EL CAPRICHO DEL DESTINO

Por Ana Belén Postigo Castro

El día se antojaba lluvioso y apagado.

María, que se había acurrucado en la parte trasera del Volkswagen de su padre, observaba curiosa por la ventanilla el devenir de los coches. Se preguntaba a dónde iban, de dónde venían. Miraba a las personas que conducían y se preguntaba cómo serían sus vidas.

Un motociclista – ¿por qué tenía prisa? – Un coche fúnebre -¿cómo habría acabado su vida?-. Un autobús, un camión, una anciana mirando risueña por la ventanilla, una madre nerviosa intentando controlar a un niño travieso en la parte de atrás del vehículo, o ¿quizá era su tía? Cuántas historias.

Siempre que hacía ese recorrido se notaba impaciente. Cada mañana, impaciente. Impaciente de reunirse con «su amigo». Siempre impaciente.

La campiña irlandesa le parecía de una belleza singular. Senderos centenarios junto a canales, monasterios, abadías, cruces altas y circulares. Disfrutaba de cada tramo, de cada pueblo por el que pasaba y de cada río que cruzaba. Los diferentes verdes e incluso experimentar las cuatro estaciones en un día. La vida le había enseñado a querer deleitarse con cada detalle.

Habían pasado ya varios años de aquel quince de agosto. Un terrible atentado en Omah, donde varios locos reivindicaban unas ideas políticas que nada tenían que ver con ella, habían dado la vuelta a su vida. Media pierna y varios dedos le costó.

El destino le hizo querer ir a comprar un regalo para su madre aquella tarde. No había razón ninguna, simplemente que la adoraba. Todavía recuerda la pereza que le dio salir de casa. Estaba cansada, abrumada por el bullicio de una tarde de carnaval, pero la adoración que sentía hacia la persona que le había dado la vida pudo más. Ironías de la vida, es curioso cómo un acto de generosidad de ella hacia su madre había sido violentamente interrumpido por un acto egoísta de otros.

¡Cobardes! – pensaba María a menudo.

¡Vaya grupo de cobardes! Escondidos y dando excusas patéticas. Ni un día tardaron en declarar el alto el fuego. Aunque no estaba de acuerdo ni compartía ideales, no dejaba de preguntarse: ¿Qué sentido tiene pelear por una causa si te rindes y no consigues lo que quieres?

Patéticos cobardes.

-Tuviste mala suerte- todos le decían a ella. Y aunque en un principio se hundió en la miseria, al cabo de los años empezó a preguntarse: ¿Realmente la tuve?

Nunca le habían gustado los animales.  Aquellas cosas, sí, les llamaba cosas malolientes, cosas que no piensan, que se mueven y molestan, pero gracias a aquella enfermera pesada de acento cerrado que la cuidó durante meses, empezó a hacer terapia en una granja. Al principio iba molesta, sin ganas, sin ilusión. Parecía que todos los tarados de la comarca se habían reunido en aquel lugar.

Le asignaron un corcel. Pronto empezó a tener predilección por aquel caballo terco. Era terco de verdad, casi tan terco como ella. Era un caballo imponente, altivo, que no muchos montaban, pero que cuando María se acercaba se relajaba. Tenía unos enormes ojos negros que parecía que le hablaban cuando la miraban. Una mirada directa, llena de arrogancia, de sentimiento, y que a veces parecía esbozar una tímida sonrisa. Había empezado a tener una relación especial con aquel animal. Le echaba de menos, le hablaba y sin duda le curaba el alma.

Al principio era sólo cada martes. Unos martes que se le hacían cuesta arriba. Luego vinieron los jueves, y cuando consiguió la prótesis, empezó a montar todos los días de la semana. María había llegado a un acuerdo con los dueños y a menudo salían del corral al terreno de al lado. El caballo era veloz, incansable, era simplemente como ella.

Equinoterapia, decían. Aquel balanceo la relajaba enormemente, pero la personalidad de aquel penco la podía todavía más. Era verdad que el equino le producía serenidad, pero había algo más. Mucho más.

No hace mucho le contaron que «Eagle» era un cruce de razas traídas de España y de Arabia. Había nacido para correr, para ganar, pero lo apartaron por tener una pequeña lesión. Le habían cortado hasta el nombre, «Free Eagle» habría sido su nombre de batalla. Ahora simplemente lo tenían en la granja para que personas como ella se beneficiaran de una terapia. Pocos lo montaban porque de dócil y tranquilo tenía poco, pero el dueño lo cuidaba con infinito mimo.

Es curioso cómo cuando otros piensan que no das la talla, enseguida te apartan.

¿Era eso lo que me quería decir mi amigo equino cada vez que me miraba? -pensaba María.

Sin apenas darse cuenta, su padre y ella llegaron a la granja. Había un corrillo de hombres maduros que al notar la presencia de María enseguida se disipó. Martin, el capataz, se acercó a ella con una amplia sonrisa dándole una buena noticia.

-Vais a empezar a entrenar- dijo

– ¡Pero si ya lo hacemos! – contestó María.

-No, quiero decir que vais a empezar a entrenar de verdad – replicó Martin disfrutando de la confusión de María-. Eagle se traslada a Kildare y tú te vas con él.

A María le parecía que le estaban tomando el pelo o que el capataz se había tomado unas copas de más el día anterior y que su orondo cuerpo irlandés no había podido asimilar los efectos del alcohol.

-El señor Boland ha hecho una inversión y apuesta por él- siguió Martin con una sonrisa que empezaba a parecerle estúpida-. Bueno, mejor dicho apuesta por los dos.

-Os he estado observando, ese caballo y tú hacéis un buen equipo – se oyó decir a un hombre joven, esbelto y de buena presencia que se acercaba apresuradamente hacia ella-. Conor, Conor Boland, encantado de conocerla- le dijo mientras le estrechaba la mano.

María seguía estupefacta. No dudaba del caballo, ¿pero cómo podría ella correr si le faltaba parte de la pierna y varios dedos? Es verdad que había conseguido mantener el equilibrio, que tenía su prótesis y que era terca como una mula, pero de ahí a competir era mucho pedir.

Los días pasaron y la confusión dio paso a la tenacidad.

Como siempre, el padre le hacía de chófer. Semanas después, un lunes soleado, María y su progenitor se dirigieron a las caballerizas de Kildare. Todo estaba limpio y ordenado, nada que ver con la vieja y sucia granja en la que su caballo y ella habían entrenado durante un par de años.

Sí, su caballo, podía decir que Eagle era su caballo. Aquello parecía una estancia de cinco estrellas para animales. Caballos entrando y saliendo, grandes, de patas largas y muy bien cuidados y equipados.

De repente María oyó un relincho. Era él, era Eagle.

Un joven empleado salió a recibirlos y los llevó hacia los establos. El animal parecía otro, estaba más cuidado y musculoso, pero su mirada no engañaba. Durante las últimas semanas, Eagle había tenido un jinete de ejercicio al que parecía detestar. El jinete, experimentado, mostraba su mal humor cada vez que terminaban las largas jornadas.

-Este caballo no vale para las carreras -le decía el jinete a Conor cada tarde.

María lo sacó y enseguida lo montó. Le susurró algo al oído ante la atenta mirada de los allí presentes. Verlos juntos era todo un espectáculo, estaban tan sincronizados que parecían ser uno. Un binomio, uno pensaba y el otro reaccionaba. Se movían al mismo ritmo, adaptándose el uno al otro. María se sentía incluso como si fuera parte del caballo.

Sin duda todos esperaban a María, y en cuestión de minutos varios empleados eran testigos de aquella escena.

Empezaron a entrenar. Comenzaron con galopes largos, de dos o tres kilómetros y luego siguieron las distancias largas combinadas con briseos. El trote era veloz y elegante, las paradas bien ensayadas. María controlaba al caballo con el más suave toque de la rienda, con el más mínimo movimiento de su pierna. Pasaban los días y la vitalidad de los dos era digna de admiración. Los empleados de la granja se esforzaban por complacer las necesidades de la nueva jinete y su animal, lo cual despertaba la envidia de algunos.

Y después de meses de dedicación llegó la primera carrera. Por fin. María había conseguido su licencia, se había preparado como una profesional. Había aprendido cómo el estado mental de los dos, tanto del caballo como de ella, era esencial para ganar. Hablaba a Eagle constantemente, le contaba sus inquietudes. También se pasaba las noches leyendo, aprendiendo técnicas de enfoque mental, intentando que ni el más mínimo ruido la distrajera. Aprendía de otros deportistas con discapacidades, referentes en el mundo del deporte, y entonces se paraba a pensar: ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Aquella inesperada bomba le había cambiado el rumbo de la vida. Pero ¿debería estar agradecida? ¿Había sido aquello un despertar? ¿Era posible que algo le hiciera levantarse del sillón aquella tarde de agosto para salir a la calle?

Prefería no pensarlo. Tenía que concentrarse en la carrera.

El hipódromo estaba hasta la bandera. Corredores de apuestas con chaquetas de cuadros, mozos de cuadra, paseadores, agentes de jockeys, damas vestidas al más puro estilo inglés, familias enteras.

En el ensilladero, María se acercó al animal. Ella parecía otra con su casaca azul y su casco. Por su mente pasaban imágenes de su vida, de los últimos años. Acariciaba a aquel equino con una ternura infinita. Eagle, grandioso, permanecía a su lado, parecía escucharla, esperar que su dueña le diera las órdenes.

Era hora de pasar al paddock. ¿Iban a ganar? Quién sabe si aquella tarde iba a ser otro cruce de destinos en su vida.

 

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