo realmente parecía haberse detenido al entrar en ese lugar. A su alrededor todo estaba cubierto de una fina capa blanca de nieve que hacía del bosque un lugar aún más misterioso. Casi como si hubiera entrado por la puerta del armario de Narnia.
Caminó hacia delante con pasos lentos pero seguros. Una neblina se hizo presente a medida que avanzaba por el bosque y varios ojos curiosos observaban a aquel extranjero. Por supuesto, Marco ignoraba que le estuvieran observando. Una rama partida captó su atención y se giró rápidamente hacia el lugar de donde provenía ese ruido.
—¿Quién es?
Silencio. Nada. Miró a su alrededor con cuidado y siguió caminando en estado de alerta por si aparecía algún animal salvaje.
El aullido cada vez era más fuerte y sentía que le perforaba la cabeza por dentro. Cada paso que daba, el aullido era mayor hasta que se convirtió en gruñido. Era tal el dolor que no pudo hacer otra cosa más que sentarse en la nieve y agarrarse las piernas protegiéndose a sí mismo.
«Devuélveme mis dientes, dame mis garras y alas, cubre mi piel de escamas y déjame ser libre»
Es lo único en lo que pensaba Marco. Definitivamente el aullido le estaba volviendo loco aunque se sentía completamente seguro en el bosque. Como si fuera su verdadero hogar. Sentía que su cuerpo humano no era el suyo. Quería de vuelta su verdadera forma, su forma fantástica.
«Devuélveme mis dientes, dame mis garras y alas, cubre mi piel de escamas y déjame ser libre»
Las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas y poco a poco el miedo y dolor fue desapareciendo. Empezó a sentirse cómodo en lo más profundo del bosque. Lentamente se deshizo de sus zapatos y sintió la gélida nieve en sus pies. No sentía frío ninguno, solo la nieve. Le daba tranquilidad y seguridad.
—Bienvenido, viajero. Tal vez quiera algo para hidratar sus huesos caminantes.
Aquella voz sonaba distante y a la vez cálida. Alzó la vista y vio a un majestuoso lobo cubierto, no, hecho enteramente de hierbas, plantas y ramas. Era gigantesco, su sola presencia intimidaba aunque también parecía anciano y sabio. Su pelaje no era pelo, eran hojas, las cuales crecían desde sus patas hasta la cola. Sus pies eran marrones simulando ser ramas, quizá eran ramas de verdad. En algunas partes de su pie se podían ver pequeñas florecillas blancas y amarillas. Sin duda, era una vista espectacular.
Marco no podía articular palabra. No era real, aquel lobo no era real. Ese bosque no era real. Los lobos no podían hablar. Aunque quizá, aquella criatura no era exactamente un lobo.
—Tomaré eso como un sí.
De repente, los millones de ojos que antes observaban al viajero salieron de sus escondites. Eran criaturas diminutas con formas totalmente abstractas. Algunas levitaban, otras caminaban, pero todas ellas estaban creadas por la naturaleza. Se acercaron a Marco y comenzaron a estirar de él, como si quisieran llevarlo a algún lugar. El chico estaba mudo. Siempre creyó que todo eso era fruto de los cuentos de hadas.
Caminó siguiendo a esas criaturas y el majestuoso lobo se colocó a su vera.
—Son espíritus del bosque. Almas de todos los animales que dejaron este mundo a manos de la madre naturaleza. Cuando fallecen en el mundo de los humanos, reaparecen aquí.
El lobo le explicó aquello a Marco que aún seguía sin habla. Todas las criaturas del bosque le seguían sin rechistar.
—¿Cómo te llamas? Dime, viajero.
—M-Marco —Tartamudeó al decirlo pues nunca hubiera pensado que hablaría cara a cara con un can como ese.
Él respondió que se llamaba Vaélico. No dijo nada más.
Llegaron a una especie de taberna. Parecía una choza, estaba hecha de tablas de madera y ramas atadas con plantas que parecían realmente resistentes. Había solamente una ventana y se podía ver una tibia luz anaranjada que parecía bailar. Debía ser una hoguera. Vaélico se hizo más pequeño, lo suficiente como para entrar por la estrecha puerta de la taberna. Ahora tenía el tamaño de un pastor alemán.
Efectivamente, en el centro de la sala había una gran hoguera donde criaturas de todos los tamaños y formas se reunían alrededor. La mayoría de las criaturas tenían forma animal pero cogían sus jarras con brazos y manos humanas. Eran como centauros. Solo que sin ser explícitamente mitad caballos. Al fondo estaba la barra y el camarero era un hombre demasiado alto, con el pelo largo, lacio y plateado. Había un arco y un carcaj a su lado. Definitivamente, era un elfo.
Tenía los ojos más grises que el chico había visto nunca. No era un gris feo, como el cielo el día en el que su padre murió, era un gris suave, como la espuma de las olas al chocar contra las rocas del mar en una noche lluviosa. Tenía nariz respingona pero pequeña, característica común en los elfos, al igual que lo eran sus orejas acabadas en punta y decoradas con un par de pendientes en forma de aro. No era pálido, su piel era blanca como la cal.
Vaélico empujó a Marco con su hocico hacia la barra y pidió un par de jarras de néctar. Con una rapidez sobrehumana, el misterioso elfo las preparó y las dejó sobre la barra.
Vaélico emanó un humo verde que le envolvió entero y a los pocos segundos se transformó en un hombre. Un hombre semidesnudo, con una piel de lobo que le cubría todo el cuerpo, la cabeza de la piel del lobo le cubría la suya propia. Los ojos de aquel hombre eran rojo sangre y tenía manchas de suciedad en todo su torso desnudo. Sus dientes puntiagudos apenas cambiaron.
Ya no parecía esa criatura sabia y anciana, ahora parecía un auténtico guerrero. Tomó la jarra y le dio un sorbo.
— Adelante, bebe, viajero.
Marco obedeció abrumado por semejante hombre.
—¿Qué eres? —preguntó al fin lo que le llevaba rondando por la cabeza desde que vio al lobo por primera vez.
—Me llamo Vaélico. Antiguamente, vosotros, seres mortales, me adorabais. Soy considerado un Dios en vuestra cultura. Construíais panteones dedicados a mi presencia. Dios inmortal del inframundo. Malvado, perverso para algunos. —Marco se estremeció. Por una parte no creía aquello y por otra se veía obligado a creer después de todo lo que estaba viendo con sus propios ojos. —Para otros soy un simple Dios de la naturaleza, bosque y montañas. Tú decidirás qué creer. Si soy ese Dios maligno o ese Dios sabio. Solo te diré una cosa. Ambas son correctas.
Dicho esto, se terminó la jarra de un sorbo y volvió a su forma animal. Marco continuó mirándolo anonadado.
—Tú no perteneces al mundo mortal, Marco. Ya deberías saberlo. Desde el primer momento en el que pisaste este bosque.
Y tenía razón, desde que entró en ese lugar mágico, todo cobraba sentido y color para él. Se decía que no era real, que era fruto de su imaginación, pero aquella sensación extraña y su instinto le afirmaban lo contrario. Su lugar estaba ahí, rodeado de criaturas mágicas y fantásticas, al lado del gran Dios lobo Vaélico.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024
La verdad es que yo que voy a decir me encanta tu trabajo aaron siempre se te ha dado muy bien lo de escribir. Lo has bordao ahora a seguir escribiendo tu libro que ese si va a pegar fuerte. Eres un crack!!!. Me ha encantado tu trabajo final de la escuela y ya sabes que te han dicho que tienes mucho futuro y es cierto asi que adelante y cree en ti porque de verdad merece la pena leer tus relatoa. Yo aon varioa quw je leiso y siempre lo haces genial perfecionista claro y conciso.ENORABUENA!!!!.