EL MAPAMUNDI – Carlos José Alsina Costa
Por Carlos José Alsina Costa
Uno de los errores más frecuentes que cometen los padres es creer que conocen bien a sus hijos, especialmente en las primeras etapas de su vida. El paso del tiempo, poco a poco, les va mostrando que no siempre es así; los niños se hacen mayores, surgen pequeñas sorpresas que, en algunos casos, se acrecientan y les separan del camino previsto, obligando a la familia a adaptarse a aquello que no esperaban o, simplemente, a asumir que aquel hijo, al que tan bien creían conocer, se ha convertido en un extraño con el que conviven en mayor o menor armonía. No siempre se dan cuenta —de hecho casi nunca lo hacen— pero todo estaba allí: detrás de esa carita sonriente, de los abrazos cariñosos al acostarles, de la mano cogida con fuerza, se escondía, agazapado, el adulto que iba a ser algún día. ¿Hasta qué punto deben —o pueden— los padres cambiar el futuro de sus hijos sembrando una semilla en el momento adecuado o cortando de raíz un rasgo en el momento en que empieza a aflorar?
Alberto estaba sentado en el sofá, con la mirada perdida, absorto en estas reflexiones cuando entró su mujer, Ana, en el comedor.
—Te doy un euro por tus pensamientos.
—No pensaba en nada especial, cariño, en los detalles de la celebración, nada más.
—No te creo, seguro que era algo más profundo, parecía que estuvieses en otro mundo.
Tenía razón, pero no se lo iba a contar, ni mucho menos en esos momentos. Hoy celebraban el cumpleaños de su hijo, Tito, y el suyo propio. Veinticinco años exactos los separaban, él cumplía treinta y seis y Tito once.
Veinticinco años habían pasado desde el decimoprimer cumpleaños de Alberto. Nunca olvidaría esa fecha, llegó un regalo inesperado, de hecho, en un primer momento fue una desilusión; un inmenso mapamundi pasó a ocupar una de las paredes de su habitación. Nadie lo esperaba en ese momento, pero, lo que tenía que ser simplemente un elemento decorativo, se convirtió en el centro de los pensamientos de Alberto y le acompañó a lo largo de su adolescencia.
El mapa era la ventana por la que mirar al mundo; qué pequeños eran su ciudad, su país, que tan grandes le habían parecido hasta entonces. La misma Europa, aunque situada orgullosamente en el centro, no podía competir en atractivo con la inmensidad del continente americano o el exotismo de Asia y África. Montañas, islas, desiertos y mares poblaban la imaginación del pequeño Alberto, que cada vez estaba más familiarizado con los nombres de los países y ciudades. Millones de personas distintas, diferentes idiomas, culturas, climas, paisajes y maneras de vivir; no podía conformarse con ver sólo lo que tenía alrededor, necesitaba conocer más. Al principio fue su imaginación —con la ayuda de lo que había visto en algunas películas— la que llenó de contenido cada rincón del mapamundi. Miraba el oeste de los Estados Unidos y se veía a sí mismo cabalgando por las llanuras, cazando bisontes; cambiaba a Brasil y allí estaba él, explorando la selva en una canoa para, unos segundos después, montar un camello en una caravana de beduinos en el desierto del Sahara.
Era un chico simpático y afable, aun así, fue distanciándose de su grupo de amigos. Éstos no soportaban estar todo el día viviendo aventuras imaginarias en países exóticos y Alberto no entendía cómo podían perder el tiempo persiguiendo un balón, o peor, viendo cómo otros lo perseguían por televisión. Con las chicas tampoco le fue mejor. A medida que fue creciendo se convirtió en un joven atractivo; con su planta y su buena conversación le era muy fácil entablar relación, pero nada más. Nunca pudo ir más allá de los primeros contactos ya que, o eran ellas las que huían aburridas, o era él quien las evitaba por no encontrarles ningún atractivo.
En casa le aceptaban tal como era, se portaba bien y sacaba buenas notas, solo pedía dinero para comprar aquellos libros que leía y releía, no había nada que decir. A sus padres les habría gustado que pasase más tiempo fuera de su habitación, con sus amigos, pero suponían que esto cambiaría con la edad. Su madre, tercera generación de médicos, tardó poco en darse cuenta, —y lo aceptó de buen grado— de que no habría una cuarta generación. Alberto no tenía claro qué iba a ser de mayor, pero todos sabían que médico no sería.
La sorpresa saltó en su decimoctavo cumpleaños. Era hora de empezar en la universidad y todos esperaban que finalmente anunciase qué quería estudiar. Reunió a la familia y les dijo:
—No voy a estudiar ninguna carrera, quiero ver el mundo. Saldré con mi mochila e iré de país en país, mi objetivo es visitar todos y cada uno de los países de nuestro planeta, no importa el tiempo que me lleve.
Es fácil imaginar el sobresalto que la declaración supuso para sus padres. No podían creer lo que estaban oyendo. Sus reflexiones y súplicas no sirvieron para nada, Alberto lo tenía muy claro, había tomado una decisión y era mayor de edad. Viendo que su determinación era tan fuerte intentaron argumentar con razones de índole práctica, pero fue en vano, lo tenía todo pensado.
—Necesito muy poco dinero para vivir. Cuando me haga falta trabajaré allí donde me encuentre, no tengo prisa y puedo detenerme unas semanas si es preciso; además, voy a contar mis aventuras por internet. Si tengo éxito y la gente sigue mis videos, conseguiré unos ingresos que no me vendrán nada mal. Espero que vosotros también los miréis, así sabréis siempre dónde estoy— dijo a sus padres, intentando relajar aquellas caras desencajadas que le miraban incrédulas.
Unos días después Alberto partía, entre abrazos y lágrimas, sin rumbo determinado, dejando la casa vacía y el mapamundi colgado en su habitación. Nuevas rutinas fueron instaurándose en la vida familiar, la sensación de soledad de las primeras semanas fue haciéndose menos opresiva, especialmente cuando empezaron a aparecer los videos. Éstos fueron el cordón umbilical que mantenía unida a la familia, no había mucho más: alguna llamada telefónica de tarde en tarde —no solía olvidar los cumpleaños y las fechas señaladas, pero no siempre tenía un teléfono a mano—. Los videos, en cambio, los publicaba con regularidad; no le iba mal, les dijo Alberto, no se iba a hacer rico con ellos, pero daban lo suficiente para no tener que trabajar en otras cosas. Así pudieron seguir su periplo, vieron cómo su niño se convertía en hombre, escucharon sus numerosas aventuras —contadas siempre con una sonrisa en los labios y la simpatía que le caracterizaba—, conocieron países, culturas y gentes extrañas. Analizaban las grabaciones hasta el último detalle, siempre mirando de reojo el contador que ocupaba la esquina inferior de la pantalla. Ciento noventa y cinco, el número mágico de países que hay en el mundo; los primeros años les parecía una cifra inalcanzable, preferían no pensar en ello. Fue a partir del tercer año, al alcanzar la cifra de cien, cuando se produjo un punto de inflexión, empezó la cuenta atrás, cada vez quedaban menos en la lista.
Llegó el sexto año, lo que al principio parecía imposible estaba próximo a ocurrir, el contador iba avanzando video tras video acercándose a ciento noventa y cinco cuando, de repente, apareció Ana.
—Queridos seguidores de Desafio195, quiero presentaros a Ana. Después de casi seis años viajando solo por el mundo he encontrado a la mujer de mi vida. Coincidimos en un avión y resultó que, no solo es de mi barrio, sino que hemos ido al mismo colegio; desde el primer momento nos dimos cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro y no nos hemos vuelto a separar. Ana va a acompañarme en la visita a los tres últimos países de mi aventura y espero que siga haciéndolo el resto de mi vida.
Sus padres estaban encantados con la elección de Ana pero no dejaban de preguntarse qué iba a ocurrir a partir de ahora; los últimos seis años habían vivido el presente, seguían las etapas del viaje y disfrutaban o sufrían con ellas, sin plantearse nada más. La aventura llegaba a su fin y no tenían ningún indicio de lo que pensaba Alberto. Cuando les llamó para anunciarles que Ana y él regresaban a casa suspiraron aliviados.
Alquilaron un piso cercano al de sus padres, Ana retomó su trabajo en el ayuntamiento y Alberto se convirtió en escritor de guías de viajes. Intentó mantener activo su canal de videos, aunque tuvo que cerrarlo porque cada vez tenía menos seguidores. Se casaron y al año nació Tito. Sus ingresos eran modestos y buena parte se los llevaban el alquiler y el niño; nunca aceptó la ayuda que le ofrecían sus padres, a pesar de que en muchos momentos añoraba la holgura económica que había disfrutado cuando vivía con ellos. Se adaptó bien a la vida hogareña y al entorno del barrio. Recuperó algunos amigos de la infancia y entró a formar parte del equipo de fútbol; sus mayores alegrías eran los partidos de los jueves y los ratos que compartía con Tito y Ana. Los fines de semana no se perdía los partidos de su equipo en televisión.
Alberto siguió con sus reflexiones mientras ultimaba la preparación de la fiesta familiar. Solamente quedaba envolver los regalos para Tito: un maletín médico y un póster del cuerpo humano.
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Carolina Rincón Florez
04/11/2024