EL CÍRCULO – Mª Jesús Urueña Quintana

Por Mª Jesús Urueña Quintana

Los días en el colegio eran una pesadilla para Diego. Desde que comenzó el curso el acoso se había vuelto una sombra constante que lo perseguía en los pasillos, en el patio y a veces también en sueños.
Diego lo era todo para sus padres. Por él habían cambiado su tranquila vida en el pueblo, cuidando sus tierras y sus animales y se habían ido a la capital de la provincia. La educación era el único legado que podían dejarle. Y no cualquiera. Diego iba a asistir al mejor colegio privado de la ciudad. Cómo habían conseguido plaza para él, que contaba ya 12 años, era una de las historias que su madre nunca había contado a Diego. Solo sabía que su abuelo Modesto, muerto cuando él tenía cuatro años tenía algo que ver. Su abuelo, su valiente, generoso y maravilloso abuelo al que apenas había tenido la oportunidad de conocer, pero cuyo recuerdo todavía provocaba una honda emoción en su madre. En el pueblo era una institución.
Vivían en un barrio obrero. Su padre trabajaba en una fábrica de coches. Cada día se levantaba a las cinco de la mañana. Cualquier sacrificio era poco para ellos. Su hijo tendría todas las oportunidades que ellos no tuvieron.
Diego era alto, delgado y desgarbado. Tenía unos grandes ojos negros que miraban a través de unas gafas redondas y gruesas debidas al estrabismo por el que le habían operado de pequeño. Mirada profunda, propia de un niño sensible, tímido, que miraba el mundo con curiosidad, deseoso de aprender. Un lector voraz ya desde pequeño, con una inteligencia natural. En el pueblo tenía pocos amigos, pero los que tenía lo eran de verdad. Cuando tenía confianza Diego se convertía en un conversador interesante, empático, hasta divertido. Alguien fácil de querer.
El nuevo colegio, con sus edificios imponentes, parecía sacado de otro mundo. Diego se adentraba en él con paso inseguro, consciente de que no encajaba en ese mundo de lujos y privilegios. Aroma a perfume caro, murmullos de conversaciones en inglés, brillo de relojes de marca. Para Diego, costumbrado a la sencillez de su vida en el pueblo, el colegio era como un mundo ajeno y hostil.
Los niños lo detectaron. Preguntas insidiosas relativas al trabajo de su padre, a donde vivían o al coche que utilizaban. Ni siquiera fue capaz de decir que no tenían coche cuando en la España de los setenta raro era que una familia no pudiera permitirse un seiscientos. Odiaba mentir. Y tampoco es que sirviera de nada.
Al principio, fueron solo comentarios: “Nadie en mi familia ha tenido que vestir jamás un mono de obrero”, “Hueles mal, ¿no sabes que hay desodorantes?»… Comentarios que dolían, que le impedían dormir y que también le hacían buscar desesperadamente mejorar. “Mamá, cómprame un desodorante”, “mamá, por favor cómprame un par de camisas más”.
Pero la situación empeoró cada vez más. Empujones, insultos, dejarle de lado… Diego era débil y era pobre en un colegio en el que casi todos los alumnos pertenecían a la “buena sociedad” provinciana.
Nunca dijo nada en casa. Amaba a sus padres y sabía lo orgullosos que estaban de él.
Sus notas eran excelentes, era siempre el primero de la clase y en su fuero interior Diego pensaba que eso era todo lo que él tenía y luchaba por ello. ¿Se avergonzaba de sus padres? Probablemente en su yo más profundo, en un “yo” que no se atrevía a confesarse a sí mismo, sí que se avergonzaba de ellos, de su familia, de sus orígenes. Y lo más duro de todo era saber que no podía evitar admirar a algunos de los alumnos que le despreciaban.
Álvaro era el líder natural de la clase, guapo, fuerte, despiadado. Parecía tenerlo todo. Hijo de un cirujano famoso, su familia era una de las más influyentes de la ciudad, los mayores benefactores del colegio. Gran deportista, divertido. Siempre rodeado de amigos. Nunca elevaba la voz, pero cuando hablaba, todos escuchaban. Irradiaba carisma y confianza en sí mismo. Diego no podía evitar admirar secretamente su don natural de liderazgo.
Pasaron dos años. Las notas empezaban a importar a todos aquellos que querían hacer una carrera y empezaron a acudir a Diego para resolver dudas y clarificar problemas difíciles, especialmente con las matemáticas para las que él tenía un talento natural. Él les ayudaba siempre en todo lo que podía, pensando así que se ganaría un poco su corazón.
El director del colegio, Carlos, era un cura franco, grandote, con una personalidad jovial que irradiaba calidez y cercanía, con muy pocas tonterías clasistas en su cabeza. Se preocupaba por cada uno de sus estudiantes y tenía gran simpatía por Diego. Sabía que algo pasaba, pero nunca había conseguido ser testigo de nada que pudiera ayudarle para actuar. Debía tener cuidado. No todos opinaban como él. Pero sabía algo que todos desconocían.
En la distribución de los pupitres de ese año decidió emparejar a Álvaro y Diego. Álvaro protestó abiertamente pero no le valió de nada. Diego no lo entendía. Admiraba a Carlos, era un profesor inspirador y siempre era feliz cuando se ganaba un elogio suyo. ¿Por qué le había emparejado con Álvaro? Le estaba haciendo la vida imposible…
Un lunes, sin embargo, todo cambió. Álvaro se acercó antes de la primera clase a su sitio, miró a Diego con curiosidad y le saludó con amabilidad. En seguida se vio rodeado por dos de sus amigos que empujaron a Diego con acritud. Inesperadamente Álvaro les paró: “¡Dejadle! Es un buen chico… ¿no veis cómo os ayuda cuando lo necesitáis? “. Diego vio reflejada en los rostros de los demás su propia sorpresa.
A la hora de gimnasia, la única clase que Diego odiaba, el profesor pidió a los alumnos que se emparejaran de dos en dos para una competición. Normalmente Diego se quedaba solo, era torpe y desmañado y se sentía ridículo y miserable. Pero ese día, cuando todos los demás ya tenían pareja, Álvaro se acercó a Diego y le tendió la mano con una sonrisa amistosa.
“Diego ¿te gustaría ser mi compañero en esta competición?” preguntó Álvaro con amabilidad.
Diego se quedó mirándolo sorprendido por la inesperada propuesta. Por un momento no supo qué decir, pero finalmente asintió con una sonrisa tímida.
“Claro, Álvaro. Gracias”. Respondió, aceptando la mano que se le ofrecía.
Todos los miraban. Álvaro había roto una regla no escrita y eso no pasó desapercibido para nadie.
La actitud de Álvaro fue el milagroso revulsivo para que los demás le dejaran en paz e incluso empezaran abiertamente a compartir ratos con él más allá de los que pasaban resolviendo ejercicios de matemáticas. Pero, además, impulsó la autoestima de Diego, le hizo creer en sí mismo.
Empezó a ser feliz. Y lo más increíble de todo, empezó a construir una cierta amistad con Álvaro. Ahora hablaban de todo…libros, fútbol, política…y disfrutaban. Diego empezó a practicar baloncesto con asiduidad, a esforzarse también en los deportes. El niño flacucho se estaba convirtiendo en un adolescente atractivo. Tímido siempre, pero mucho más seguro de sí mismo.
No dejaba de preguntarse qué había pasado para que Álvaro, el envidiado y admirado Álvaro, se hubiera convertido en su protector. Era demasiado orgulloso para preguntarlo, simplemente era feliz con lo que tenía. No era popular, nunca lo sería, pero se hizo con un pequeño grupo de amigos, estudiaba y era feliz en su mundo paralelo de libros. Lloraba con Marianela, se emocionaba con Gabriel en los Episodios Nacionales, sufría con Oliver Twist…
Diego se graduó como el mejor de su curso y en la fiesta de despedida era muy difícil reconocer en el chico tranquilo y atractivo que leía el discurso de graduación al niño asustado y acomplejado que había entrado en el colegio.
Mientras hablaba frente a sus compañeros y profesores, Diego no pudo evitar recordar todo lo vivido, su lucha, los momentos difíciles y las amistades inesperadas que había encontrado en el camino. Y al final de su discurso, cuando miró a sus padres entre la multitud, vio el orgullo en sus ojos y supo que todo había valido la pena.
Lo que había pasado, lo que Diego nunca supo, había ocurrido años atrás: en una comida de domingo, Álvaro comentó casualmente quién estaba sentado a su lado en clase ese curso. Y se enteró de la historia familiar.
Durante la guerra civil, el abuelo de Álvaro, un coronel que luchaba en el bando nacional, fue capturado por el ejército rojo. Consiguió escaparse y llegó a un pueblecito castellano en medio de la nada, hambriento, con una herida peligrosa y al límite de sus fuerzas. Le perseguían y sabía que tenía que seguir, pero no podía más. Un aldeano le encontró desmayado de madrugada cuando salía con sus ovejas. Era fácil intuir lo que había pasado. No lo dudó. Era de natural bondadoso, terco como buen castellano, recio. A pesar del riesgo, le llevó a su casa en secreto, le curó y le escondió en un zulo de sus tierras. Cuando los perseguidores llegaron a la aldea sospecharon de él por el rastro de sangre y hasta le apalearon brutalmente para que confesara, pero no lo consiguieron. El abuelo de Álvaro salvó la vida y mantuvo un agradecimiento eterno al aldeano que lo había hecho posible. Ese aldeano era Modesto, el abuelo de Diego.
Muchos años después, la familia de Álvaro fue la que posibilitó con su influencia que Diego entrara en el mejor colegio de la ciudad. El director del colegio lo sabía.
Diego nunca llegó a saber lo que su abuelo había hecho por él desde el pasado.

 

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