EL CABALLERO DE LA TRAICIÓN

Por Aurelio Montero Duarte

¿Qué he hecho para merecer esto? Estaba sentado en el suelo, en medio del parque y esperando que Antonio se cansase de insultarme y de golpearme con los dedos; frente, pecho, hombros, manos, no se dejó nada. Cuando se cansó, se fue. Ya en casa, Lira esperaba en mi habitación para hablar conmigo:

 

-¿Cuántos días van ya, Mariano? ¿Cuándo vas a ponerle fin a esto?

 

-No lo sé, Lira. No sé qué le he hecho. Pero cada vez que me ve, llama a sus amigos.

 

-Hasta que no pongas un límite, esto irá a peor, ¿es que no te das cuenta? Empezó por rimar tu nombre, después comenzó a tirarte trocitos de goma, para pasar a dispararte bolitas de papel bañadas en saliva, ahora te incordia con sus amigos. ¿Qué será lo siguiente? ¿Tu cabeza en el váter del colegio?

 

-Hablaré con él. Mi mamá dice que la gente se entiende hablando. Para de morderte las uñas, por favor, es doloroso verlo.

 

Comenzaron a escucharse pasos llegando a la habitación. Lira abandonó la escena.

Una figura conocida abrió la puerta lentamente y dijo:

 

-Hola, Mariano, ¿estás ensayando la obra del colegio con algún amigo? He oído voces.

 

-No, mamá, estoy solo.

 

-No mientas, ¿con quién estabas hablando? Había alguien más aquí. Por cierto, ¿qué te pasó en la mano?

 

-¡Estoy solo! ¿Quién coño va a querer verme a estas horas de la noche? Vete de aquí y déjame en paz.

 

Cuando terminó de rebuscar entre mis cosas, abandonó la habitación, no sin antes mirar de reojo mientras cerraba la puerta. Tras eso, vendé mi mano, me limpié el maquillaje de la cara, me puse el pijama y fui a la cama. De repente, una voz, silenciosa y fría como el viento, susurró:

 

-Si no te encargas, lo haré yo, como la otra vez.

 

En nuestro colegio, era tradición que, llegado el final de curso, los alumnos de 4º de ESO realizaran una importante representación teatral. Era tan conocida que venían alumnos de todos los colegios a ver la actuación. La obra elegida en esta ocasión, fue «La muerte del rey Arturo», la cual narraba los últimos momentos de la vida del monarca, desde la desaparición del hechicero Merlín hasta que el cuerpo de Arturo es llevado a la mítica Ávalon. Los papeles de la obra fueron decididos por votación. Por supuesto, el imbécil de Antonio fue elegido como rey Arturo, lo cual le valió la simpatía de la clase en general y de las chicas en concreto. Viendo que no tenía ningún papel, la profesora decidió que yo debía interpretar a Mordred, hijo bastardo e incestuoso de Arturo, y el caballero que hirió mortalmente al rey. Supongo que nadie quería interpretarlo, por

 

razones más que evidentes. Cuando pregunté a mi profesora el motivo de mi elección como Mordred, dijo que se me dio muy bien hacer de malo en otras representaciones de cursos anteriores y que era perfecto para el papel. En la escena clave tenía que ser realmente cuidadoso, debía atravesar al rey Arturo, arañando una bolsa que llevaba sangre falsa, y yo también debía llevarla, ya que se trataba de una muerte doble.

 

En un momento de descanso, fui a hablar con Antonio.

 

-Oye, Antonio, ¿te importaría hablar conmigo un momento?

 

-¿Qué quieres, mierdecilla?

 

-Emmm, quería preguntarte por qué me insultas y me pegas, me gustaría que parases.

 

-Chicos, acercaos.

 

-¿Qué ocurre, Tony? -preguntó un amigo suyo mientras se acercaba.

 

-Marianito el mierdecilla quiere saber por qué nos metemos con él.

 

Todos me estaban mirando. Justo cuando eché a correr, alguien agarró mi manga y caí al suelo. Todos se acercaron, sujetándome los pies y las manos y me llevaron contra la pared. Mientras tanto, Antonio fue a coger una espada de madera con la que ensayábamos la escena de la batalla de Camlann, donde murió el rey.

 

-Oye, Marianito, ¿sabes en qué se equivocó el rey Arturo? Él debió prever la traición de sus caballeros, sobre todo la de Mordred, ¿no crees?

 

Tras terminar de hablar, me golpeó en la barriga con la espada. El impacto del golpe fue lo suficientemente fuerte como para que vomitase mi desayuno. No contento con eso, siguió golpeándome en el estómago y en la cara, hasta que sonó la campana.

 

-Has tenido suerte, Sir Mordred -dijo señalándome mientras se marchaba con sus lacayos-. Nos vemos en el escenario, ah, y cúrate esa mano, solo yo puedo tocarte,

¿entendido?

 

Al volver, la profesora me vio y me preguntó si me pasaba algo. Le dije que me había tropezado y el asunto acabó ahí. Estaba realmente dolorido como para prestar atención, sin embargo, hice mi mejor esfuerzo. Cuando la clase dejó de hablar, la profesora dio un anuncio:

 

-Mañana hay que ir al taller para recoger las espadas y las armaduras, ya que pasado mañana es el gran día. Vendrán conmigo Antonio, David y Miguel.

 

-Ofrécete -me susurró Lira.

 

Tras dudar un poco, levanté la mano y:

 

-Profesora, ¿puedo ir yo también?

 

-Claro, sin problemas, cuantos más seamos mejor, menos trabajo. A las 8:00 de la mañana os estaré esperando con mi coche a todos, ¿oki doki?

 

Es mi oportunidad de hacer que ese imbécil pague por lo que está haciendo. Va a acordarse de mí para siempre, ¿o quizá no?

 

Tras pasar la noche en vela por culpa de Lira, fui al colegio y esperé en la puerta con los otros. Antonio comenzó a burlarse de mí otra vez:

 

-Mariano, agárramela con la mano.

 

Sin embargo, no pudo continuar, ya que la profesora llegó justo a tiempo. Conducía un coche familiar con un maletero bastante espacioso y varios asientos más que en un coche normal.

 

Un cuarto de hora después, llegamos al taller. No solo había armas y armaduras, también lámparas, faroles, puertas, llaves … A Lira le encantaría ver esto. Era capaz de sentir su emoción por lo medieval. El encargado nos llevó a una sala repleta de armas y armaduras.

 

-Lo vuestro está preparado en el expositor del final -dijo señalando el fondo de la sala-. No os confundáis.

 

Íbamos a recoger el material y, cuando agarré una espada, comencé a oír un zumbido y a los pocos segundos se oyeron dos pequeñas explosiones. Parecían petardos y entonces una gran humareda inundó el lugar. El olor era insoportable. Me desorienté por los sonidos y el humo, por lo que, en vez de coger la espada, terminé por tropezarme y me golpeé la cabeza. Cuando me levanté, todos me rodeaban.

 

-¿Estás bien, chico? -preguntó un trabajador.

 

-Sí, no os preocupéis.

 

-Menos mal. Mientras dormías, llevamos todo al coche. Cuando estés mejor nos marchamos, ¿okey makey?

 

-E-estoy bien, podemos irnos.

 

-Esperad un momento -exclamó el encargado mientras salíamos del taller-. Estas armas y armaduras están fabricadas expresamente para la obra. Ni están afiladas, ni tienen un peso enorme, pero, igualmente, aconsejo cautela para evitar males mayores.

 

-Muchas gracias, señor López, lo tendremos en cuenta.

 

En el coche, Antonio comenzó a dar patadas en mi asiento. Era realmente molesto. Debía aguantar hasta llegar al colegio. De repente, noté un pinchazo en mi espalda y esa molestia se hizo cada vez más dolorosa. Cuando cesó, algo comenzó a asomarse por mi lado derecho. Era alguna clase de cuchillo, no podía verlo bien, pero sabía que se trataba de eso. Estaba tan aterrorizado que, cuando llegamos, le pedí a la profesora volver a casa

 

antes, con la excusa de no encontrarme bien debido al golpe. Tras ponerme muchas pegas terminó aceptando, con la condición de que mañana llegase más temprano que los demás.

 

-No quiero que se repita lo del año pasado, debemos prepararnos y practicar todo lo posible -me dijo.

 

Llegué a casa. Tras contar a mis padres lo que había ocurrido, fui a mi habitación y dormí todo el día. Cuando me desperté, ya en la noche, Lira comenzó a hablarme:

 

-Te das cuenta de que no va a cambiar, ¿verdad?

 

-Déjame en paz y deja de morderte las uñas de una vez.

 

-El año pasado fue igual, ¿recuerdas a Fran? Hacía lo mismo que Antonio y gracias a mí ahora está en otro colegio. Bueno, y gracias a una viga del techo tiene una pierna menos.

 

-No hagas nada este año, quiero que la obra vaya bien.

 

-Buenas noches, Mariano.

 

-Te lo suplico, que este año sea tranquilo.

 

Al día siguiente y ya en el colegio, fui con la profesora para probar el material. Antes de empezar, llamaron del taller, decían que faltaba un arma. A la profesora se le cambió la cara completamente y se fue rápidamente tras advertirme que tuviese cuidado, que llegaría antes de la función. Me puse la armadura, cogí la espada, el escudo con detalles rojos y comencé a practicar. Pesaba, pero me sentía genial. Al mirarme en el espejo parecía todo un caballero. En ese momento, apareció Antonio con sus lacayos.

 

-Marianito, ¿qué tal estás? -dijo mientras los demás reían-. Temía que hoy te perdieras la función.

 

-Estoy bien, gracias.

 

-Ensayando como el caballero rojo de la traición, ¿eh? ¿Estaría dispuesto a hacer lo que su rey demanda para redimirse?

 

-¿Qué necesitas, Antonio?

 

-Lama mis grebas hasta que queden bien relucientes.

 

Tras un momento de silencio, incomodidad y desesperación, pregunté:

 

-¿Por qué haces esto, Antonio? ¿Por qué no podemos ser amigos?

 

-Sir Mordred, le he dado una orden -dijo mientras sacaba el cuchillo.

 

-De-de acuerdo.

 

Mientras lamía sus botas, los imbéciles de detrás no paraban de reír. Si Antonio tenía alguna salvación, había renunciado a ella. Hoy, ese maldito cabrón recibirá su merecido. Arderá en el infierno.

 

-Gracias, Sir Mordred, están relucientes.

 

No dije nada. Tras propinarme una patada en la cara, se alejó presumiendo ante sus amigos.

 

-¿Os gusta la navaja que me prestó mi abuelo? -se alejó pavoneándose.

 

Todo estaba listo: asientos, actores, telón y un muy largo etcétera. La obra comenzó y todo transcurrió con normalidad: la fuga de Lancelot con Ginebra, la rebelión de Mordred y el resto.

 

En el fragor de la batalla, el rey Arturo se encontró con Mordred. Sin mediar palabra, ambos aceros chocaron. La lucha fue encarnizada. Nadie se atrevía a acercarse e interrumpir la batalla de los paladines, el bien contra el mal, la gallardía contra la traición. Ninguno cedía un palmo de su terreno, hasta que Mordred, en un descuido, asestó un golpe letal en la barriga de su contrincante, con un rostro de auténtica maldad. Tras esto, pensando que ya había ganado, Arturo atravesó allí mismo al caballero, matándolo al instante de una sola estocada y cayendo al suelo. Entonces, se echó el telón.

 

El público aplaudió. Había sido espectacular. Los vítores y alabanzas no cesaban. Los asistentes estallaban de júbilo. De repente, comenzaron a oírse gritos estremecedores de dolor y el silencio se apoderó de la sala. Antonio tenía una herida enorme en su estómago y sangraba muchísimo. Se alejaba de mí arrastrándose por el suelo con el rostro completamente roto.

 

-Antonio, ¿qué ha pasado?

 

-Sacad a ese demonio -dijo llorando y señalándome-. ¡Fuera, maldito demonio!

¡FUERA!

 

Salí corriendo por los pasillos sin que nadie me siguiera, entré en una clase y cerré de un portazo. Tras descansar y estando más tranquilo, exploté:

 

-¿Por qué has hecho eso? -grité lanzando la espada teñida de rojo al suelo-. ¡He preguntado que por qué has hecho eso!

 

Ni una sola palabra.

 

-¡Te dije que no hicieras nada!

 

Cambió su rostro completamente, y su voz se tornó malévola:

 

-¿»Has»? Querrás decir «hemos».

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