EL INGENIERO VIERA

Por Mario Patino

Cada dos semanas, El Iván, un barco carguero de 800 toneladas propiedad de una empresa productora de harina y aceite de pescado, zarpaba desde el puerto de Buenaventura, ubicado en el océano Pacífico, con destino final a la isla de Bazán, lugar donde se encontraban las instalaciones industriales de la compañía.

Cerca de veinticinco horas le tomaba a la motonave cubrir el trayecto; incluida una escala de cinco horas en la isla de la Gorgona. En 1960, el gobierno colombiano había construido una cárcel en esta isla de su propiedad, destinada a la retención de reclusos calificados de alta peligrosidad. La empresa tenía con el Estado un contrato de transporte que generaba buenos dividendos, proporcionales al riesgo que significaba transportar delincuentes y suministros destinados a la isla-prisión.

En mi condición de CEO de la empresa, cuatro veces al año me embarcaba en El Iván para validar el buen funcionamiento de uno de los apoyos más importantes que exigía nuestra actividad industrial: el transporte marítimo. La isla de Bazán estaba ubicada a veinte millas náuticas de la costa, y en esa zona geográfica no existía ninguna infraestructura comercial que facilitara el suministro de los insumos que requería la planta para su operación; dado lo anterior, la empresa se veía obligada a trasladarlos desde Buenaventura. El recurso humano primario, en su gran mayoría residía en la isla. Los administradores, ingenieros y capitanes de los barcos, vivían en el continente y se rotaban en turnos de treinta días de trabajo por quince de descanso.

Corría el cuarto mes del año y estaba embarcado en mi segundo viaje. Además de los cinco tripulantes, viajaban tres guardias de la isla-prisión, quienes regresaban de vacaciones. Igualmente, el ingeniero Ernesto Viera, director de producción de la planta. Viera era un ingeniero Químico con muchos años de experiencia en el manejo de procesos industriales para convertir cardúmenes de sardina en harina y aceite de pescado.

El sol estaba próximo al ocaso y pintaba el cielo una que otra nube baja. Yo viajaba en cubierta sentado sobre una caneca, y me entretenía viendo cómo el mar se arrugaba con el viento. También pensaba en la profundidad del océano, en su color azul petróleo, y en los cientos de especies que lo habitaban. Un par de horas antes,  nos habían acompañado peces voladores que antecedieron a la presencia de delfines y uno que otro marlín.

El ingeniero Viera, de pie en la proa, hacía visera con la mano mirando al horizonte. – ¡Viene una lluvia pasajera! – dijo levantando la voz, dado el ruido que producía el potente motor Cummings de la motonave. Viera a quien notaba un poco delgado  y pálido, le temía a los aviones; por ello, prefería viajar en el barco. Consideré que esa frecuencia marinera lo capacitaba para pronosticar el comportamiento del clima.

– ¿Qué contiene esta caneca, Ingeniero? – dije señalando mi provisional asiento.

– Es un producto que quiero probar como disolvente en uno de los procesos – respondió-. Metanol se llama, es el alcohol  más sencillo que se obtiene de la destilación de la madera, líquido, ligero, incoloro y tóxico – dijo con mucha propiedad.

-¿Tóxico? – dije, pensando en la gente de la planta.

-Sí…puede causar ceguera y la muerte según la cantidad que se consuma.

-¿Quién controlará su uso? – le pregunté.

– No se preocupe…el manejo de los químicos…es mi responsabilidad -dijo entrecortado.

Confiaba en el ingeniero, así que olvidé el asunto y volví a concentrarme en la masa inmensa de agua, que dada la hora, reflejaba visos por la caída del sol. Al amanecer, después de una navegación tranquila que inclusive me permitió dormir sobre la cubierta, arribamos a la isla de la Gorgona, cuyo verde en la vegetación era cautivador y contrastaba con el azul del despertar del cielo y el color turquesa de sus aguas.

-¡Esta isla es un hermoso oasis en medio del pacífico! ¡Cómo puede ser una cárcel! – le dije a Viera.

Bajaron los tres guardias y se descargaron los insumos, entre ellos, 2.500  galones de combustible.

El director del centro carcelero, coronel López, se presentó en el muelle. Siempre supervisaba el desembarco de la gente y el descargue de la remesa. Era un militar duro, curtido en las montañas colombianas donde combatió a la insurgencia. El cargo administrativo que ahora desempeñaba como responsable de la isla-prisión no correspondía a su formación bélica, pero lo asumía como una etapa más en su formación militar. Anhelaba volver a las montañas pues estaba convencido  que la única forma de acabar con la guerrilla era echándoles plomo.

Cinco horas más tarde reiniciamos nuestro viaje; y cuatro horas después llegábamos a la planta, en cuyo muelle, buscando alimento,  nos esperaban algunos pelícanos; mientras otros, con la torpeza propia de su desplazamiento sobrevolaban el barco durante la operación de atraque.

Trabajé dos días revisando la gestión de las diferentes áreas de la planta, y una vez terminada la tarea, me trasladé al municipio de Guapi, donde tomé un vuelo comercial para Cali, sede de nuestras oficinas administrativas.

Un mes más tarde, el primero de mayo, celebrábamos la fiesta del trabajo. Autoricé, como era costumbre, un almuerzo en la planta para todos los trabajadores. No podía acompañarlos, un tratamiento para combatir la malaria impedía mi viaje a la isla de Bazán.

El día de la celebración, alrededor de las cinco de la tarde, recibí una llamada del radio-operador de la planta, quien me informó que algunos de los trabajadores habían resultado intoxicados durante el agasajo. Pregunté por el ingeniero Viera, pero el funcionario de la radio dijo que era uno de los afectados. Pedí hablar con el enfermero de la planta, quien me comentó que los intoxicados eran once y su estado era crítico; por ello, estaban siendo trasladados al hospital del municipio de Guapi. Solicité que fuese informado, una vez los enfermos ingresaran al centro hospitalario.

Eran cerca de las nueve de la noche cuando recibí la primera llamada. El informe no podía ser más dramático. Seis de los once trabajadores habían fallecido. Entre ellos el ingeniero Viera. De inmediato dispuse de todo lo necesario para viajar a Guapi, en un vuelo chárter, a primera hora del día siguiente.

El panorama  de la tragedia no cambió durante la noche, pero cuando a media mañana llegué a mi destino, otro trabajador había muerto y los cuatro restantes estaban graves, pero estables.

Me reuní con algunos de los funcionarios de la empresa, necesitaba en detalle establecer qué había sucedido. Todos coincidieron en que el ingeniero Viera había mezclado un alcohol con zumo de naranja, y que durante el almuerzo lo repartió entre algunos trabajadores.

Recordé mi inquietud, cuando en el barco, el ingeniero detalló las características del producto químico, en particular la toxicidad y sus efectos. Me parecía estar oyendo a Viera tranquilizarme sobre el uso del Metanol, también creí recordar que titubeó cuando dijo que era el responsable de su manejo.

No pude llegar a ninguna conclusión válida sobre las razones de lo ocurrido. Los sobrevivientes, dos de ellos afectados con serios problemas visuales, tampoco aportaron nada. Quien tenía la respuesta ya no estaba entre nosotros.

Tuve que personalmente informar a la familia de Viera sobre su muerte. Todavía tengo presentes seis gritos, uno detrás de otro, que se fueron dando cuando la esposa del ingeniero y sus cinco hijas se enteraron de la suerte de su esposo y padre.

Nos costó recuperarnos anímica y operativamente en la planta, pero el horror de la tragedia seguía rondando en mi cabeza. La investigación policial se cerró veinte meses después. << El directo responsable pago con su vida>>, rezaba la última frase del informe final.

Para mí,  el caso seguía abierto. Se convirtió en una obsesión. Era recurrente el diálogo que tuve con Viera en el barco. Pasé un tiempo revisando la vida del ingeniero, sus orígenes, su pasado estudiantil y laboral. También hablé con algunos de sus amigos, pero nada descubrí sobre las razones que tuvo Viera para desgraciarnos la vida.

Se cumplían tres años del infortunado suceso. Programamos una misa de aniversario. Decidí invitar a la familia del ingeniero Viera, a la que no veía desde el día del funeral. Durante el oficio religioso, caí en cuenta de que en mis investigaciones  sobre la vida de Viera, nunca hablé con ninguno de sus parientes, quizás porque no quería ahondar en su tragedia. Pero estaba claro que no haberlos contactado en mi búsqueda era un importante cabo suelto.

Me acerqué a Juanita, la hija mayor, quien había sido la vocera de la familia para coordinar con la empresa todo lo relacionado con la desaparición de su padre.

– Juanita, ¿me regala un minuto? – le dije en voz baja.

– Si… por supuesto.

– Juanita de una forma diferente a la suya, soy también un gran afectado de lo que pasó en Bazán. Además de las pérdidas humanas y la incapacidad visual de dos trabajadores; el manejo con los empleados, las autoridades, los clientes y todo el entorno que nos compete ha sido muy complicado. Si bien es cierto que nos hemos venido recuperando, no lo es menos que, en mi caso, duelo y la duda siguen vivos, porque no he sido capaz de descifrar las razones que llevaron al ingeniero a hacer lo que hizo.

– Esteban – me dijo Juanita tomándome del brazo -. Lo que le voy a decir quizás pueda ayudarlo…A mi padre, seis meses antes del infortunado suceso, le descubrieron un cáncer en el páncreas. La enfermedad era terminal, sólo lo comentó conmigo, pidió discreción, y me dio instrucciones para el manejo económico y familiar, una vez se generara su ausencia. Esteban… mi padre tenía un concepto muy particular sobre la muerte: creía firmemente que era un largo viaje…y…que no debía hacerse sin compañía.

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