El Grito Silencioso – Marta Jauregui

Por Marta Jauregui

1. El Conflicto Inminente

El día en que decidí irme de casa no comenzó con una tormenta, aunque la tempestad se estaba gestando desde hace tiempo. Más bien, todo empezó como una suave brisa, una sensación ligera pero inquietante que anunciaba lo que estaba por venir. Tenía 18 años, una edad en la que todo parece un caos y donde cada pequeño acto de rebeldía se siente como una victoria, una declaración de independencia ante un mundo que parece no entendernos.
Durante años, había estado chocando constantemente con mis padres, en especial con mi madre. Su mirada severa y sus palabras escuetas parecían siempre juzgarme, como si cada cosa que hacía estuviera bajo un microscopio. Sentía que nunca me comprendía, que su modo de ver la vida era diametralmente opuesto al mío. En cambio, a mi padre lo veía como una figura lejana, casi intangible, atrapado en su propio mundo, envuelto en un sufrimiento del que nunca hablaba pero que se podía sentir en la tristeza de su mirada y en su distante forma de ser.
Era un día como cualquier otro, pero el peso de las pequeñas disputas diarias estaba acumulándose, formando una presión constante que amenazaba con explotar. La gota que colmó el vaso fue algo tan insignificante que, en otro contexto, hubiera pasado desapercibido: una discusión sobre la hora de llegada a casa. Pero no era solo eso, nunca lo era. Esa pequeña chispa encendió un fuego que llevaba mucho tiempo ardiendo bajo la superficie. Era la frustración de sentirme incomprendida, atrapada en un hogar que me asfixiaba, sin saber que ellos, mis padres, también estaban atrapados en sus propios dolores, en cicatrices que habían formado mucho antes de que yo naciera.

2. El Estallido: El Episodio de Rebeldía

Aquel día llegué a casa tarde, deliberadamente tarde. En el fondo, buscaba quizás un motivo para desencadenar lo inevitable, para romper con esa rutina opresiva que me estaba consumiendo. Al entrar, vi a mi madre esperándome en la cocina, su mirada fija en la puerta como si pudiera atravesarla con sus pensamientos. La conversación que siguió fue breve y cortante, un intercambio de palabras duras que no dejaban espacio para la comprensión, solo para el conflicto.
—No puedes seguir haciendo lo que quieras —me dijo, su voz temblando entre la ira y la impotencia. Podía ver en sus ojos una mezcla de frustración y cansancio, un agotamiento que venía de años de lidiar con la vida, conmigo, con todo.
—¿Y qué vas a hacer al respecto? —respondí, desafiándola con la misma intensidad, mi voz llena de rabia, de esa rabia adolescente que no conoce límites y que se alimenta del deseo de ser escuchada, de ser vista.

En ese momento, mi padre, que había permanecido en la puerta de la cocina, observaba en silencio. Su rostro estaba pálido, y sus ojos llenos de una tristeza que, en ese instante, no logré comprender. Parecía como si estuviera presente físicamente, pero su mente estuviera en otro lugar, en un pasado lejano que lo retenía.
—No entiendes nada —fue la frase que salió de mi boca, con una contundencia que ahora veo cargada de ironía. No entendía nada, ni lo que estaba sucediendo dentro de mí, ni lo que pasaba por la mente y el corazón de mis padres.
Las palabras se transformaron rápidamente en gritos, y los gritos en amenazas. En un arrebato de furia y desesperación, grité que me iría de casa. Era un acto impulsivo, una reacción desmedida a años de tensiones acumuladas. Tomé una mochila, llené un par de cosas apresuradamente y me dirigí hacia la puerta, sin un plan, sin un rumbo fijo, solo con la necesidad de escapar.
—Vete si eso es lo que quieres —dijo mi madre, su voz baja, casi derrotada, pero llena de una resignación que me dolió más que cualquier grito.
Lo que más me sorprendió no fue el permiso tácito para irme, sino la falta de resistencia. Esperaba que intentara detenerme, que luchara por retenerme, pero no lo hizo. Cerré la puerta detrás de mí y, al hacerlo, sentí un vacío profundo, como si algo importante se hubiera roto para siempre. Caminé sin rumbo por las calles de Pamplona, tratando de encontrar un sentido a lo que acababa de ocurrir, tratando de entender por qué me sentía tan vacía cuando se suponía que debía sentirme liberada.

3. El Contexto: La Historia de Mis Padres

Aquella noche, mientras vagaba sin rumbo, las historias de mis padres comenzaron a resonar en mi mente. Historias que había escuchado a lo largo de los años, fragmentos de sus vidas que había recopilado, pero que nunca había comprendido del todo. Mi padre, un hombre de pocas palabras, había perdido su mano derecha a los 18 años, la misma edad que yo tenía en ese momento. Nunca hablaba de ello, pero el dolor de esa pérdida estaba presente en cada uno de sus gestos torpes, en la forma en que evitaba las miradas ajenas, como si siempre estuviera consciente de su diferencia, de su limitación.
Su vida había sido una lucha constante, no sólo contra la adversidad de su discapacidad, sino también contra la soledad que esa misma discapacidad le había dejado. Era un hombre encerrado en sí mismo, refugiado en la rutina del trabajo, en el silencio del campo, donde encontraba una paz que nunca lograba dentro de las cuatro paredes de nuestra casa. Su manera de lidiar con el dolor era alejándose, construyendo un muro alrededor de sí mismo, un muro que, sin querer, también me excluía a mí.
Mi madre, en cambio, era un misterio envuelto en dolor. Había sido abandonada al nacer y criada por una familia que nunca fue realmente suya. Su vida había sido una serie de eventos traumáticos que la habían endurecido, volviéndola distante, como si siempre estuviera esperando el próximo golpe del destino. La maternidad no le había llegado de forma natural; había hecho lo mejor que pudo, pero siempre había una barrera invisible entre ella y nosotras, sus hijas. Una barrera que, con los años, se había vuelto más gruesa, más impenetrable.

Comprender el dolor de mis padres, sus luchas, sus pérdidas, era algo que nunca había intentado hacer antes de esa noche. Siempre había estado tan envuelta en mi propio mundo, en mis propios problemas, que no me di cuenta de que ellos también estaban luchando. Luchando por entenderse a sí mismos, por lidiar con sus propias cicatrices, mientras intentaban, de alguna manera, ser buenos padres.

4. Comprendiendo lo Incomprensible

Aquella noche no me fui muy lejos. A pesar de mi rabia y mi desesperación, terminé sentada en un banco del parque, no muy lejos de casa. Trataba de procesar lo que estaba sintiendo, de darle sentido a la mezcla de emociones que me abrumaban. La rabia, que al principio me había consumido, poco a poco se fue disipando, dejando lugar a una profunda tristeza. No solo por mí, sino por ellos, por lo que habíamos sido y lo que nunca seríamos.
Mientras estaba sentada en ese banco, recordé las veces que mi padre, en su torpe manera, había tratado de enseñarme algo, y cómo yo siempre lo había rechazado, viendo solo a un hombre que no me entendía, que no sabía cómo comunicarse conmigo. Ahora me daba cuenta de que tal vez él tampoco se entendía a sí mismo, que había cargado con un dolor inmenso desde joven y que su forma de protegerse había sido construyendo un muro entre él y el mundo. Un muro que también me incluía a mí, aunque yo no lo hubiera querido ver.
Pensé en mi madre, en sus silencios, en su mirada perdida cada vez que se hablaba del pasado. Su vida había sido una sucesión de abandonos, de pérdidas, y en su intento de no sufrir más, había erigido su propia barrera emocional. Me di cuenta de que, al igual que yo me rebelaba contra ellos, ellos habían pasado la vida rebelándose contra un destino que nunca eligieron, luchando por encontrar un sentido en un mundo que a menudo parecía ensañarse con ellos.
Esa noche, sentada en ese banco, me di cuenta de que mi rabia no era solo mía. Era una herencia, un eco de las luchas de mis padres, de sus propios gritos silenciosos que habían aprendido a suprimir. Era como si, sin querer, hubiera absorbido ese dolor, esa frustración, y la hubiera convertido en mi propia batalla. Una batalla que no entendía completamente, pero que sentía en cada fibra de mi ser.

5. El Regreso: Un Primer Paso hacia la Reconciliación

No sé cuánto tiempo estuve fuera. Podrían haber sido horas o solo unos minutos, pero finalmente decidí regresar a casa. No porque quisiera hacerlo, sino porque entendí que irme no resolvería nada. Volví porque necesitaba empezar a entender, a comprender a esos dos extraños que eran mis padres. Cuando abrí la puerta de casa, el ambiente seguía cargado, pero el silencio ya no era hostil.

Al entrar, vi a mi padre sentado en el salón, mirando fijamente una pared vacía, como si buscara respuestas en el vacío. Mi madre estaba en la cocina, sus manos moviéndose nerviosamente sobre la mesa, como si intentara limpiar algo invisible. Ninguno de los dos dijo nada cuando me vieron entrar, pero algo en sus expresiones cambió. Era como si, de alguna manera, mi regreso hubiera sido una señal de esperanza, de que tal vez las cosas podrían cambiar.
Esa noche no hablamos más del tema. Todo quedó en suspenso, como un hilo roto que aún no sabíamos cómo reparar. Me fui a mi habitación, dejando la mochila en el suelo, sin desempacar. No había ganado la batalla que creía estar librando, pero tal vez había dado el primer paso hacia algo diferente, algo que aún no entendía del todo.

6. El Inicio de un Largo Camino

Los días que siguieron fueron extraños. No hubo disculpas, ni grandes conversaciones. La rutina continuó, pero algo había cambiado. Empecé a observar a mis padres de una manera nueva, intentando ver más allá de mis propias frustraciones, intentando comprender los silencios que antes me irritaban, los gestos que antes me parecían distantes.
Con el tiempo, empecé a darme cuenta de que la rebeldía que tanto me había consumido no era solo mía. Era una herencia, una parte de mí que venía de ellos, de sus luchas, de sus frustraciones no expresadas. Y aunque la reconciliación no fue inmediata, ni completa, aquella noche, la noche en que decidí irme y regresé, marcó el inicio de un camino. Un camino de aprendizaje, de aceptación, de intentar ver a mis padres no solo como figuras de autoridad, sino como seres humanos con sus propias historias, con sus propios dolores, y sobre todo, con su propia manera de amar.
Esa noche entendí que el amor no siempre se muestra de la forma en que lo esperamos. A veces, está escondido detrás de palabras no dichas, de gestos malinterpretados, de silencios que, aunque duros, no están vacíos. Aprendí que mis padres, en su lucha por sobrevivir, también estaban tratando de amarme a su manera, y que mi desafío, mi verdadero desafío, sería aprender a ver ese amor, a aceptarlo, y a encontrar la manera de devolverlo.

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