EL CAER DE LAS HOJAS – Marian Hermosilla Goenaga
Por Marian Hermosilla Goenaga
Ane descubrió que se podían vivir varias vidas en una. De hecho ella murió en un punto de la suya y renació en otro. Como las hojas que dibujan el cielo y caen a nuestros pies coloreando la tierra, Ane cayó y resurgió.
Aquel día se levantó con una sonrisa, hacía tiempo que no se sentía así. Estaba pensando en Lucía con su cinta de colores amarilla y verde sujetando el cabello rubio: » Mamá, quiero ser veterinaria», evocó su voz, inocente e ilusionada por ser mayor. Le apasionaban los animales, los peces de colores y sobre todo Ravel su tortuga de agua. Ane por ella era capaz de adoptar hasta un Bigfoot. No había incertidumbre en sus vidas, ni preguntas. “¡Mamá, he sacado un nueve en mates!», vociferaba mientras corría a sus brazos nada más bajar las escaleras del colegio. «Pero no me ha gustado ni un pelo la comida que nos han puesto hoy mamá. ¡Nos han dado lentejas y tenían mucho caldo!, por qué les ponen tanto caldo?”, protestaba frunciendo el ceño. Y otras veces contaba cómo había escondido la manzana en el bolsillo de su pantalón,» No me han visto mamá!», sonreía con cara de aviesas intenciones. Tomás y ella babeaban de orgullo cada segundo de su vida.
Por eso en ese instante sintió sosiego, un leve regocijo la envolvió al despertarse soñando con Lucía. Aunque al mirar alrededor y sentir el olor de las sábanas y el aroma de la habitación, recordó que no estaba en su cama y un dolor punzante en el estómago se le clavó como una lanza homicida.
Salió de la habitación con pasos indecisos, despacio, intentando recordar lo del día anterior, o más atrás, mientras entraba en una pequeña estancia donde solamente había una mesita blanca y un sofá gris.
– Ane cariño, ¿has dormido bien? – Dijo una mujer que estaba sentada en el sofá como esperándola.
– Sí…
Miró con desconfianza a quien le estaba hablando, le resultaba familiar , pero le dolía la cabeza, no podía concentrarse.
– No te preocupes tesoro. Siéntate. – La escrutó.
La mujer le acercó una taza de algo caliente. Ane se distrajo con el vapor que le subía por la nariz.
– Bebe, te sentirás mejor.
La observó fijamente de nuevo.
– Confía en mí.- La animó con una sonrisa un poco indecisa.
-¿Por qué debería?
– Tienes razón.- Se removió inquieta.- Por favor no me hagas preguntas, solo confía. Soy yo, Amalia.
Su nombre no pareció inmutarla. Oteó a través de la ventana desde donde se adivinaba un pequeño estanque. La mirada de aquella mujer le daba tranquilidad, su voz era afable, incluso cariñosa. Aturdida, se sentó en el sofá mientras sostenía la taza humeante entre sus manos. La mujer siguió hablando; ella no entendía sus palabras, le decía que había pasado el peligro, que ahora estaba recuperándose. Ane sorbía con la mente perdida.
– ¿Dónde está Tomás? – Se levantó dando un respingo.
Amalia la miró con angustia, se alzó y rodeó con sus manos las de Ane retirando suavemente la taza que todavía apretaba con fuerza. La apoyó sobre la mesita y se acercó a ella obligándola a sentarse otra vez. Le sostuvo las manos sobre sus rodillas. Ane sintió el calor, sintió que algo le subía por la sien y le hacía pensar y pensar y pensar.
– Amalia…
La mujer sin decir una palabra le acarició el cabello. Ane la miró como si despertara de un sueño, el esfuerzo por recordar le aumentaba el dolor de cabeza.
– Amalia…- Repitió con apenas un hilo de voz.
Amalia sonrió, y acarició a su hermana como si fuera un niño escondiéndola entre sus brazos.
– No pasa nada…
– ¡Dios mío!
– Tranquila… has estado… – No encontraba las palabras.- No te preocupes, confía en mí.
Había pasado demasiado tiempo, o quizá no, a veces no distinguía los colores del día. Le hubiera dado igual que el reloj marcara siempre las doce. Estaba demasiado cansada y siempre le dolía la cabeza. Quería dormir, solo dormir. Al despertar solía sentir un impulso, una emoción que iba poco a poco apagándose.
Esa mañana, sentada en uno de los bancos de madera que rodeaban el jardín del hospital, Daniel, Jefe del Departamento de Psiquiatría, se le acercó.
– Hola Ane.
– Hola. – Alzó la cabeza achicando los ojos pero sin mirarlo.
No. La verdad, no tenía ganas de hablar con él. Tampoco tenía ganas de preguntar nada, solo quería que la dejaran en paz y volver a casa con su marido y su hija.
– Ane, llevas algún tiempo aquí… – Quiso explicar Daniel.
– ¿Cuánto, cuánto llevo?- Se asombró de que le hubiera leído el pensamiento.
– Nueve meses.- Se sentó a su lado.
– Nueve meses…- Repitió sin aliento. Lo miró.
– Te voy a contar una historia. Tienes que confiar en mí.
– Confiar…siempre se trata de eso…
– Lo estás haciendo muy bien.
Daniel se sentó a su lado sin mirarla. Después atisbó a lo lejos eligiendo las palabras cuidadosamente y empezó a hablar muy despacio. Su mirada hablaba como su voz por eso ella sabía que hablaba con el corazón. La historia, como él la llamó, era la suya. Ella lo sabía y poco a poco fueron apareciendo escenas en su cabeza. No hizo nada. Se quedó quieta asomándose a un precipicio sombrío y vomitó.
No había vuelto allí desde que salió de ese lugar, desde que lo había recordado todo. Cuando aquellos segundos volvieron implacables, impíos, para desgarrarla. Regresó para cerrar el primer recorrido de su vida al lugar donde se había detenido entre las sombras. “Mamá… ¿Has visto cómo ha crecido Ravel? Tenemos que hacerle una piscina más grande», revivió ese día tan claro en su mente, que no tuvo que cerrar los ojos para invocar el momento. Se acercó al estanque, el que tanto tiempo alumbró sus días. Unos peces de colores se perseguían en zigzag y Ane hundió los dedos dentro del agua creando ondas y ondas y más ondas: “Mamá, ¿ves esos peces de colores? El que tiene la cola más grande es hembra. Los machos tienen la cola más pequeña. ¡Cuando sea mayor quiero ser veterinaria!»
Observó las hojas de los arces que la rodeaban. Ya habían empezado a caer. Una hoja roja se balanceó mientras descendía lentamente desde su rama. La contempló mientras agotaba los segundos de su primera vida. Bajo sus pies esas hojas formaban un manto rojo y verde, juntándose unas con otras, quizá para no sentirse solas. Algunas acababan en el estanque, flotando. Intentaban mantenerse secas todavía un minuto más antes de desaparecer. Iban a crear otro hogar fundidas entre el plancton, los peces y las algas suaves y ondulantes que asomaban por los bordes. Ya no lucían revueltas entre las ramas, llenando el espacio del cielo de colores sino que se amontonaban en la tierra o el agua compartiendo entre sí sus recuerdos. Quizá, pensaba Ane, ese era el destino de todos los seres vivos, dejar un hogar para crear otro. Como las horas, que van desprendiéndose de los minutos poco a poco, segundo a segundo custodiando nuestros secretos. Ella también estaba intentando no desaparecer entre las sombras que la acechaban. Se esforzaba en mantener a salvo la última capa de su ser, todo lo demás se había mojado, se había hundido en un lodo profundo. Otra hoja cobriza se desprendió en silencio. El otoño parecía querer llevárselo todo,» quizá quisiera llevársela a ella también», deseó en voz alta. Algunos pacientes salían a dar alivio a su reclusión, ella los examinaba con curiosidad. Desde el pequeño estanque observaba los movimientos de los que iban y venían, como las ondas del agua, en círculo. A veces sin remedio volvían, como ella, al punto de partida.
“Mañana iremos a comprar una bañera más grande, princesa»
“¡Gracias papá, cogeremos la más grande! »
«Por supuesto y con una preciosa isla para que Ravel tome el sol calentita.»
«¡Qué guay papá!, has oído mamá? ¡Una isla para Ravel!»
» Dentro de poco no podremos entrar en casa, Tomás”, rieron los tres.
Sus risas…todavía las escuchaba en cualquier parte. Los vio venir hacia ella, con la nueva bañera enorme apoyada en sus diminutas manos y una isla preciosa en el centro. Cuando un coche cortó su aliento y cayeron como hojas caducas sobre el asfalto. Aquel día todo acabó, o quizá todo empezó. A veces iba a la escuela y se agarraba a los barrotes esperando que Lucía saliera corriendo: «¡Mamá, hoy he sacado un nueve en mates!». Pero justo antes de que sonara el timbre de salida, se daba la vuelta y escapaba, para seguir reviviendo sus recuerdos. Tomás les estaría esperando en casa, entrarían riendo y Lucía cogería el cepillo para limpiar a Ravel.
Casi un año de su vida encerrada en aquella habitación, donde había olvidado y recordado, donde había muerto y renacido. Miró hacia atrás. Todo formaba la fotografía de otra vida, en la que los recuerdos la hacían llorar y sonreír. Otro día más le esperaba, mañana, pasado y al otro. Recuerdos que no desaparecerían nunca, como las hojas de esos árboles. Recuerdos que la sostendrían el resto de su vida guardados dentro de esas horas. Había vuelto para decir adiós. Para dejar de hacerse preguntas y vivir sin pretender respuestas. Un año de su vida en el que ella también cayó balanceándose hasta llegar al suelo.
Una vez más se encontró junto a los barrotes conocidos. El aroma del hierro oxidado se le había quedado pegado en las manos, como la resina resbalando sobre la corteza de los árboles. Justo antes de sonar el timbre se dio la vuelta bruscamente. Ahí justo detrás de ella estaba Daniel.
– Sabía que te encontraría aquí.
– Sí.
La miró con ternura, sin decir nada, tampoco había nada que decir.
– Lo estás haciendo muy bien.
Ella dirigió su mirada hacia él; luego hacia el cielo y sin darse cuenta se vio rodeada de los niños que acababan de salir corriendo, bajando las escaleras. Oía su alboroto, sus voces agudas y risas, observaba sus abrazos y cómo les cogían de la mano. Miró a Daniel casi sin aire y él le alargó la suya. Ane la cogió y pensó que todos ellos eran hojas cayendo de sus ramas.
RELATO DEL TALLER DE:
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04/11/2024