EL CUENTO DE LA MINGANA
Por María Dolores Suarez
04/10/2020
El turista es una especie invasora de temporada, y como tal, vive sin miedo, aunque sus actos la hacen desfallecer ante ese tipo de vergüenza de ‘Tierra, trágame’. Si no, que se lo pregunten a uno de los dos jóvenes vacacioneros que decidieron arriesgar su integridad al entrar en ‘El Paraíso’, propiedad de mi abuela Tonina -Doña Antonia para el resto-. En la pomarada se cultivaba la fruta preferida de dios, la mingana. Y digo uno, porque al caprichoso destino le bastó una visión equivocada para que el otro dejara de conjugar el verbo vivir de la forma más absurda.
‘El Paraíso’ fue durante décadas la seña de identidad de la familia. Gracias a la mingana, mi abuela pudo estudiar a mi madre y a mi tía Conchita, y dar trabajo a muchos jornaleros antes de que la manzana saliera hacia las mesas de la inglesa Birmingham. Tonina lo tenía todo controlado. Su padre le había pasado el testigo, lo que le garantizó el control absoluto. No solo la mejoró con mimo y delicadeza, sino que la riqueza del terreno la convirtió en un producto cotizado con lista de espera para saborearla.
Lo único que queda de aquella época dorada son cinco manzanas de oro macizo y un álbum de fotos con todos los artículos dedicados al advenimiento de la famosa pomarada.
UN TURISTA EN SHOCK Y OTRO FALLECIDO AL ENTRAR EN ‘EL PARAÍSO’
BOMBAZO EN ‘EL PARAÍSO’
DOS TURISTAS ARRUINAN ‘EL PARAÍSO’
El calor y el bochorno húmedo eran la combinación perfecta para dejarnos llevar -mi abuela y yo- por el balanceo monótono de las hamacas tendidas en el jardín de los naranjos. Pensaba en que aquel era mi último verano en la casona, una hermosa mansión de piedra blanca y rosacea, construida con el dinero traído de La Habana por mi bisabuelo, de donde regresó con una fortuna considerable.
El chapoteo de las menorquinas rojas de mi tía Conchita sobre la madera al cruzar el pasillo que da al jardín, nos sacó de nuestro estado zen. Tonina bajó las gafas hasta la punta de la nariz, dejó el libro sobre el pecho, cruzó las manos y esperó al torbellino de su hija. Me fije que, en esta ocasión, la montura era de color verde limón. Mi abuela se envició en la compra de gafas tchin-tchin – a otros les da por zapatos o cuadros-, porque se enamoró del señor con acento francés que salía en televisión. Hizo un aparador exclusivo para guardar su colección de lentes.
Las dos fijamos la mirada en la puerta.
-Mira que tenéis pachorra ¡con la que está cayendo!- dijo mi tía en un tono más remilgado de lo normal.
Conchita goza de dos personalidades. Cuando ejerce de abogada se hace llamar Tita, como la Thyssen, porque dice que le da cierto glamour. Lo pijo cala mucho entre los de su profesión y es un nombre que va acorde con su mirada inquisitiva. Cuando está lejos de ese mundo inventado, se transforma en una hippy con sus vestidos amplios y vaporosos, y recoge su melena del color del fuego en un moño desordenado de bailarina, que resalta las facciones de su cara, sobre todo el verde de los ojos.
Se plantó en jarras entre las dos hamacas, mientras nos miraba, primero a una y luego a la otra, a la espera de una reacción en nuestra cara de bobas. Mi abuela sabía que, como abogada, tenía tendencia a la exageración y al teatrillo, y como hippy le gustaba el acercamiento a la vida cotidiana de la pequeña ciudad de provincias. Así que esperamos a ver hacia dónde se inclinaba la representación y comprobar si merecía la pena abandonar nuestro estado Zen.
-Madre, tenemos que ir al cuartelillo de la Guardia Civil. Algo ha pasado en ‘El Paraíso’. Lo han precintado -dijo con cierta satisfacción al despertar nuestro interés.
Mi abuela se levantó como si la hamaca tuviera un resorte secreto. El libro y las gafas tchin-tchin saltaron a la hierba como balas de cañón.
-¿Qué ha pasado?
-Fui a la tienda de ultramarinos a comprar un helado y el tendero me dijo que dos turistas entraron en la pomarada y ahora, la Guardia Civil anda por allí -respondió mi tía ya pertrechada en el dramatismo.
Dirigidas por Conchita, las tres entramos en el mundo de la excitación colectiva. Caminamos como si nos persiguiera un perro hacia el local de la autoridad, un lugar pequeño, viejo, aunque muy cuidado y limpio. La mujer responsable, una señora con el rostro agobiado por las circunstancias, nos recibió con gesto de ‘vaya mojón que me ha caído‘ .
Doña Antonia, brazos en jarra, esperaba una explicación. Como dos rayos, la tía y yo nos unimos al muro infranqueable que dejó atrapada a la mujer de verde.
-Tita, -mi abuela utilizó el nombre pijo de su hija para marcar el territorio- me dice que habéis cercado mi finca.
La guardia se sentó al borde de la mesa, nos estudió a las tres y se decantó por la amabilidad.
-Estamos a la espera de que vengan los artificieros para desactivar una bomba de guerra. Unos turistas han entrado en su pomarada y se han encontrado con una, -resumió la guardia. Suficiente para espantarnos.
Mi abuela abandonó el muro, me cogió de nuevo por el brazo y salimos otra vez a la carrera. La mujer nos siguió, no para detenernos, más bien para cotillear sobre el acontecimiento del año.
-Madre, te dije hace tiempo que te deshicieras de esa pomarada -dijo mi tía, que era capaz de mantener una conversación al tiempo que corría los cien metros lisos.
-No olvides que ella te ha hecho abogada -replicó Tonina.
Madre e hija se pusieron a discutir sin perder aliento. El camino dio para hablar de Darwin, de la teoría de la evolución de las especies y para consensuar que quizás no fue Eva, y sí el mono, el auténtico implicado en el episodio de la manzana del Paraíso. Yo les seguía el paso atenta a la pasión que las dos ponían en la historia, y la mujer de verde las miraba segura de que trataba con dos locas de la vida.
Cuando llegamos, el lugar era una fiesta. El tendero también estaba allí. Nos abrió paso entre la multitud hasta acercarnos a la primera línea y comprobar, con nuestros ojos, qué pasaba.
-Dos turistas, al parecer buscadores de tesoros, entraron por la noche en la pomarada y se encontraron con eso -dijo el hombre con su tono gangoso más acentuado de lo habitual, quizás por la excitación de lo que acontece en ‘El Paraíso’.
En medio de una de las hileras de manzanos, había un joven sentado en el prado, con los pantalones bajados y de sus muslos sobresalía una punta gruesa metálica de color amarillo envejecido. El chico lloraba sin consuelo.
-¿Y por qué está con los pantalones bajados?- preguntó mi abuela al tendero
-Los investigadores creen que, como no encontraron tesoros, decidieron hacerse un pajilla mirando a las estrellas, y ya ve, Doña Antonia, con el movimiento surgió de la tierra el artefacto.- respondió el hombrecillo que se había enterado de todo.
A cada nueva explicación del tendero, la tía Conchita estallaba en una carcajada mayor, no sé si por el espectáculo, por su gangosidad, cada vez más pronunciada, o por todo junto.
-¡Madre mía!- exclamó mi abuela, mientras con un brazo me tapaba los ojos y con el otro los oídos.- ¿Y qué pasó con el otro?
-Se asustó y quiso subirse a un árbol, pero como era de noche, se equivocó y trepó por el poste de la luz, que lo lanzó a tierra como un pajarito frito.-dijo el tendero con ese gesto compungido de cartero que entrega una carta de Hacienda.
-¿Muerto?- preguntó Tonina, espantada.
-Sí, mi señora, sí.
De pronto, toda la gente se unió en un murmullo y abrió paso a un grupo de hombres que parecían tan grandes y verdes como Shrek, pero con un casco galáctico. La mujer guardia, acompañada de un hombre alto, se dirigió hacia mi abuela. Al verlo, mi tía se serenó. Ahora era Tita. Con su mejor sonrisa atrajo la atención del hombre.
-¿Es usted la propietaria? -preguntó el guardia-hombre.
-Mi madre, yo la represento -se apresuró a responder la tía Conchita.
-¿Saben lo que tienen oculto en esta pomarada?-se interesó el guardia-hombre para valorar el grado de implicación de las mujeres de mi familia en el hallazgo oculto en el subsuelo de ‘El Paraíso’.
-Claro que no, fue herencia de mi abuelo -se apresuró a aclarar mi tía.
-El señor les dejó un buen arsenal, suficiente para empezar una guerra- dijo él como quitando hierro al asunto, pero allí había demasiado metal.
-Qué cabrón el viejo, fue mezquino y ruin desde que llegó a este mundo- zanjó mi tía dejando claro el carácter del verdadero culpable.
-La pomarada quedará requisada por un tiempo, hasta que desalojemos y desactivemos todo el material que tienen, y cerremos la investigación -dijo el hombre, que seguía en modo amable con nosotras.
A mi abuela ya no le importaban ni las explicaciones ni la pomarada, sólo le interesaba cómo se encontraba el chico que seguía con aquella bomba entre sus muslos. Por el muerto no preguntó. Nada se podía hacer por él. Le daba igual, cómo si volaba todo por los aires. Eso sí, como último gesto, cogió tres minganas de un árbol que sobresalía de la cinta amarilla y nos dió una a cada una. Las tres a la vez dimos un mordisco. Era manjar de dioses. Amarilla, con ese olor penetrante a manzana pura, jugosa, dulce, y tan sabrosa.
De camino a la casa, mi tía se quitó el moño de bailarina y su melena se deslizó por su espalda morena. Me pareció la mujer más hermosa del mundo; la Eva de la Biblia. Como si leyera mis pensamientos, me miró con ojos pícaros.
-Niña, ¿has aprendido algo en el día de nuestra ruina?-me preguntó Conchita.
-Que no se puede entrar en ‘El Paraíso’ sin el permiso de Dios, de Eva, o del mono-respondí. La carcajada de mi tía retumbó en el cielo.
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